Capítulo 16

Todos nacemos católicos, ¿no es así? ¿No nacemos en el limbo, sin religión, hasta que alguien nos presenta a Dios? Tras ese encuentro, el asunto queda zanjado para la mayoría de nosotros. Si hay algún cambio, suele ir a menos y no a más y, según parece, mucha gente acaba perdiendo a Dios por el camino de la vida. A mí no me ocurrió así. En mi caso, ese alguien fue una hermana mayor de mi madre, de mentalidad más tradicional, quien me llevó a un templo cuando todavía era niño. Mi tía Rohini estaba ilusionadísima con conocer a su sobrino recién nacido y decidió hacer partícipe de la ilusión a la Madre Diosa.

—Será su primera salida simbólica —dijo—. ¡Es una samskara!

¡Y tan simbólica! Estábamos en Madurai y yo me hice recién veterano de un viaje en tren de siete horas. ¿Y qué más daba? Partimos en este rito de paso hindú; yo entre los brazos de mi madre, y mi madre propulsada por mi tía. No tengo un recuerdo consciente de esta primera visita a un templo, pero algún olor a incienso, algún juego de luces y sombras, alguna llama, alguna explosión de color, algo del bochorno y el misterio de ese lugar debió de permanecer conmigo. Un germen de exaltación religiosa, del tamaño de una semilla de mostaza, se sembró en mí y se dejó germinar. Ha seguido creciendo desde aquel día.

Soy hindú por los conos rojos esculpidos de polvos kumkum y las cestas de rizomas de cúrcuma amarilla, por las guirnaldas de flores y pedazos de coco, por el tañido de las campanas que anuncian la llegada de Dios, por el gemido tenue del nadaswaram y el sonido de los tambores, por el golpeteo de pies descalzos contra suelos de piedra en pasillos oscuros rasgados por rayos del sol, por la fragancia del incienso, por las llamas de las lámparas arati que giran en la oscuridad, por las bhajans cantadas con tanta dulzura, por los elefantes que pululan por ahí esperando a que los bendigan, por los murales llenos de color que narran historias llenas de color, por las frentes que llevan, de formas diversas, la misma palabra: fe. Me hice fiel a estas impresiones aun antes de saber qué querían decir ni para qué servían. Es algo que me dicta el corazón. Me siento a gusto en un templo hindú. Soy consciente de la Presencia, no en el sentido personal en el que solemos sentir una presencia, sino algo más grande. Mi corazón todavía me da un vuelco cada vez que veo el murti, a la Divinidad Residente, en el sagrario de un templo. Verdaderamente es como si estuviera en un seno sagrado y cósmico, un lugar en el que todo nace, y donde tengo la dulce fortuna de contemplar su núcleo viviente. Mis manos se juntan de manera instintiva en veneración reverente. Ansío el prasad, esa ofrenda azucarada a Dios que nos es devuelta en forma de premio santificado. Mis palmas necesitan percibir el calor de la llama consagrada cuya bendición llevo a los ojos y la frente.

Pero la religión no se limita al rito y ritual. Existe lo que representa el rito y el ritual. En este caso también soy hindú. El universo tiene sentido a través de mis ojos hindúes. Está el Brahman, el alma del mundo, el bastidor de apoyo en el que se teje, se alabea y se trama el tejido de la existencia, con todos sus elementos decorativos del espacio y el tiempo. Está el Brahman nirguna, sin atributos ni cualidades, que se encuentra más allá de la comprensión, más allá de la descripción, más allá de la aproximación. Nosotros, con nuestras palabras insuficientes, le hacemos un traje nuevo: Uno, Verdad, Unidad, Absoluto, Realidad Suprema, Motivo de Existir, y pretendemos ajustárselas, mas el Brahman nirguna siempre acaba reventando las costuras. Nos quedamos sin habla. Pero también existe el Brahman saguna, con atributos y cualidades, al que el traje se ajusta. Entonces lo llamamos Siva, Krishna, Shakti, Ganesha; podemos aproximarnos a él con cierta comprensión; discernimos ciertos atributos —amor, compasión, miedo— y percibimos el suave impulso de relación. Brahman saguna es el Brahman puesto de manifiesto para nuestros sentidos limitados, el Brahman expresado no sólo en la forma de dioses, sino en la forma de seres humanos, animales, árboles, en un puñado de tierra, pues todo contiene rastros de lo divino. La verdad de la vida es que Brahman no se diferencia del atman, la fuerza espiritual que reside en nosotros, lo que podríamos llamar el alma. El alma individual toca el alma del mundo del mismo modo que un pozo trata de llegar al nivel freático. Aquello que sostiene el universo más allá del pensamiento y el lenguaje, y aquello que está en nuestro núcleo y lucha para expresarse, es lo mismo. El finito dentro del infinito y el infinito dentro del finito. Si me preguntaras qué relación exacta tiene el Brahman y el atman, te diría que es la misma que tiene el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: una relación misteriosa. Pero hay una cosa clara: el atman trata de plasmar al Brahman, de unirse con el Absoluto, y camina por la vida en una peregrinación en la que nace y muere, en la que vuelve a nacer para volver a morir una y otra vez, hasta que consigue despojarse de las capas que lo recluyen aquí abajo. Los caminos hacia la liberación son múltiples, pero la orilla siempre es la misma, la Orilla del Karma, en la que la cuenta de la liberación de cada uno de nosotros incrementa o disminuye según nuestras acciones.

De esto, en resumidas y sagradas cuentas, se trata el Hinduismo y yo he sido hindú toda la vida. Siempre que tengo sus nociones presentes, entiendo mi lugar en el universo.

¡Pero no debemos aferrarnos! ¡Una maldición sobre los fundamentalistas y los literalistas! Me viene a la cabeza una historia sobre nuestro Dios Krishna cuando era pastor. Cada noche invita a las lecheras a bailar con él en el bosque. Ellas acuden y bailan. La noche es oscura, la hoguera entre ellos brama y crepita, el ritmo de la música se vuelve cada vez más animado, y las chicas bailan sin parar con su dulce Señor, que se ha hecho tan abundante que consigue estar entre los brazos de todas y cada una de ellas. Pero en el momento en que se muestran posesivas, el momento en que cada una se imagina que Krishna es suyo y de nadie más, él desaparece. Por lo tanto, no debemos ser celosos con Dios.

Conozco una señora aquí en Toronto a la que quiero mucho. Fue mi madre adoptiva. Yo la llamo Tiaji y a ella le gusta mucho. Es de Québec. Aunque lleva más de treinta años en Toronto, su mente francófila sigue teniendo deslices a la hora de entender los vocablos ingleses. El caso es que la primera vez que oyó hablar de los Haré Krishnas, no escuchó bien. Lo que entendió fue hairless Christians*, y para ella fueron precisamente eso durante muchos años. Cuando finalmente la corregí, le dije que en realidad no se había alejado tanto de la verdad; que los hindúes, por su capacidad de amar, son cristianos sin pelo, igual que los musulmanes, por su forma de ver a Dios en todo, son hindúes con barba, y los cristianos, por su devoción a Dios, son musulmanes con sombrero.