Eduard y Veronika escogieron el restaurante más caro de Ljubljana, pidieron los mejores platos y se embriagaron con tres botellas de vino de la cosecha del 88, una de las mejores del siglo. Durante la cena no hablaron ni una sola vez de Villete ni en pasado ni en futuro.
—Me gustó la historia de la serpiente —decía él, volviendo a llenar su vaso por enésima vez—. Pero tu abuela era muy vieja, no sabía interpretarla.
—¡Respeta a mi abuela! —gritaba Veronika, ya borracha, haciendo que todos en el restaurante se girasen a mirarla.
—¡Un brindis por la abuela de esta chica! —dijo Eduard, levantándose—. ¡Un brindis por la abuela de esta loca que tengo delante y que debe de haberse escapado de Villete!
Las personas volvieron a concentrar su atención en sus platos, fingiendo que nada de aquello estaba sucediendo.
—¡Un brindis por mi abuela! —insistió Veronika.
El dueño del restaurante se acercó a su mesa.
—Por favor, compórtense, hablen bajo.
Ellos se quedaron algo más calmados por algunos instantes pero pronto volvieron a hablar alto, a decir cosas sin sentido y a actuar de manera inconveniente. El dueño del restaurante volvió otra vez a la mesa y les dijo que no se preocuparan por pagar la cuenta pero que tenían que salir de allí en ese mismo momento.
—¡Nos vamos a ahorrar el dinero gastado en estos vinos carísimos! —brindó Eduard—. Es hora de salir de aquí antes de que este hombre cambie de idea.
Pero el hombre no iba a cambiar de idea. Ya estaba retirando la silla de Veronika con un gesto aparentemente cortés, pero cuyo verdadero sentido era ayudarla a levantarse lo más de prisa posible.
Caminaron hasta la pequeña plaza ubicada en el centro de la ciudad. Veronika miró desde allí su habitación del convento y la embriaguez se pasó por un instante. Volvió a acordarse de que estaba a punto de morir.
—¡Compra más vino! —le pidió a Eduard.
Había un bar allí cerca. Eduard trajo dos botellas, los dos se sentaron y continuaron bebiendo.
—¿Qué es lo que está equivocado en la interpretación de mi abuela? —inquirió Veronika.
Eduard estaba tan borracho que tuvo que hacer un gran esfuerzo para acordarse de lo que había dicho en el restaurante. Pero lo consiguió.
—Tu abuela dijo que la mujer estaba pisando aquella serpiente porque el amor tiene que dominar al Bien y al Mal. Es una bonita y romántica interpretación, pero no es nada de eso: porque yo ya conocía esta imagen; ella es una de las visiones del Paraíso que proyectaba pintar Yo ya me había preguntado por qué siempre retrataban a la Virgen de esta manera.
—¿Por qué?
—Porque la Virgen, la energía femenina, es la gran dominadora de la serpiente, que significa sabiduría. Si te fijas en el anillo del doctor Igor, verás que tiene el símbolo de los médicos: dos serpientes enrolladas en un bastón. El amor está por encima de la sabiduría, como la Virgen está sobre la serpiente. Para ella, todo es Inspiración. Ella no se pone a juzgar el bien ni el mal.
—¿Sabes otra cosa? —dijo Veronika—. A la Virgen nunca le importó lo que los otros pensaran. Imagínate tener que explicar a todo el mundo la historia del Espíritu Santo. Ella no explicó nada, sólo dijo: «Pasó así». ¿Sabes qué deben de haber dicho los otros?
—¡Claro que lo sé! ¡Que estaba loca!
Los dos rieron. Veronika levantó el vaso.
—Felicitaciones. Deberías pintar esas visiones del Paraíso en vez de estar hablando.
—Empezaré por ti —respondió Eduard.
Al lado de la pequeña plaza se levanta una pequeña colina. Encima de ella se encuentra emplazado un pequeño castillo. Entre exclamaciones y risas, Veronika y Eduard ascendieron por el empinado sendero que conduce a la fortificación, mientras resbalaban en el hielo y se quejaban de su cansancio.
Al lado del castillo hay una grúa gigantesca de color amarillo. A quien va a Ljubljana por primera vez, aquella grúa le da la impresión de que están reformando el castillo y que en breve será completamente restaurado. Los habitantes de la ciudad, sin embargo, saben que la grúa lleva allí muchos años, aunque nadie sepa la verdadera razón. Veronika le contó a Eduard que cuando se pide a los niños de un jardín de infancia que dibujen el castillo de Ljubljana, ellos siempre incluyen la grúa en el dibujo.
—Además, la grúa siempre se ve mejor conservada que el castillo.
Eduard se rio.
—Deberías estar muerta —comentó, aún bajo el efecto del alcohol pero denotando cierto temor en la voz—. No me explico cómo tu corazón ha podido soportar esta subida.
Veronika le dio un prolongado beso.
—Mira bien mi rostro —le dijo—. Guárdalo con los ojos de tu alma para que puedas reproducirlo algún día. Si quieres empieza por él, pero vuelve a pintar. Ésta es mi última petición. ¿Tú crees en Dios?
—Sí, creo.
—Entonces vas a jurar, por el Dios en el que crees, que me pintarás.
—Lo juro.
—Y que, después de pintarme, continuarás pintando.
—No sé si puedo jurar eso.
—Puedes. Y voy a decirte más: gracias por haber dado un sentido a mi vida. Yo vine a este mundo para pasar todo lo que pasé, intentar el suicidio, destruir mi corazón, encontrarte, subir a este castillo y dejar que tú grabases mi rostro en tu alma. Ésta es la única razón por la cual yo vine al mundo; hacer que tú retomases el camino que interrumpiste. ¡No hagas que yo sienta que mi vida fue inútil!
—Quizás sea demasiado pronto o demasiado tarde, y, sin embargo, de la misma forma que tú lo has hecho conmigo, yo quiero decir que te amo. No necesitas creerme, quizás sea una tontería, una fantasía mía.
Veronika abrazó a Eduard y pidió al Dios en quien no creía que se la llevara en aquel momento.
Cerró los ojos y sintió que él hacía lo mismo. Y el sueño vino, profundo, sin sueños. La muerte era dulce, olía a vino y acariciaba sus cabellos.