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El día estaba siendo agotador, pero muy gratificante. El doctor Igor procuraba mantener la flema y la indiferencia propias de un científico, pero apenas conseguía controlar su entusiasmo: los tests para la cura del envenenamiento por vitriolo estaban dando resultados sorprendentes.

—Usted no tiene entrevista concertada para hoy —le dijo a Mari, que había entrado sin llamar a la puerta.

—No lo entretendré mucho. En verdad, me gustaría solamente pedirle una opinión.

«Hoy todos están queriendo solamente una opinión», pensó el doctor Igor, acordándose de la chica y su pregunta referente al sexo.

—Eduard acaba de recibir un shock eléctrico.

—Terapia electroconvulsiva, por favor. Use el nombre correcto o va a parecer que somos un grupo de bárbaros. —El doctor Igor había conseguido disimular su sorpresa, pero después pensaba averiguar quién había decidido aquello—. Y si quiere conocer mi opinión sobre el asunto, debo aclararle que la TEC no se aplica hoy como se hacía antiguamente.

—Pero es peligrosa.

—Antes era muy peligrosa; no se sabía el voltaje exacto ni el lugar adecuado para colocar los electrodos, y mucha gente murió de derrame cerebral durante el tratamiento. Pero las cosas han cambiado: hoy en día la TEC se vuelve a utilizar con mucha mayor precisión técnica y tiene la ventaja de provocar amnesia rápida, evitando la intoxicación química por uso prolongado de medicamentos. Lea algunas revistas psiquiátricas, por favor, y no confunda la TEC con los shocks eléctricos de los torturadores sudamericanos.

»Listo. La opinión pedida ya está dada. Ahora tengo que volver al trabajo.

Pero Mari no se movió.

—No fue eso lo que vine a preguntar. En verdad lo que quiero saber es si puedo irme de aquí.

—Usted sale cuando quiere y vuelve porque así lo desea, y porque su marido aún tiene dinero para mantenerla en un lugar caro como éste. Tal vez usted debiera preguntarme: «¿Estoy curada?». Y mi respuesta es otra pregunta: «¿Curada de qué?». Usted dirá: «Curada de mi miedo, del síndrome de pánico». Y yo le responderé: «Bien, Mari, hace tres años que usted ya no sufre de eso».

—Entonces estoy curada.

—Claro que no. Su enfermedad no es ésa. En la tesis que estoy escribiendo para presentar ante la Academia de Ciencias de Eslovenia —el doctor Igor no quería entrar en detalles sobre el vitriolo— procuro estudiar el comportamiento humano llamado «normal». Muchos médicos antes que yo ya hicieron ese estudio, llegando a la conclusión de que la normalidad es apenas una cuestión de consenso; o sea, si mucha gente piensa que una cosa está bien, es correcta, entonces esa cosa pasa a estar bien y ser correcta.

»Existen muchas cosas que son gobernadas por el sentido común humano: colocar los botones en la parte de delante de una camisa es una cuestión lógica, ya que sería muy difícil abotonarlos al lado, e imposible si estuviesen detrás.

»Otras cosas, sin embargo, se van imponiendo porque cada vez más gente piensa que tienen que ser así. Le daré dos ejemplos: ¿usted ya se preguntó por qué las letras de un teclado de máquina de escribir están colocadas en ese orden?

—Nunca me lo pregunté.

—Llamemos QWERTY a ese teclado, ya que las letras de la primera línea están dispuestas así. Yo me pregunté el porqué de eso, y encontré la respuesta: la primera máquina fue inventada por Christopher Scholes, en 1873, con el fin de mejorar la caligrafía. Pero presentaba un problema: si la persona tecleaba con mucha velocidad, los tipos se entrechocaban y trababan la máquina. Entonces Scholes diseñó el teclado QWERTY, que obligaba a los usuarios a escribir con mayor lentitud.

—No me lo puedo creer.

—Pero es verdad. Sucede que la Remington, que en aquella época fabricaba máquinas de coser, implantó el teclado QWERTY en sus primeras máquinas de escribir Lo que significa que más personas fueron obligadas a aprender ese sistema, y más compañías pasaron a fabricar estos teclados, hasta que se convirtió en el único modelo existente. Repito: el teclado de las máquinas y de los ordenadores fue diseñado para que se mecanografiase más lentamente, y no más rápido, ¿comprende? Intente cambiar las letras de lugar y no encontrará un comprador para su producto.

La primera vez que vio un teclado Mari se había preguntado por qué no estarían las letras en orden alfabético, pero nunca más se había vuelto a formular la pregunta pues pensó que aquél sería el mejor diseño para que las personas mecanografiasen más rápido.

—¿Conoce usted Florencia? —preguntó el doctor Igor.

—No.

—Debería conocerla; no está muy lejos y allí está mi segundo ejemplo. En la catedral de Florencia hay un reloj bellísimo, diseñado por Paolo Uccello en 1443. Sucede que este reloj tiene una curiosidad: aunque marque las horas, como todos los otros, las agujas se mueven en sentido contrario al que estamos acostumbrados.

—¿Y eso qué tiene que ver con mi enfermedad?

—Ya llegaremos. Paolo Uccello, al crear este reloj, no estaba intentando ser original; en verdad en aquel momento había varios relojes así, y otros con las agujas avanzando en el sentido que hoy conocemos. Por alguna razón desconocida, tal vez porque el Duque tenía un reloj con las agujas andando en el sentido que hoy conocemos como «correcto», éste terminó imponiéndose como único sentido, y el reloj de Uccello pasó a ser una aberración, una locura.

El doctor Igor hizo una pausa. Pero sabía que Mari estaba siguiendo bien su razonamiento.

—Entonces, vayamos a su enfermedad: cada ser humano es único, con sus propias cualidades, instintos, formas de placer, búsqueda de aventura. Pero la sociedad termina imponiendo una manera colectiva de actuar, y las personas no se detienen para preguntarse por qué es necesario que se comporten así. Se limitan a aceptarlo, como los dactilógrafos aceptaron el hecho de que el QWERTY era el mejor teclado posible. ¿Conoció usted a alguien, en toda su vida, que se haya preguntado por qué las agujas del reloj van en una dirección y no en sentido contrario?

—No.

—Si alguien lo preguntase, probablemente le dirían: ¡usted está loco! Si insistiera en la pregunta, los interpelados intentarían encontrar una razón, pero pronto tratarían de cambiar de tema, porque no hay razón alguna aparte de la que le expliqué.

»Ahora vuelvo a su pregunta. Repítala.

—¿Estoy curada?

—No. Usted es una persona diferente, queriendo ser igual. Y esto, desde mi punto de vista, es considerado una enfermedad grave.

—¿Es grave ser diferente?

—Es grave forzarse a ser igual: provoca neurosis, psicosis, paranoia. Es grave querer ser igual porque eso es forzar a la naturaleza e ir contra las leyes de Dios, que en todos los bosques y selvas del mundo no creó una sola hoja igual a otra. Pero usted considera una locura ser diferente, y por eso escogió Villete para vivir. Porque aquí, como todos son diferentes, usted pasa a ser igual que todo el mundo. ¿Lo ha entendido?

Mari hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Por no tener el valor de ser diferentes, las personas van contra la naturaleza y el organismo comienza a producir vitriolo, o amargura, como vulgarmente se conoce a ese veneno.

—¿Qué es el vitriolo?

El doctor Igor se dio cuenta de que se había entusiasmado demasiado y decidió cambiar de tema.

—No importa lo que sea el vitriolo. Lo que quiero decir es lo siguiente: todo indica que usted no está curada.

Mari tenía años de experiencia en los tribunales y resolvió ponerlos en práctica allí mismo. La primera táctica era fingir que estaba de acuerdo con el oponente para en seguida enredarlo en otro raciocinio.

—Estoy de acuerdo con usted. Yo vine aquí por un motivo muy concreto, el síndrome del pánico, y terminé quedándome por un motivo muy abstracto: la incapacidad de encarar una vida diferente, sin empleo y sin marido. Concuerdo con usted: yo había perdido la voluntad de empezar una vida nueva, a la cual tendría que acostumbrarme. Y voy más lejos aún: concuerdo que en un manicomio, aún con los electroshocks, perdón, la TEC, como usted prefiere, los horarios y los ataques de histeria de algunos internos, las reglas son más fáciles de sobrellevar que las leyes de un mundo que, como usted dice, hace todo para ser igual.

»Sucede que, anoche, oí a una mujer tocar el piano. Ella tocó magistralmente, como pocas veces había oído en mi vida. Mientras escuchaba la música, pensaba en todos aquellos que sufrieron para componer aquellas sonatas, preludios y adagios; en la incomprensión que padecieron cuando dieron a conocer sus obras, diferentes, a los que mandaban en el mundo de la música; en la dificultad y humillación de conseguir a alguien que financiase una orquesta; en los silbidos y protestas que pudieron recibir por parte de un público que no estaba acostumbrado a escuchar esas armonías.

»Y, lo que es peor, pensaba: no sólo esos compositores sufrieron sino esa joven que los está interpretando con tanta emoción, porque sabe que va a morir ¿Y yo, no voy a morir también? ¿Dónde he dejado mi alma, para poder tocar la música de mi vida con el mismo entusiasmo?

El doctor Igor escuchaba en silencio. Al parecer, todo lo que había pensado estaba dando resultado, pero aún era pronto para estar seguro.

—¿Dónde dejé mi alma? —preguntó otra vez Mari—. En mi pasado, en aquello que yo quería que fuese mi vida. Dejé mi alma presa en aquel momento en el que había una casa, un marido y un empleo del que yo quería librarme pero nunca tuve el valor suficiente.

»Mi alma estaba en mi pasado. Pero hoy ha llegado hasta aquí y la siento de nuevo en mi cuerpo, llena de entusiasmo. No sé qué hacer; sé apenas que tardé tres años en entender que la vida me empujaba por un camino diferente, por el que yo no quería ir.

—Me parece que noto algunos síntomas de mejoría —dijo el doctor Igor.

—Yo no necesitaba pedir permiso para dejar Villete. Me bastaba cruzar el portón y no volver más. Pero tenía que decir todo esto a alguien y se lo estoy diciendo a usted: la próxima muerte de esa chica me ha hecho entender mi vida.

—Pienso que estos síntomas de mejoría se están transformando en una cura milagrosa —repuso riendo el doctor Igor—. ¿Qué piensa hacer?

—Ir a El Salvador, a cuidar niños.

—No necesita ir tan lejos: a menos de doscientos kilómetros de aquí está Sarajevo. La guerra terminó, pero los problemas continúan.

—Pues iré a Sarajevo.

El doctor Igor sacó un formulario del cajón y lo rellenó cuidadosamente. Después se levantó y acompañó a Mari hasta la puerta.

—Vaya con Dios —le dijo.

Regresó a su escritorio y cerró la puerta en seguida. No le gustaba encariñarse con sus pacientes, pero nunca conseguía evitarlo. En Villete encontrarían a faltar a Mari.