Como solemos decir los del gremio, el animal más peligroso de un zoológico es el Hombre. En general, nos referimos al excesivo sentido depredador de nuestra especie que ha convertido al planeta entero en nuestra presa. En concreto, nos referimos a las personas que dan anzuelos a las nutrias, cuchillas a los osos, manzanas llenas de clavos a los elefantes, y otras variaciones de ferretería sobre el mismo tema: bolígrafos, clips, imperdibles, gomas elásticas, peines, cucharitas, herraduras, trozos de vidrio, anillos, broches y otras alhajas (no sólo de bisutería ni de plástico, sino alianzas de oro también), pajitas, cubiertos de plástico, pelotas de ping-pong, pelotas de tenis, entre otros. El obituario de los animales de zoológico que han muerto a causa de comerse algún cuerpo extraño incluiría gorilas, bisontes, cigüeñas, ñandúes, avestruces, focas, leones marinos, felinos mayores, osos, camellos, elefantes, monos y casi todas las variedades de ciervo, rumiante y pájaro cantor. Entre los guardianes de los zoológicos, la muerte de Goliat se hizo famosa. Era un elefante marino macho, una bestia grandiosa y venerable que pesaba dos toneladas, la estrella del zoológico europeo donde vivía y adorado por todos los que iban a visitarlo. Murió de una hemorragia interna después de que alguien le diera una botella de cerveza rota.
Muchas veces esta crueldad es más activa y directa. La bibliografía contiene informes sobre el enorme sufrimiento ocasionado a los animales de zoológico: un picozapato que murió de shock después de que alguien le rompiera el pico con un martillo; un alce americano que perdió la barba y un pedazo de piel del tamaño de un dedo con la ayuda del cuchillo de un visitante (el mismo arce fue envenenado seis meses después); un mono al que le rompieron el brazo cuando iba a coger los cacahuetes que le ofrecían; un ciervo que perdió los cuernos por culpa de una sierra de arco; una cebra a la que apuñalaron con una espada; y otras agresiones llevadas a cabo con bastones, paraguas, horquillas, agujas de tejer, tijeras y otros objetos, a menudo con el propósito de sacarles un ojo o lastimarles los órganos sexuales. También hay aquellos que los envenenan. Luego hay indecencias todavía más extrañas: los onanistas que se satisfacen delante de monos, ponis y pájaros; un fanático religioso que le cortó la cabeza a una serpiente; un demente a quien le dio por orinar en la boca de un uapití.
El zoológico de Pondicherry corrió mejor suerte. Nos libramos de los sádicos que asediaban los zoológicos europeos y americanos. Aun así, nuestro agutí dorado desapareció, robado por alguien que se lo comió. Al menos es lo que presumió mi padre. Algunas de nuestras aves, entre ellas faisanes, pavos reales y guacamayos, perdieron plumas a manos de gente que codiciaba su belleza. Cogimos a un hombre que pretendía entrar en el corral de los ciervos enanos con un cuchillo. Dijo que iba a castigar al malvado Ravana (que, según el Ramayana, tomó la forma de un ciervo cuando secuestró a Sita, la consorte de Rama). Pillamos a otro hombre que quería robar una cobra. Era un encantador cuya serpiente había muerto. Pudimos salvar a los dos: redimimos a la serpiente de una vida de servidumbre y música horrorosa, y al hombre de una posible mordedura letal. De vez en cuando tuvimos que vérnoslas con gente que tiraba piedras a los animales porque estaban demasiado plácidos y querían provocar una reacción. Y tuvimos el caso de una mujer cuyo sari quedó atrapado en la boca de un león. Empezó a dar vueltas como una peonza, optando por un bochorno mortal antes que un final mortal. Lo más curioso es que ni siquiera fue un accidente. Se había inclinado hacia la jaula, metiendo la mano entre las rejas, y había agitado el sari delante de la cara del león. Nunca supimos qué pretendía conseguir. Salió ilesa, pero de repente vino en su ayuda una manada de hombres fascinados. La explicación aturrullada que ofreció a papá fue: «¿Dónde se ha visto un león comerse un sari de algodón? Creí que los leones eran carnívoros». Pero los que más problemas causaban eran los que daban de comer a los animales. Aunque nunca bajamos la guardia, el doctor Atal, el veterinario del zoológico, siempre sabía por el número de animales con trastornos digestivos cuáles habían sido los días más concurridos. Solía llamar «tentempié-itis» a los casos de enteritis o gastritis debidos a un exceso de carbohidratos, sobre todo azúcar. Ojalá sólo les hubieran dado caramelos. La gente cree que los animales pueden comer de todo sin que les perjudique la salud en lo más mínimo. No es así. Uno de nuestros perezosos se puso gravemente enfermo con una enteritis hemorrágica después de que un hombre que creía estar haciendo una buena obra le dio pescado podrido.
En una pared justo al otro lado de la taquilla, mi padre había escrito la siguiente pregunta en grandes letras rojas: ¿SABES CUÁL ES EL ANIMAL MÁS PELIGROSO DEL ZOOLÓGICO? Había una flecha que señalaba una pequeña cortina. Tantas eran las manos curiosas e impacientes que tiraban de ella que cada dos por tres teníamos que cambiarla. Detrás de la cortina había un espejo.
Pero aprendí a mi costa que mi padre creía que había un animal aún más peligroso que nosotros, un animal muy común además, que se encontraba en todos los continentes, en todos los hábitats: la temible especie Animalus anthropomorphicus, el animal visto a través del ojo humano. Todos hemos conocido, quizás tenido, por lo menos uno. Es el típico animal «mono», «simpático», «cariñoso», «leal», «feliz» y «comprensivo». Estos animales esperan emboscados en todas las jugueterías y en todos los zoológicos para niños. Hay una infinidad de cuentos sobre ellos. Son la antítesis de los animales «fieros», «sanguinarios» y «depravados» que encienden la ira de los maníacos que acabo de mencionar, que dan rienda suelta a su rencor con bastones y paraguas. En ambos casos, miramos un animal y vemos un espejo. La obsesión de colocarnos en el centro de todo es la ruina tanto de los teólogos como de los zoólogos.
Dos veces aprendí la lección de que un animal es un animal, distantes de nosotros en esencia y práctica. Una vez me la dio mi padre y la otra, Richard Parker.
Era un domingo por la mañana. Yo estaba jugando sólo tranquilamente cuando mi padre nos llamó.
—Niños, venid aquí.
Algo pasaba. El tono de su voz encendió una pequeña alarma en mi cabeza. Tuve que repasarme rápidamente la conciencia. Estaba limpia. Seguro que Ravi se había metido en otro lío. Me pregunté qué habría hecho esta vez. Fui a la sala. Mi madre también estaba allí. Eso no era normal. La disciplina de los niños, igual que el cuidado de los animales, eran asuntos de los que generalmente se encargaba mi padre. Ravi fue el último en entrar. Se le notaba en su cara de criminal que de algo era culpable.
—Ravi, Piscine, hoy os voy a dar una lección muy importante.
—Por favor, ¿quieres decir que es necesario? —interrumpió mamá.
Tenía el rostro colorado.
Yo tragué saliva. Si mi madre, una mujer tan serena, tan tranquila, estaba preocupada, incluso disgustada, quería decir que nos esperaba una buena bronca. Ravi y yo nos miramos.
—Sí, es muy necesario —dijo papá, enojado—. Un día les podría salvar la vida.
¡Salvarnos la vida! Ahora ya no me sonaba una pequeña alarma en la cabeza, sino campanadas, como las de la iglesia Sagrado Corazón de Jesús, bastante cerca del zoológico.
—¿Pero Piscine? Si apenas tiene ocho años —insistió mamá.
—Es el que más me preocupa.
—¡Soy inocente! —salté de repente—. Ha sido Ravi, sea lo que sea. ¡Ha sido él!
—¿Cómo? —dijo Ravi—. Yo no he hecho nada.
Me echó mal de ojo.
—¡Chitón! —dijo mi padre, levantando la mano.
Estaba mirando a mi madre.
—Gita, ya sabes cómo es Piscine. Está en la edad en la que los niños fisgan en todo y meten las narices donde no deben.
¿Yo? ¿Fisgón? ¿Un metedor de narices? ¡Yo no, yo no! Defiéndeme, mamá, defiéndeme, le supliqué desde mi corazón. Pero ella se limitó a suspirar y a asentir con la cabeza, indicando que podía proceder con el asunto espantoso.
—Venid conmigo —dijo papá.
Salimos tras él, como dos prisioneros a la horca.
Una vez fuera de la casa, nos dirigimos hacia la entrada del zoológico y nos metimos dentro. Era temprano y el zoológico todavía no estaba abierto al público. Los cuidadores estaban ocupándose de sus cosas. Vi a Sitaram, que supervisaba los orangutanes, mi cuidador favorito. Se detuvo a mirarnos. Pasamos de largo las aves, los osos, los simios, los monos, los ungulados, el terrario, los rinocerontes, los elefantes, las jirafas.
Llegamos a los felinos mayores, nuestros tigres, leones y leopardos. Babu, el cuidador, nos estaba esperando. Bajamos por el camino que llevaba a las jaulas. Babu nos abrió la puerta de la casa de los felinos, que estaba en medio de una isla con foso. Entramos. Se trataba de una inmensa caverna oscura de cemento, de forma circular, caliente y húmeda, que olía a orina de gato. A nuestro alrededor había unas jaulas inmensas, divididas por unos barrotes de hierro gruesos y verdes. Una luz amarillenta se filtraba por las claraboyas. A través de las jaulas, veíamos la vegetación de la isla circundante que resplandecía a pleno sol. Las jaulas estaban vacías, menos una: Mahisha, nuestro tigre de Bengala patriarca, una bestia desgarbada y descomunal de doscientos cincuenta kilos, había sido retenido. En cuanto entramos, vino trotando hasta los barrotes y nos lanzó un gruñido profundo con las orejas aplastadas al cráneo y los ojos clavados en Babu. El ruido fue tan fuerte y feroz que creí que vibraba la casa de felinos entera. Me empezaron a temblar las piernas. Me arrimé a mi madre. Ella también estaba tiritando. Se me antojó que hasta mi padre tuvo que detenerse a recobrar el equilibrio. Babu fue el único que no se inmutó ante el arrebato ni la mirada candente que le traspasaba como un taladro. Tenía una confianza probada en los barrotes de hierro. Mahisha se puso a caminar de un lado a otro de la jaula.
Papá se volvió hacia nosotros.
—¿Qué animal es éste? —nos bramó por encima de los gruñidos de Mahisha.
—Es un tigre —respondimos Ravi y yo al unísono, señalando con obediencia lo que saltaba a la vista.
—¿Y los tigres son peligrosos?
—Sí, papá, son peligrosos.
—Los tigres son muy peligrosos —gritó papá—. Quiero que entendáis que nunca, bajo ningún concepto, debéis tocar un tigre, acariciar un tigre, meter las manos por los barrotes, ni siquiera acercaros a los barrotes. ¿Está claro? ¿Ravi?
Ravi asintió enérgicamente con la cabeza.
—¿Piscine?
Yo asentí aún más enérgicamente.
No me quitó los ojos de encima.
Asentí con tanta fuerza que me extraña que no se me hubiera partido el cuello y se me hubiera caído la cabeza al suelo.
Quisiera decir en defensa propia que por mucho que hubiera antropomorfizado los animales hasta hacerles hablar un inglés perfecto, imaginándome que los faisanes se quejaban con acento británico altivo de que se les había enfriado el té y que los babuinos planeaban la huida del asalto a un banco en el tono monótono y amenazador de los gángsters americanos, la fantasía siempre había sido consciente. Disfrazaba a los animales más salvajes en los trajes más mansos de mi imaginación a propósito. Pero nunca me engañé con respecto a la verdadera naturaleza de mis compañeros de juegos. Mis narices fisgonas tampoco eran tan tontas. No sé de dónde sacó la idea mi padre de que su hijo pequeño se moría de ganas de meterse en una jaula con un carnívoro feroz. Pero procediera de donde procediese tan extraña inquietud, y hay que decir que a mi padre le inquietaba alguna cosa, estaba claramente decidido a deshacerse de ella esa misma mañana.
—Ahora os voy a demostrar lo peligrosos que son los tigres —prosiguió—. Quiero que os acordéis de esta lección el resto de vuestros días.
Se volvió hacia Babu y le hizo un gesto con la cabeza. Babu salió. Los ojos de Mahisha lo siguieron y no los quitó de la puerta por la que había desaparecido. Babu volvió al cabo de unos segundos con una cabra con las patas atadas. Mi madre me agarró por la espalda. Los gruñidos de Mahisha se habían convertido en un rugido que le salía de las profundidades de la garganta.
Babu se dirigió a una jaula que había al lado de la de Mahisha, la abrió con llave, entró y la cerró otra vez con llave. Entre las dos jaulas había una trampilla y más barrotes. Mahisha se acercó rápidamente a los barrotes que dividían las jaulas y comenzó a arañarlos con la pata. Aparte de los rugidos, Mahisha estaba haciendo unos ladridos explosivos y entrecortados. Babu dejó la cabra en el suelo; las ijadas le entraban y salían agitadamente, la lengua le colgaba de la boca y los ojos le daban vueltas en la cabeza. Babu le desató las patas. La cabra se puso de pie. Babu salió de la jaula de la misma forma meticulosa que había entrado. Las jaulas tenían dos niveles. Uno estaba justo delante de nosotros y el otro estaba al fondo de todo, a un metro del suelo, y daba a la isla. La cabra se subió como pudo al segundo nivel. Mahisha, que se había olvidado completamente de Babu, hizo un movimiento paralelo dentro de su jaula, un salto fluido y ágil. Se agazapó y permaneció completamente inmóvil aparte de la cola que meneaba lentamente, el único indicio de tensión.
Babu cogió la palanca de la trampilla que separaba las jaulas y empezó a bajarla. Previendo un festín, Mahisha se quedó callado. En ese instante oí dos cosas: a papá que nos decía «Nunca os olvidéis de esta lección» mientras miraba la escena con la cara adusta; y a la cabra. Seguro que había estado balando desde el primer momento y sencillamente no la habíamos oído.
Sentía la mano de mamá contra mi corazón, que latía con fuerza.
La trampilla se resistió con unos chirridos agudos. Mahisha estaba fuera de sí, como si quisiera romper los barrotes de un salto. Parecía como si dudara entre quedarse donde estaba, justo donde tenía la presa más cerca pero fuera de su alcance, o bajar al nivel inferior, que estaba más lejos, pero por donde podría acceder a la otra jaula a través de la trampilla. Se levantó y se puso a rugir de nuevo.
La cabra empezó a brincar. Saltó a una altura increíble. No tenía ni idea de que una cabra pudiera saltar tanto. Pero al fondo de la jaula había una pared lisa de cemento.
De repente, la trampilla se deslizó con facilidad. De nuevo se hizo el silencio, roto únicamente por los balidos y el clic-clic de las pezuñas de la cabra contra el suelo.
Un rayo de color naranja y negro se deslizó de una jaula a la otra.
Normalmente, los felinos se quedaban sin comer un día por semana, para simular las condiciones en su hábitat natural. Más adelante, supimos que papá había ordenado que Mahisha no comiera en tres días.
Desconozco si vi la sangre antes de volverme hacia los brazos de mi madre o si la embadurné después, en mi memoria, con una brocha enorme. Pero lo oí todo. Y fue suficiente para ponerme los pelos vegetarianos de punta. Mi madre nos sacó a empujones. Nosotros estábamos histéricos. Ella estaba furiosa.
—¿Cómo has podido, Santosh? ¡Sólo son niños! Van a quedar marcados el resto de sus vidas.
Tenía la voz acalorada y temblorosa. Vi que se le habían llenado los ojos de lágrimas. Me sentí mejor.
—Gita, mi preciosa, pero si lo hago por su bien. ¿Y si Piscine hubiera metido la mano entre los barrotes un día para acariciar ese pelo naranja tan bonito? Mejor una cabra que él, ¿no?
Hablaba en voz baja, casi susurrando. Parecía contrito. Nunca la llamaba «mi preciosa» delante de nosotros.
Nos habíamos pegado a ella. Mi padre se juntó a nosotros. La lección todavía no había acabado, aunque lo que vino después fue más suave.
Papá nos llevó a los leones y leopardos.
—Una vez había un loco en Australia que era cinturón negro en kárate. Quiso demostrar lo que valía frente a los leones. Perdió. Miserablemente. La mañana siguiente los cuidadores sólo encontraron la mitad de su cuerpo.
—Sí, papá.
Los osos bezudos y los perezosos.
—Un arañazo de estas criaturas de peluche y os sacarán las tripas y las esparcirán por el suelo.
—Sí, papá.
Los hipopótamos.
—Con esas bocas blandas y dulces os aplastarán hasta convertiros en una papilla sanguinolenta. En tierra firme, corren más que vosotros.
—Sí, papá.
Las hienas.
—Las mandíbulas más fuertes del reino animal. No os creáis que son cobardes o que sólo se alimentan de carroña. ¡No es verdad! Te empezarán a comer vivo, si hace falta.
—Sí, papá.
Los orangutanes.
—Tienen la fuerza de diez hombres. Os romperán los huesos como si fueran ramitas. Sé que algunos de ellos os hacían compañía y que jugabais con ellos de pequeños. Pero ahora son grandes y salvajes e imprevisibles.
—Sí, papá.
El avestruz.
—Parece tonto y despistado, ¿verdad? Pues escuchadme bien: es uno de los animales más peligrosos del zoológico. Con una patada os romperá la columna, u os aplastará el torso.
—Sí, papá.
Los ciervos enanos.
—Serán todo lo monos que queráis, pero si el macho lo cree conveniente, arremeterá contra vosotros y os clavará esos cuernecitos como si fueran puñales.
—Sí, papá.
El camello de Arabia.
—Con un bocado baboso os arrancará un pedazo de carne.
—Sí, papá.
Los cisnes negros.
—Con los picos os partirán el cráneo. Con las alas os romperán los brazos.
—Sí, papá.
Los pájaros más pequeños.
—Tienen un pico que os cortaría los dedos como si fueran mantequilla.
—Sí, papá.
Los elefantes.
—El animal más peligroso de todos. Matan a más cuidadores y visitantes que cualquier otro animal del zoológico. Un elefante joven os descuartizará y os pisoteará. Eso mismo ocurrió en un zoológico europeo cuando un pobre desgraciado entró en la casa de los elefantes por una ventana. Un animal mayor y con más paciencia os aplastará contra la pared o se sentará encima de vosotros. Hace gracia, pero pensadlo bien.
—Sí, papá.
—Hay animales que no hemos visto. No os creáis que son inofensivos. La vida se defenderá por muy pequeña que sea. Todos los animales son feroces y peligrosos. Igual no os matan, pero os pueden hacer mucho daño. Si os arañan y os muerden, os esperará una infección hinchada y purulenta, una fiebre altísima y diez días en el hospital.
—Sí, papá.
Llegamos a los conejillos de Indias, los únicos animales aparte de Mahisha que fueron privados de comida por orden de mi padre. La noche anterior la habían pasado en ayunas. Mi padre abrió la jaula. Sacó una bolsa de comida del bolsillo y la vació en el suelo.
—¿Veis estos conejillos de Indias?
—Sí, papá.
Los animalitos temblaban de debilidad mientras mordisqueaban frenéticos los granos de maíz.
—Bueno, pues… —dijo, agachándose para coger uno—. No son peligrosos.
El resto de los conejillos de Indias se desperdigaron al instante.
Mi padre se rió. Me pasó el conejillo, que no paraba de chillar. Quiso acabar la lección con una nota alegre.
El conejillo descansaba tenso en mis brazos. Era uno de los pequeños. Me dirigí a la jaula y lo bajé con cuidado hasta el suelo. Se fue corriendo a su madre y se acurrucó a su lado. El único motivo por el que aquellos conejillos de Indias no eran peligrosos, es decir, que no nos iban a sacar sangre con los dientes y las garras, era porque estaban prácticamente domesticados. Si no, coger un conejillo de Indias salvaje con las manos sería como coger un cuchillo por la hoja.
La lección había terminado. Ravi y yo nos enfurruñamos y le hicimos el vacío a papá durante una semana. Mamá también lo desatendió. Cada vez que pasaba por el foso de los rinocerontes, se me antojaban cabizbajos y apenados por la pérdida de uno de sus queridos compañeros.
Pero ¿qué puedes hacer si quieres a tu padre? La vida sigue y te mantienes lejos de los tigres. Excepto que ahora, habiendo acusado a Ravi de un crimen no especificado que no había cometido, yo estaba poco menos que muerto. En años posteriores, cada vez que tenía ganas de aterrorizarme, me susurraba.
—Ya verás cuando estemos solos. ¡Tú serás la próxima cabra!