Cuando la Fraternidad se reunió después de la cena, un miembro del grupo difundió la noticia: Mari no había ido al cine, sino que se había ido para no volver nunca y les había dejado una nota.
Nadie pareció conceder mucha importancia al hecho: ella siempre les había parecido diferente, demasiado loca, incapaz de adaptarse a la situación ideal en que todos vivían allí.
—Mari nunca entendió lo felices que somos —comentó uno—. Tenemos amigos con afinidades comunes, seguimos una rutina, de vez en cuando salimos juntos para un programa, convidamos a conferenciantes para hablar de asuntos importantes, debatimos sus ideas. Nuestra vida ha alcanzado el perfecto equilibrio, cosa que a tanta gente de allá afuera le encantaría tener.
—Sin contar el hecho de que en Villete estamos protegidos contra el desempleo, las consecuencias de la guerra en Bosnia, los problemas económicos, la violencia… —comentó otro—. Hemos encontrado la armonía.
—Mari me confió una carta —dijo el que había dado la noticia, mostrando un sobre cerrado—. Me pidió que la leyese en voz alta, como si quisiera despedirse de todos nosotros.
El mayor de todos abrió el sobre e hizo lo que Mari pedía. Quiso suspender la lectura a la mitad, pero ya era demasiado tarde y llegó hasta el final.
Cuando yo aún era joven y ejercía la profesión de abogada, leí cierta vez a un poeta inglés, y una frase de él me impactó mucho: «Sed como la fuente que se derrama y no como el tanque que siempre contiene la misma agua». Siempre pensé que él estaba equivocado: era peligroso derramarse porque podemos terminar inundando zonas donde viven personas queridas, y ahogarlas con nuestro amor y nuestro entusiasmo. Entonces, procuré comportarme toda la vida como un tanque, nunca yendo más allá de los límites de mis paredes interiores.
Sucede que por alguna razón que nunca entenderé, padecí el síndrome del pánico. Me transformé en exactamente aquello que había luchado tanto por evitar: en una fuente que se derramó e inundó todo a mi alrededor. El resultado de eso fue mi internamiento en Villete.
Después de curada volví al tanque y os conocí. Os estoy agradecida por la amistad, el cariño y tantos momentos felices que me habéis dispensado. Vivimos juntos como peces en un acuario, felices porque alguien nos echaba comida a la hora exacta y podíamos, siempre que deseábamos, ver el mundo exterior a través del vidrio.
Pero ayer, por causa de un piano y de una mujer que ya debe de estar muerta hoy, descubrí algo muy importante: que la vida aquí dentro era exactamente igual a la vida allá afuera. Tanto allá como aquí las personas se reúnen en grupos, levantan sus muros y no dejan que nada extraño pueda perturbar sus mediocres existencias. Hacen cosas porque están acostumbradas a hacerlas, estudian asuntos inútiles, se divierten porque están obligadas a divertirse, y que el resto del mundo reviente y se las arregle por sí mismo. Como máximo contemplan (como nosotros lo hicimos tantas veces juntos) el noticiario de la televisión, sólo para tener la confirmación de lo felices que son en un mundo lleno de problemas e injusticias.
O sea: la vida de la Fraternidad es exactamente igual a la vida de casi todo el mundo en el exterior: todos evitando saber lo que se encuentra más allá de las paredes de vidrio del acuario. Durante mucho tiempo eso fue reconfortante y útil. Pero la gente cambia, y ahora voy a la búsqueda de la aventura, a pesar de tener sesenta y cinco años y ser consciente de las muchas limitaciones que esta edad me impone. Me voy a Bosnia: hay gente que me espera allí, aunque no me conozca y yo tampoco la conozca. Pero sé que soy útil, y que el riesgo de una aventura vale mil días de bienestar y confort.
Cuando acabó la lectura de la carta, los miembros de la Fraternidad se fueron a sus respectivos cuartos y enfermerías, diciéndose para sus adentros que ella había enloquecido definitivamente.