Capítulo 4

Nuestra querida nación apenas había cumplido los siete años de república cuando se hizo más grande gracias a un territorio pequeño. Pondicherry entró en la Unión India el 1 de noviembre de 1954. Un logro civil requería otro. Dispuso de una parte del Jardín Botánico de Pondicherry, libre de alquiler, para una oportunidad comercial emocionante y, voilá!, la India se hizo con un zoológico flamante, diseñado y dirigido según los principios más modernos y biológicamente apropiados.

Era un zoológico enorme, se extendía por incontables hectáreas, tan grande que se necesitaba un tren para explorarlo, aunque tengo que decir que se me hizo más pequeño a medida que me fui haciendo mayor, incluso el tren. Ahora es tan pequeño que me cabe en la cabeza. Tienes que imaginarte un lugar caluroso y húmedo, bañado por la luz del sol y colores brillantes. La profusión de las flores es incesante. Crecen en abundancia árboles, arbustos y plantas trepadoras: higueras, flamboyanes, llamas del bosque, algodones de seda roja, jacarandás, mangos y árboles del pan, entre otros muchos cuyos nombres ni siquiera conocerías si no fuera por las etiquetas esmeradas que hay colocadas a sus pies. Hay bancos, en estos bancos verás que hay hombres durmiendo, tumbados, o parejas sentadas, parejas jóvenes que se echan miradas furtivas y que agitan las manos en el aire, rozándose por casualidad. De repente, entre los árboles altos y delgados que hay un poco más adelante, reparas en las dos jirafas que te observan en silencio. No es la última de las sorpresas que te esperan. Tras un instante te sobresalta el arrebato furioso de una tropa de monos, superado sólo por los chillidos estridentes de pájaros extraños. Llegas a un torniquete y sin darte cuenta, pagas una pequeña cantidad de dinero. Sigues caminando. Ves una pared de poca altura. ¿Qué puede haber al otro lado de una pared de tan poca altura? Lo que no puede haber es un foso poco profundo con dos poderosos rinocerontes indios. Y mira por dónde, eso es precisamente lo que encuentras. Y cuando vuelves la cabeza ves que el elefante ya estaba allí, tan grande que ni siquiera advertiste su presencia. Y en el estanque lo que flota en el agua son hipopótamos. Cuanto más miras, más ves. ¡Has llegado a Zootown!

Antes de trasladarnos a Pondicherry, mi padre tenía un gran hotel en Madrás. Su interés perdurable en los animales lo llevó al negocio zoológico. Una transición natural, podrías creer, la de llevar un hotel a llevar un zoológico. Pues no. Por muchos motivos, llevar un zoológico es la pesadilla más temida del hotelero. Imagínate un sitio en el que los huéspedes nunca salen de sus habitaciones; no sólo esperan alojamiento sino pensión completa también; reciben un torrente continuo de invitados, algunos de los cuales son ruidosos y revoltosos. Hay que esperar a que decidan salir al balcón, por decirlo de alguna manera, para poder limpiarles la habitación, y entonces hay que esperar a que se cansen de la vista y vuelvan a sus habitaciones para poder limpiarles el balcón; y hay una cantidad interminable de limpieza, ya que los huéspedes son aún menos higiénicos que los alcohólicos. Cada uno de los huéspedes es muy tiquismiquis para la comida, todos se quejan del servicio y nunca, jamás dejan propina. Con toda franqueza, muchos de ellos son maníacos sexuales, es decir, o muy reprimidos y sujetos a explosiones de lascivia desenfrenada o abiertamente depravados. En cualquiera de los dos casos, ofenden con regularidad al empresariado con escándalos flagrantes de incesto y sexo libre. ¿Es ésta la clase de huéspedes que acogerías en tu posada? El zoológico de Pondicherry proporcionó algunas alegrías y muchos sinsabores al señor Santosh Patel, fundador, propietario, director, jefe de una plantilla de cincuenta y tres trabajadores, y mi padre.

Para mí era el paraíso sobre la tierra. Recuerdo la experiencia de haberme criado en un zoológico con gran cariño. Vivía a cuerpo de rey. ¿Qué hijo de maharajá tenía un jardín tan enorme y exuberante como el mío para jugar? ¿Qué palacio tenía semejante colección de animales salvajes? De pequeño, mi despertador era una manada de leones. No teníamos relojes suizos pero podíamos confiar en que los leones se pondrían a rugir a voz en grito entre las cinco y media y las seis de la mañana. El desayuno se veía interrumpido por los gritos y chillidos de los monos aulladores, las minas del Himalaya y las cacatúas moluqueñas. Salía hacia el colegio seguido de la mirada dulce no sólo de mi madre, sino de las nutrias de ojos vivarachos, de los bisontes americanos recios y de los orangutanes que todavía estaban desperezándose y bostezando a aquella hora. Tenía que ir mirando hacia arriba mientras corría por debajo de algunos de los árboles por si los pavos reales me excretaban en la cabeza. Mejor pasar por debajo de los árboles que cobijaban a grandes colonias de murciélagos frugívoros. A esa hora de la mañana, los murciélagos no estaban para asaltos, excepto algún concierto disonante de chillidos y parloteo. A la salida a veces me detenía delante del terrario para mirar las ranas de color verde brillante, o amarillo y azul intenso, o marrón y verde clarito. O quizás me llamaran la atención las aves: los flamencos rosas, los cisnes negros, los casuarios de Salavati; o tal vez algo más pequeño: las tortolitas diamantinas plateadas, los estorninos brillantes de hombros rojos, los inseparables de cuello rojo, las cotorras de cabeza negra, los pericos maoríes montañeses. Muy remota era la probabilidad de que se hubieran levantado y puesto en movimiento los elefantes, las focas, los felinos mayores o los osos, pero los babuinos, los macacos, los monos mangabey, los gibones, los ciervos, los tapires, las llamas, las jirafas y las mangostas sí que eran madrugadores. Cada mañana antes de salir por la puerta principal, siempre me quedaba con una última imagen que era corriente e inolvidable a la vez: una pirámide de tortugas; el morro iridiscente de un mandril; el silencio majestuoso de una jirafa; la boca obesa, abierta y amarilla de un hipopótamo; un guacamayo subiendo una alambrada con el pico y las garras; el aplauso de recibimiento del pico de un picozapato; el semblante senil y lascivo de un camello. Pero tenía que absorber todas estas riquezas rápidamente mientras salía corriendo rumbo a la escuela. Era al salir de clase cuando descubría sin prisas lo que se siente cuando tienes un elefante hurgando amistosamente entre la ropa en busca de un cacahuete, o cuando tienes un orangután registrándote la cabeza con la esperanza de encontrar una garrapata de aperitivo y el suspiro de decepción al darse cuenta de que tu cabeza es una despensa vacía. Ojalá pudiera transmitir la perfección de una foca cuando entra al agua, la de un mono araña cuando salta de una punta a la otra o simplemente la de un león cuando vuelve la cabeza. Pero las palabras zozobran en semejantes mares. Lo mejor es imaginártelo si quieres sentirlo.

En los zoológicos, igual que en la naturaleza, las mejores horas de visita son al amanecer y al atardecer. Es la hora en que los animales se animan. Se despiertan, salen de sus refugios y se acercan sigilosamente a la orilla del agua. Muestran sus vestiduras. Cantan sus canciones. Se vuelven los unos hacia los otros y practican sus ritos. Hay una gran recompensa para el ojo que observa y el oído que escucha. Durante más horas de las que podría contar fui testigo discreto de las expresiones de la vida más afectadas y diversas que honran a nuestro planeta. Es algo tan brillante, estrepitoso, extraño y delicado que puede incluso aturdirte los sentidos.

He oído casi tantas tonterías acerca de los zoológicos como acerca de Dios y la religión. Hay gente bienintencionada pero mal informada que piensa que los animales en libertad son «felices» porque son «libres». Estas personas suelen tener en mente un predador grande y majestuoso, un león o un guepardo (rara vez se exalta la vida de los ñúes o de los osos hormigueros). Se imaginan a un animal salvaje deambulado por la sabana, tomándose paseos digestivos tras comerse una presa que ha aceptado su suerte sin rechistar, haciendo calistenia para mantenerse en forma tras algún exceso. Se imaginan al animal supervisando a sus crías con orgullo y ternura, a la familia entera mirando la puesta del sol desde las ramas de un árbol y suspirando de placer. La vida del animal salvaje es sencilla, noble y trascendental, se imaginan. De repente, aparecen unos hombres malvados para cazarlo y encerrarlo en una jaula. Le trunca la «felicidad». Anhela volver a la «libertad» y hace todo lo posible por escapar. Privado de su «libertad», el animal se vuelve una sombra de lo que era, con el espíritu quebrantado. Al menos es lo que algunos se imaginan.

Pero no es así.

Los animales en libertad llevan una vida de compulsión y necesidad dentro de una jerarquía social implacable en un medio en el que abunda la provisión de miedo y escasea la provisión de comida, en el que hay que defender constantemente el territorio y aguantar los parásitos durante toda la vida. ¿Qué sentido tiene la vida en semejante contexto? Los animales en libertad, a efectos prácticos, no tienen libertad ni en el espacio ni en el tiempo ni en sus relaciones personales. En teoría, es decir, como simple posibilidad física, un animal podría recoger sus cosas y marcharse, desdeñando todas las convenciones sociales y los límites propios de su especie. Pero es menos probable que ocurra un acontecimiento como éste a que un miembro de nuestra propia especie, digamos, un comerciante con todos los vínculos habituales (la familia, los amigos, la sociedad), lo deje todo y se aleje de su vida provisto únicamente del cambio suelto que lleva en los bolsillos y con lo puesto. Si un hombre, el más valiente e inteligente de las criaturas, no se ve capaz de deambular de lugar en lugar, un extraño para todos, sin deber nada a nadie, ¿por qué lo iba a hacer un animal, que tiene un temperamento mucho más conservador? Pues así son los animales: conservadores, incluso reaccionarios. El cambio más insignificante puede disgustarlos. Quieren que las cosas estén justamente como ellos quieren, día tras día, mes tras mes. Las sorpresas les resultan muy desagradables. Es algo que se observa en sus relaciones espaciales. Un animal habita su espacio, sea en un zoológico o en su hábitat natural, del mismo modo que las piezas del ajedrez: de forma significativa. No hay más casualidad, ni «libertad», en el paradero de un lagarto, un oso o un ciervo que en la posición de un caballo en una tabla de ajedrez. Ambas cosas indican un proceder y una función. En su hábitat natural, los animales recorren los mismos caminos por las mismas razones apremiantes, estación tras estación. En un zoológico, si un animal no está en su lugar habitual y en la misma postura a la hora de siempre, algo querrá decir.

Quizá sólo refleje un pequeño cambio en su entorno. Puede ser que se haya sentido amenazado por una manguera enrollada que un cuidador se ha olvidado de guardar; que se haya formado un charco que molesta al animal; la sombra de una escalera abierta. Pero podría querer decir algo más. En el peor de los casos, podría ser aquello que más aterra a un director de zoológico: un síntoma, un presagio de los problemas por venir, un motivo para inspeccionar la boñiga, repreguntar al cuidador, llamar al veterinario. ¡Y todo porque una cigüeña no está en su lugar habitual!

Pero hay un aspecto de la cuestión en el que quisiera detenerme por un momento.

Si entraras en una casa, derribaras la puerta a patadas, echaras a los habitantes a la calle y dijeras: «¡Huid! ¡Ya sois libres! ¡Libres como los pájaros! ¡Huid! ¡Huid!», ¿crees que darían brincos y bailarían de alegría? Pues no. Los pájaros no son libres. La gente que acabas de desahuciar farfullaría con rabia: «¿Con qué derecho nos echas de aquí? Ésta es nuestra casa. La hemos comprado. Llevamos años viviendo aquí. Vamos a llamar a la policía, sinvergüenza».

¿No solemos decir «hogar, dulce hogar»? Sin duda alguna, los animales sienten lo mismo. Los animales son territoriales. Ahí está la clave de sus mentes. Sólo un territorio familiar les permitirá satisfacer los dos imperativos implacables de la naturaleza: eludir a sus enemigos y conseguir agua y comida. Un recinto biológicamente apropiado, sea una jaula, un foso, una isla rodeada de un foso, un corral, un terrario, una pajarera o un acuario, es otro territorio más, peculiar exclusivamente por su tamaño y su proximidad al territorio humano. Y es lógico que el espacio sea mucho más pequeño de lo que sería si el animal estuviera en su hábitat natural. Los territorios naturales no son grandes por cuestión de gusto, sino de necesidad. En un zoológico hacemos por los animales lo que hemos hecho para nosotros mismos en nuestras casas: reunimos en un espacio pequeño lo que la naturaleza ha extendido. Mientras que antes teníamos la cueva aquí, el río allá, las tierras de caza a dos kilómetros más hacia allá, la atalaya al lado, las frutas en otro sitio, y todo infestado de leones, serpientes, hormigas, sanguijuelas y hiedra venenosa, ahora el río nos sale de un grifo al alcance de la mano y podemos lavarnos al lado de donde dormimos, podemos comer donde hemos cocinado, podemos rodearlo todo con una pared protectora y mantenerlo limpio y calentito. Una casa no es más que un territorio comprimido en el que nuestras necesidades básicas se satisfacen de cerca y sin peligro. Un recinto apropiado en un zoológico es el equivalente para un animal (salvo la ausencia notable de una chimenea o algo por el estilo, presente en cada morada humana). Si el animal encuentra en él todo lo que requiere: una atalaya, un lugar para descansar, para comer y beber, para bañarse, para lamerse, etc., y no tiene la necesidad de ir a cazar porque la comida aparece seis días por semana, entonces tomará posesión de su espacio dentro del zoológico del mismo modo en que reivindicaría como propio un espacio nuevo en su hábitat natural, es decir, lo explorará y dejará las huellas características a su especie, como la orina quizá. Una vez ha realizado este ritual de mudanza y el animal se ha instalado, no se sentirá como un inquilino nervioso ni mucho menos como un prisionero, sino más bien como un terrateniente, y se comportará de la misma forma dentro de su recinto que si estuviera en su territorio natural, hasta el punto de defenderlo a brazo partido si se lo invadieran. Un recinto así no es subjetivamente mejor ni peor para un animal que sus condiciones en libertad; mientras satisfaga las necesidades del animal, un territorio, sea natural o construido, sencillamente es, sin juzgar, un hecho, igual que las manchas de un leopardo. Uno podría alegar que si un animal pudiera escoger con inteligencia, optaría por quedarse en el zoológico, dado que la diferencia más importante entre un zoológico y su hábitat natural es la falta de parásitos y enemigos y la abundancia de comida en el primero y su respectiva abundancia y escasez en el segundo. Piénsalo fríamente. ¿Qué preferirías? ¿Alojarte en el Ritz con servicio a las habitaciones gratis y acceso ilimitado a un médico o estar sin techo y sin nadie que se preocupe por ti? Lo que ocurre es que los animales son incapaces de semejantes discernimientos. Dentro de los límites de su naturaleza, se apañan con lo que tienen.

Un buen zoológico es un lugar de coincidencia cuidadosamente elaborada: cuando un animal nos dice «¡quédate fuera!» con orines u otras secreciones, nosotros le decimos «¡quédate dentro!» con las barreras. Bajo estas circunstancias de paz diplomática, los animales están contentos, nosotros podemos relajarnos, y todos podemos dedicarnos a observarnos mutuamente.

Entre el material publicado se encuentran legiones de ejemplos de animales que podrían haberse escapado y que no lo hicieron, o que sí lo hicieron, pero volvieron. Existe el caso de un chimpancé que viendo que no le habían cerrado bien la puerta de la jaula y que estaba abierta de par en par, se angustió tanto que se puso a gritar y a dar portazos una y otra vez con un estrépito ensordecedor hasta que el cuidador, advertido por un visitante, fue corriendo a solucionar el problema. Una manada de corzos en un zoológico europeo salió de su corral aprovechando que la verja estaba abierta. Asustados por los visitantes, los corzos huyeron, yendo a parar a un bosque cercano, que ya tenía su propia manada de corzos en la que podrían haberse incorporado. Sin embargo, los corzos del zoológico volvieron rápidamente a su corral. En otro zoológico, un obrero que iba hacia la obra a primera hora de la mañana con unas tablas de madera vio horrorizado cómo un oso salía de la niebla y venía hacia él con aire resuelto. El hombre dejó caer todas las tablas al suelo y puso pies en polvorosa. Los empleados del zoológico salieron a buscar el oso fugitivo de inmediato. Lo encontraron de vuelta en su recinto. Había bajado por donde había subido, por un árbol que se había caído. Se pensó que el ruido de las tablas al caerse al suelo lo había asustado.

Pero no quiero insistir más en el tema. No pretendo defender a los zoológicos. Como si los cierran todos (esperemos que lo que queda de fauna pueda sobrevivir en el mundo natural que todavía no ha sido destrozado). Soy consciente de que los zoológicos ya no están bien vistos. La religión tiene que hacer frente al mismo problema. Los dos están plagados de ciertas ilusiones referentes a la libertad.

El zoológico de Pondicherry ya no existe. Han llenado los fosos y han derribado las jaulas. Ahora lo exploro en el único sitio que conservo para hacerlo: mi memoria.