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Cuando Eduard abrió los ojos, la chica todavía estaba allí. En sus primeras sesiones de electroshock pasaba mucho tiempo intentando acordarse de lo que había sucedido; al fin y al cabo, éste era precisamente el efecto terapéutico que se proponía aquel tratamiento: provocar una amnesia parcial de forma que el enfermo olvidase el problema que lo afligía y permitir que se tranquilizara.

Sin embargo, a medida que los electroshocks se le aplicaban con mayor frecuencia, sus efectos ya no duraban tanto tiempo; pronto identificó a la chica.

—Hablaste de las visiones del Paraíso mientras dormías —comentó ella, pasando la mano por sus cabellos.

¿Visiones del Paraíso? Sí, visiones del Paraíso. Eduard la miró. Quería contarle todo.

En aquel momento, sin embargo, la enfermera entró con una jeringa en la mano.

—Tengo que ponérsela ahora —le dijo a Veronika—. Órdenes del doctor Igor.

—Ya me aplicaron una hoy; no voy a dejarme poner otra —reclamó ella—. Tampoco me interesa irme de aquí. No voy a obedecer ninguna orden, ninguna regla, nada que me quieran obligar a hacer.

La enfermera parecía acostumbrada a este tipo de reacciones.

—Entonces, sintiéndolo mucho, tendremos que doparla.

—Tengo que hablar contigo —le dijo Eduard—. Deja que te ponga la inyección.

Veronika levantó la manga del jersey y la enfermera se la aplicó.

—Buena chica —comentó—. ¿Por qué no salen de esta enfermería lúgubre y van a pasear un poco por allí afuera?

—Estás avergonzada por lo que pasó anoche —dijo Eduard mientras caminaban por el jardín.

—Lo estuve. Ahora estoy orgullosa. Quiero saber acerca de las visiones del Paraíso, porque estuve muy cerca de una de ellas.

—Tengo que mirar más lejos, detrás de los edificios de Villete —dijo él.

—Hazlo.

Eduard miró hacia atrás, no a las paredes de las enfermerías o al jardín donde los internos caminaban en silencio, sino a una calle en otro continente, en una tierra donde llovía mucho o no llovía nada.