Capítulo 1

Mi sufrimiento me dejó triste y abatido.

El estudio académico y la práctica constante y reflexiva de la religión me devolvieron la vida. Todavía mantengo lo que alguna gente consideraría mis extrañas prácticas religiosas. Después de un año de educación secundaria, fui a la Universidad de Toronto y obtuve una doble licenciatura. Me especialicé en religión y zoología. En el cuarto curso, hice la tesis de religión sobre ciertos aspectos de la teoría de la cosmogonía de Isaac Luria, el gran cabalista de Safed que vivió en el siglo XVI. La tesis de zoología consistió en un análisis funcional de la glándula tiroidea del perezoso de tres dedos. Elegí el perezoso porque su comportamiento tranquilo, silencioso e introspectivo me ayudó a aliviar mi ser destrozado.

Hay perezosos de dos dedos y hay perezosos de tres dedos. Esto se determina a partir de las patas delanteras del animal, dado que todos los perezosos tienen tres garras en las patas traseras. Tuve la gran suerte de pasar un verano estudiando el perezoso de tres dedos in situ en las selvas ecuatoriales de Brasil. Es un animal sumamente fascinante. Su única costumbre verdadera es la indolencia. Duerme o descansa un promedio de veinte horas al día. Nuestro equipo comprobó los hábitos de sueño de cinco perezosos de tres dedos salvajes, colocándoles en la cabeza, por la noche cuando ya se habían dormido, unos platos de plástico rojo chillón llenos de agua. Los encontramos en la misma posición a última hora de la mañana siguiente con los platos rebosantes de insectos. Con la puesta del sol, el perezoso se vuelve más activo, aunque hay que entender «activo» en el sentido más relajado de la palabra. Recorre la rama de un árbol en su posición característica de estar al revés a una velocidad de aproximadamente cuatrocientos metros por hora. En el suelo, cuando está motivado, se arrastra hasta el árbol más cercano a unos doscientos cincuenta metros por hora, es decir, cuatrocientas cuarenta veces más despacio que un guepardo motivado. Cuando no está motivado, se desplaza a unos cuatro o cinco metros por hora.

El perezoso de tres dedos no está bien informado sobre el mundo exterior. En una escala del 2 al 10, en la que el 2 representa una torpeza insólita y el 10, una agudeza extremada, Beebe (1926) otorgó un 2 a los sentidos del gusto, el tacto, la vista y el oído de los perezosos. El sentido del olfato se ganó un 3. Si te topas con un perezoso en su hábitat natural, normalmente podrás despertarlo con dos o tres codazos. Luego mirará medio dormido en todas las direcciones menos la tuya. Se desconoce por qué mira a su alrededor ya que el perezoso lo ve todo borroso. En cuanto al sentido del oído, no es que el perezoso sea sordo, sino indiferente ante los sonidos. Beebe descubrió que los disparos de una pistola al lado de un perezoso que duerme o come provocan poca reacción. Y tampoco hay que sobreestimar el sentido ligeramente más agudo del olfato. Según parece, son capaces de oler y evitar las ramas podridas, pero Bullock (1968) comprobó que los perezosos se caen «a menudo» al suelo agarrados a ramas podridas.

Y cómo sobrevive, te preguntarás.

Pues precisamente porque es tan lento. La somnolencia y la pereza lo mantienen alejado del peligro, de la atención de los jaguares, de los ocelotes, de las arpías mayores y de las anacondas. El pelo de los perezosos alberga un alga que pasa de un color marrón durante la estación seca a un color verde durante la lluviosa, de modo que el animal armoniza con el musgo y el follaje que le rodea y parece un nido de hormigas blancas o de ardillas, o sencillamente algo que podría ser parte de un árbol.

El perezoso de tres dedos lleva una vida tranquila y vegetariana en perfecta armonía con su entorno. «Siempre lleva una sonrisa bondadosa en los labios», dijo Tirler (1966). Yo he visto esa sonrisa con mis propios ojos. No soy partidario de proyectar características y emociones humanas en los animales, pero en muchas ocasiones durante mi estancia en Brasil, miré hacia arriba a los perezosos en reposo y me sentí como si estuviera en presencia de unos yoguis colgados cabeza abajo y sumidos en la meditación, o de unos ermitaños abstraídos en sus oraciones, seres sabios cuyas vidas intensas e imaginativas estaban fuera del alcance de mis investigaciones científicas.

A veces mis carreras me confundían. Algunos de mis compañeros de religión (agnósticos desorientados, incapaces de ver la luz, esclavos de la razón, esa pirita de hierro para los listos) me recordaban al perezoso de tres dedos mientras que éste, un ejemplo tan bello del milagro de la vida, me recordaba a Dios.

Nunca tuve problemas con mis compañeros científicos. Los científicos son gente simpática, atea, trabajadora, amante de la cerveza, que sólo piensa en el sexo, el ajedrez y el béisbol, cuando no está pensando en la ciencia.

Fui muy buen estudiante, modestia aparte. Fui el primero en Saint Michael's College durante cuatro años consecutivos. Obtuve todos los premios posibles del Departamento de Zoología. Y si no obtuve ninguno del Departamento de Religión, es sencillamente porque no existen premios para estudiantes en este departamento (ya se sabe, las recompensas de estudiar religión no están en manos de los mortales). Hubiese recibido la Medalla Académica del Gobernador, el premio más distinguido para los estudiantes de la Universidad de Toronto, que ha caído en manos de no pocos canadienses ilustres, si no fuera por un chico de tez rosácea, devorador de ternera, con el cuello como el tronco de un árbol y un temperamento de una jovialidad insoportable.

Todavía me hiere un poco aquel acto de desprecio. Cuando has sufrido mucho en la vida, cada dolor adicional es tan intolerable como insignificante. Mi vida es como un cuadro memento mori del arte europeo: siempre aparece una calavera sonriente a mi lado para que nunca me olvide de la locura de la ambición humana. Yo me burlo de la calavera. La miro y le digo: «Te has equivocado de hombre. Tú quizás no creas en la vida, pero yo no creo en la muerte. ¡Aire!». La calavera se ríe y se me acerca todavía más, pero tampoco me sorprende. La razón por la que la muerte se aferra tanto a la vida no tiene nada que ver con una necesidad biológica; lo hace por envidia pura. La vida es tan bella que la muerte se ha enamorado de ella, un amor celoso y posesivo que agarra todo cuanto puede. Pero la vida salta por encima de la muerte con facilidad y en el fondo, lo poco que pierde carece de importancia —como el cuerpo, por ejemplo— y la melancolía no es más que la sombra de una nube pasajera. El chico de tez rosácea también obtuvo luz verde del comité de becas de Rhodes. Lo adoro y espero que su temporada en Oxford fuera una experiencia rica. Si Lakshmi, la diosa de la riqueza, me favorece pródigamente un día, Oxford es la quinta en mi lista de ciudades que quisiera visitar antes de fallecer, después de La Meca, Varanasi, Jerusalén y París.

No tengo nada que decir acerca de mi vida laboral, sólo que una corbata no es más que una soga, y por muy invertida que esté, acabará por colgar a un hombre si se descuida.

Me encanta Canadá. Añoro el calor de la India, la comida, las lagartijas en las paredes de las casas, los musicales del celuloide, las vacas deambulando por las calles, los graznidos de los cuervos, incluso las discusiones sobre los partidos de criquet, pero me encanta Canadá. Es un gran país en el que el frío te quita el tino y que está habitado por gente compasiva, inteligente y con peinados horrorosos. De todos modos, ya no me espera nada en Pondicherry.

Richard Parker nunca me ha dejado del todo. Jamás lo he olvidado. ¿Me atrevería a decir que le echo de menos? Pues sí, lo echo de menos. Me sigue apareciendo en sueños. En realidad, casi siempre son pesadillas, pesadillas moteadas de amor. Así es el enigma del corazón humano. Nunca he comprendido cómo pudo abandonarme de aquella forma tan poco ceremoniosa, sin tan siquiera un adiós, sin siquiera mirar atrás ni una sola vez. Es un dolor que me parte el alma como un hacha.

Los médicos y las enfermeras del hospital en México fueron increíblemente amables conmigo. Y los pacientes también; fueran víctimas de cáncer o de accidentes de coche, una vez se hubieran enterado de mi historia, venían renqueando o en silla de ruedas hasta mi cama, ellos y sus familias, aunque ninguno de ellos supiera ni una palabra de inglés ni yo de español. Me sonreían, me cogían de la mano, me acariciaban la cabeza, dejando obsequios de ropa y comida encima de la cama. Me indujeron a ataques de risa y de llanto incontrolables.

Conseguí ponerme de pie al cabo de un par de días, incluso di dos o tres pasos a pesar de las náuseas, el mareo y la debilidad general. Los análisis de sangre revelaron que estaba anémico, que tenía el nivel de sodio muy alto y el de potasio muy bajo. Mi cuerpo retenía líquidos y las piernas se me hincharon de forma asombrosa. Parecía como si me hubieran injertado unas patas de elefante. La orina me salía de color amarillo oscuro, casi marrón. Después de más o menos una semana, empecé a caminar con normalidad y podía ponerme zapatos sin acordonar. Las heridas se cerraron, aunque todavía tengo cicatrices en la espalda y en los hombros.

La primera vez que abrí un grifo, el ruido, el derroche y la superabundancia del chorro me impresionó tanto que me fallaron las piernas y me desmayé en los brazos de una enfermera.

Más adelante fui a un restaurante indio en Canadá y comí con los dedos. El camarero me miró con desdén y dijo, «¿Qué? Recién salido del barco, ¿verdad?». Palidecí. Mis dedos, que segundos atrás habían sido papilas gustativas para saborear la comida antes de llevármela a la boca, se volvieron sucios ante su mirada. Se paralizaron como criminales sorprendidos infraganti. No me atreví ni a lamerlos. Los limpié en la servilleta como un transgresor. No tuvo ni idea de cuánto me hirieron sus palabras. Me atravesaron la piel como clavos. Cogí el cuchillo y el tenedor. Apenas sabía usar semejantes instrumentos. Me temblaban las manos. La comida había perdido todo su sabor.