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Cuando Eduard acabó de contar su historia ya era de noche y los dos temblaban de frío.

—Vamos a entrar —dijo él—. Ya están sirviendo la cena.

—Cuando era pequeña, siempre que iba a visitar a mi abuela me quedaba contemplando un cuadro que tenía en la pared de su sala. Era una mujer, Nuestra Señora, como dicen los católicos, encima del mundo, con las manos abiertas hacia la Tierra, desde donde descendían rayos.

»Lo que más me intrigaba de ese cuadro es que aquella señora estaba pisando una serpiente viva. Entonces pregunté a mi abuela: «¿No tiene miedo de la serpiente? ¿No piensa que le va a morder el pie y matarla con su veneno?».

»Mi abuela me dijo: «La serpiente trajo el Bien y el Mal a la Tierra, como dice la Biblia. Y ella controla el Bien y el Mal con su amor».

—¿Y eso qué tiene que ver con mi historia?

—Cuando te conocí hace una semana, habría sido muy pronto para decir «te amo». Como seguramente no pasaré de esta noche, será también demasiado tarde para decirlo. Pero la gran locura del hombre y de la mujer es exactamente ésta: el amor.

»Tú me has contado una historia de amor Creo que, sinceramente, tus padres querían lo mejor para ti y fue este amor lo que casi destruyó tu vida. Si la Señora, en el cuadro de mi abuela, estaba pisando a la serpiente, eso significaba que ese amor tenía dos caras.

—Entiendo lo que dices —comentó Eduard—. Yo provoqué el electroshock porque tú me dejas confuso. No sé lo que siento; el amor ya me desquició una vez.

—No tengas miedo. Hoy yo había pedido al doctor Igor que me permitiera salir de aquí y escoger el lugar donde pudiera cerrar los ojos para siempre. Sin embargo, cuando te vi reducido por los enfermeros entendí cuál era la imagen que quería estar contemplando cuando partiese de este mundo: tu rostro. Y decidí no irme.

»Mientras estabas durmiendo por el efecto del electroshock yo tuve otro ataque, y pensé que había llegado mi hora. Contemplé tu rostro, intenté adivinar tu historia y me preparé para morir feliz. Pero la muerte no vino, mi corazón aguantó una vez más, quizás porque soy joven.

Él bajó la cabeza.

—No te avergüences de ser amado. No estoy pidiendo nada, sólo que me dejes quererte y tocar el piano una noche más, si es que aún tengo fuerzas para eso.

»A cambio sólo te pido una cosa: si oyes a alguien comentar que me estoy muriendo, ve a la enfermería. Déjame realizar mi deseo.

Eduard se calló y permaneció en silencio durante un tiempo prolongado; Veronika pensó que tal vez hubiera retornado a su mundo para no volver demasiado pronto.

Finalmente, el joven miró a las montañas que surgían tras los muros de Villete y dijo:

—Si quieres salir, yo te conduciré allá afuera. Dame sólo el tiempo que precise para recoger los abrigos y algún dinero, y en seguida nos iremos los dos.

—No durará mucho, Eduard. Tú lo sabes.

Eduard no respondió. Entró y volvió rápidamente con los abrigos.

—Durará una eternidad, Veronika. Más que todos los días y noches iguales que pasé aquí, intentando siempre olvidar las visiones del Paraíso. Casi las olvidé, pero parece que están volviendo.

»¡Vámonos! Los locos hacen locuras.