20

Cuando encendió la luz, el doctor Igor se sorprendió al ver a la chica sentada en la sala de espera de su consultorio.

—Aún es muy temprano y tengo el día muy ocupado.

—Sé que es temprano —dijo ella—. Y aún no ha empezado el día. Pero necesito hablar un poco, sólo un poco. Necesito ayuda.

Tenía ojeras, su piel carecía de brillo, síntomas típicos de quien ha pasado la noche en vela. El doctor Igor resolvió dejarla entrar.

Le pidió que se sentase, encendió la luz del consultorio y abrió las cortinas. Iba a amanecer en menos de una hora y pronto podría ahorrar electricidad; los accionistas vigilaban mucho los gastos, por insignificantes que fueran.

Dio una rápida mirada a su agenda; Zedka ya había recibido su último shock de insulina y había reaccionado bien, o más exactamente, había conseguido sobrevivir a ese tratamiento inhumano. Menos mal que, en aquel caso específico, el doctor Igor había exigido que el Consejo del hospital firmase una declaración en virtud de la cual se responsabilizaba de los resultados.

Pasó a examinar los informes. Dos o tres pacientes habían actuado de manera agresiva durante la noche (según relato de los enfermeros), entre ellos Eduard, que había vuelto a la enfermería a las cuatro de la madrugada y se había negado a tomar sus pastillas para dormir. El doctor Igor tenía que tomar alguna medida; por más liberal que Villete fuese internamente, era preciso mantener las apariencias de una institución conservadora y severa.

—Tengo que solicitarle algo muy importante —le dijo la chica.

Pero el doctor Igor no le prestó atención. Con un estetoscopio comenzó a auscultar sus pulmones y su corazón. Probó sus reflejos y examinó el fondo de su retina con una pequeña linterna portátil. Detectó que ella no tenía apenas rastros de envenenamiento a causa del vitriolo o la amargura, como todos preferían llamarlo.

Después cogió el teléfono y pidió a la enfermera que le trajera una medicina de compleja denominación.

—Parece que a usted no se le aplicó la inyección anoche —le dijo.

—Pero me siento mejor.

—Se puede apreciar en su cara: ojeras, cansancio, falta de reflejos inmediatos. Si usted quiere aprovechar el poco tiempo de vida que le queda, por favor, haga lo que yo le mando.

—Justamente por eso estoy aquí. Quiero aprovechar el poco tiempo que me resta, pero a mi manera. ¿Cuánto me queda?

El doctor Igor la miró por encima de sus gafas.

—Puede usted responderme —insistió ella—. Ya no tengo miedo, ni indiferencia, ni nada parecido. Tengo ganas de vivir, pero sé que eso no basta, y estoy resignada con mi destino.

—¿Entonces qué quiere?

La enfermera entró con la inyección en la mano. El doctor Igor hizo una señal con la cabeza y ella levantó delicadamente la manga del suéter de Veronika.

—¿Cuánto tiempo me queda? —repitió Veronika mientras la enfermera le aplicaba la inyección.

—Veinticuatro horas. Quizás menos.

Ella bajó los ojos y se mordió los labios. Pero mantuvo el control.

—Quiero pedirle dos favores. El primero, que me dé un remedio, una inyección, sea lo que sea, pero que me mantenga despierta hasta entonces para aprovechar cada minuto que me queda de vida. Tengo mucho sueño, pero no quiero dormir, tengo mucho que hacer, cosas que siempre dejé para el futuro, cuando pensaba que la vida era eterna. Cosas por las cuales perdí el interés cuando empecé a pensar que la vida no valía la pena.

—¿Y su segunda petición?

—Salir de aquí y morir afuera. Tengo que subir al castillo de Ljubljana, que siempre estuvo allí y yo nunca tuve la curiosidad de verlo de cerca.

»Tengo que hablar con la mujer que vende castañas en invierno y flores en primavera; cuántas veces nos hemos cruzado y, sin embargo, nunca le he preguntado cómo se encontraba. Quiero andar por la nieve sin abrigo, sintiendo el frío intenso, yo, que siempre iba bien abrigada por miedo a coger un resfriado.

»En fin, doctor Igor, tengo que sentir la lluvia en mi rostro, sonreír a los hombres que me interesan, aceptar todos los cafés a que me inviten. Tengo que besar a mi madre, decirle que la quiero, llorar en su pecho, sin vergüenza de mostrar mis sentimientos, porque siempre los tuve, pero los escondía.

»Quizás entre en la iglesia, mire aquellas imágenes que nunca me dijeron nada y terminen diciéndome algo. Si un hombre interesante me convida a ir a bailar, bailaré la noche entera hasta caer exhausta. Después me acostaré con él, pero no de la manera como me fui con los otros, unas veces intentando mantener el control, otras fingiendo cosas que no sentía. Quiero entregarme a un hombre, a la ciudad, a la vida y, finalmente, a la muerte.

Se produjo un prolongado silencio cuando Veronika acabó de hablar Médico y paciente se miraban a los ojos, absortos, tal vez abstraídos pensando en las muchas posibilidades que unas simples veinticuatro horas podían ofrecer.

—Puedo prescribirle algunos medicamentos estimulantes, pero no se lo aconsejo —dijo finalmente el doctor Igor—. Le alejarán el sueño, pero también le quitarán la paz que usted necesita para vivir lo que me ha reseñado.

Veronika empezó a sentirse mal; siempre que le daban aquella inyección, algo malo sucedía en su cuerpo.

—Se está poniendo pálida. Quizás sea mejor que se tumbe en la cama; ya volveremos a hablar sobre esto mañana.

Ella sintió otra vez ganas de llorar, pero logró reprimirlas.

—No habrá mañana, usted lo sabe bien. Estoy cansada, doctor Igor, muy cansada. Por eso le pedí las pastillas. Pasé la noche en vela, entre el desespero y la resignación. Podía haberse tratado de un nuevo ataque histérico de miedo, como sucedió ayer, pero ¿de qué serviría? Si aún tengo veinticuatro horas de vida y hay tantas cosas ante mí, decidí que era preferible sobreponerme a la desesperación.

»Por favor, doctor Igor, déjeme vivir el poco tiempo que me queda, porque ambos sabemos que mañana puede ser tarde.

—Vaya a dormir ahora —insistió el médico— y vuelva aquí al mediodía. Volveremos a hablar.

Veronika vio que no había salida.

—Voy a dormir y volveré. Pero ¿puede dedicarme aún algunos minutos?

—Muy pocos. Estoy muy ocupado hoy.

—Voy a ir al grano. Anoche, por primera vez, me masturbé de una manera completamente libre. Pensé en todo lo que nunca me había atrevido a pensar, sentí placer con cosas que antes me asustaban o me repelían.

El doctor Igor asumió la postura más profesional posible. No sabía adónde lo podía llevar esta conversación, y no quería problemas con sus superiores.

—Descubrí que soy una pervertida, doctor. Quiero saber si esto influyó en mi decisión de suicidarme. Hay muchas cosas que yo desconocía de mí misma.

«Bien, se trata tan sólo de dar una respuesta —pensó el médico—. No es necesario que llame a la enfermera para que sea testigo de la conversación y evitar así una eventual acusación por abuso sexual».

—Todos nosotros queremos hacer cosas diferentes —respondió—. Y nuestras parejas también. ¿Qué es lo que hay de malo en eso?

—Responda usted mismo.

—Pues todo. Porque cuando todos sueñan y sólo algunos pocos realizan, el mundo entero se siente cobarde.

—¿Aunque estos pocos tengan la razón?

—Quien tiene la razón es el más fuerte. En este caso, paradójicamente, los cobardes son más valientes y consiguen imponer sus ideas.

El doctor Igor no quería ir más lejos.

—Por favor, vaya a descansar un poco porque tengo otros pacientes que atender Si usted colabora, veré lo que puedo hacer respecto a su segunda petición.

La chica salió. Su próxima paciente era Zedka, que debería recibir el alta, pero el doctor Igor le pidió que esperase un poco; tenía que tomar unas notas sobre la conversación que acababa de sostener con Veronika.

Era necesario incluir un extenso capítulo sobre sexo en su disertación sobre el vitriolo. Al fin y al cabo, la mayor parte de las neurosis y psicosis provenían de allí. Según él, las fantasías son impulsos eléctricos localizados en el cerebro y cuando no se cumplen terminan descargando su energía en otras áreas.

Cuando cursaba medicina, el doctor Igor había leído un interesante tratado sobre las diferentes prácticas o desviaciones sexuales: sadismo, masoquismo, homosexualidad, coprofagia, voyeurismo, deseo de decir palabras obscenas… En fin, la lista era muy extensa. Al principio creía que estas prácticas eran tan sólo el producto del desajuste mental de ciertas personas que no conseguían una relación saludable con su pareja.

Sin embargo, a medida que iba avanzando en la profesión de psiquiatra y conversaba con sus pacientes, se daba cuenta de que todos ellos tenían algo diferente que contar. Se sentaban en el confortable sillón de su despacho y, con la mirada baja, iniciaban una extensa disertación sobre lo que llamaban «enfermedades» (¡como si el médico no fuera él!) o «perversiones» (¡como si no fuese él, el psiquiatra, el encargado de decidir!).

Y, una por una, las personas «normales» describían fantasías que constaban en el tratado acerca de las diferentes prácticas eróticas; un libro, dicho sea de paso, que defendía el derecho de cada uno a tener el orgasmo que quisiera, siempre que no violentase el derecho de la respectiva pareja en el acto sexual.

Mujeres que habían estudiado en colegios de monjas soñaban con ser humilladas; hombres de chaqueta y corbata, funcionarios públicos de alto rango, confesaban que gastaban elevadas sumas en pagar a prostitutas rumanas sólo para poder lamerles los pies. Muchachos enamorados de muchachos, chicas enamoradas de sus compañeras de colegio. Maridos que querían ver a sus esposas en brazos de desconocidos, mujeres que se masturbaban cada vez que descubrían un indicio de adulterio en el comportamiento de su pareja. Madres que necesitaban controlar el impulso de entregarse al primer hombre que tocaba el timbre de su casa para traer algo, padres que contaban aventuras secretas con los rarísimos travestis que conseguían pasar el riguroso control de la frontera.

Y orgías. Parecía que todo el mundo, por lo menos una vez en la vida, deseaba participar en una orgía.

El doctor Igor dejó descansar un momento su estilográfica y reflexionó sobre sí mismo: ¿él también? Sí, a él también le gustaría. La orgía, tal cual la imaginaba, debía de ser algo completamente anárquico, alegre, donde no existiera el sentimiento de posesión, sino sólo el placer y el desorden.

¿Sería ésta una de las principales causas del gran número de personas envenenadas por la amargura? Casamientos restringidos a una monogamia forzada, donde el deseo sexual (según estudios que el doctor Igor guardaba cuidadosamente en su biblioteca médica) desaparecía al tercer o cuarto año de convivencia. A partir de allí, la mujer se sentía rechazada, el hombre se sentía esclavo del vínculo matrimonial, y el vitriolo —la amargura— comenzaba su labor destructiva.

Las personas ante un psiquiatra hablaban más abiertamente que ante un cura, porque el médico no podía amenazar con el infierno. Durante su larga carrera de psiquiatra, el doctor Igor ya había oído prácticamente todo lo que ellas tenían para contar.

Contar. Raramente hacer. Aún después de varios años de profesión, él todavía se preguntaba por qué había tanto miedo a ser diferente.

Cuando procuraba saber la razón, la respuesta más escuchada era: «Mi marido pensará que soy una prostituta». Cuando era un hombre quien estaba frente a él, invariablemente decía: «Mi mujer merece respeto».

Y el tema generalmente se detenía ahí. No servía de nada afirmar que todas las personas tienen un perfil sexual diferente, tan distinto como sus huellas digitales: nadie quería creerlo. Era muy arriesgado ser libre en la cama, con miedo de que el otro fuese aún esclavo de sus prejuicios.

«No voy a cambiar el mundo —se dijo, resignado, el médico, e indicó a la enfermera que dejase entrar a la ex depresiva—. Pero, por lo menos, en mi tesis puedo decir lo que pienso».

Eduard vio que Veronika salía del consultorio del doctor Igor y se dirigía hacia la enfermería. Tuvo ganas de contarle sus secretos, abrir su alma para ella con la misma honestidad y libertad con que, la noche anterior, ella había descubierto su cuerpo para él.

Había sido una de las más duras pruebas que había experimentado desde que ingresara en Villete como esquizofrénico. Pero había conseguido resistir, y estaba contento, aún cuando su deseo de volver a este mundo empezase a molestarlo.

«Todo el mundo sabe aquí que esa chica no resistirá hasta el fin de semana. No serviría de nada».

O tal vez, justamente por eso, fuese beneficioso compartir con ella su historia. Desde hacía tres años solamente hablaba con Mari, y aún así no estaba seguro de que ella lo comprendiera perfectamente; como madre, ella debía de pensar que sus padres tenían razón, que tan sólo deseaban lo mejor para él, que las visiones del Paraíso eran un sueño absurdo de adolescente, totalmente ajeno al mundo real.

Visiones del Paraíso. Exactamente lo que lo había llevado al infierno, las infinitas peleas con la familia, la sensación de culpa tan fuerte que lo había dejado incapaz para reaccionar y le había obligado a refugiarse en otro mundo. Si no hubiera sido por Mari, él aún estaría viviendo en esa realidad separada.

Sin embargo, apareció Mari, cuidó de él, hizo que se sintiera de nuevo querido. Gracias a eso Eduard aún era capaz de saber lo que pasaba a su alrededor.

Unos días antes, una joven de su edad se había sentado al piano a tocar la sonata Claro de luna. Sin saber si la culpa era de la música, o de la joven, o de la luna, o del tiempo que llevaba en Villete, Eduard sintió que sus visiones del Paraíso comenzaban a importunarlo otra vez.

Él la siguió hasta la enfermería de mujeres, donde un enfermero le interceptó el paso.

—Aquí no puedes entrar, Eduard. Vuelve al jardín. Está amaneciendo y hará un bonito día.

Veronika miró hacia atrás.

—Voy a dormir un poco —dijo ella delicadamente—. Hablaremos cuando me despierte.

Veronika no entendía por qué, pero aquel chico había pasado a formar parte de su mundo, o de lo poco que quedaba de él. Estaba segura de que Eduard era capaz de comprender su música, admirar su talento; aunque no consiguiese emitir una palabra, sus ojos lo decían todo.

Como en este momento, en la puerta de la enfermería, cuando hablaban de cosas que ella no quería oír.

Ternura. Amor.

«Esta convivencia con enfermos mentales me ha hecho enloquecer de prisa». Los esquizofrénicos no sienten eso. No por seres de este mundo.

Veronika sintió el impulso de volver para darle un beso, pero se controló porque el enfermero podía verla y contárselo al doctor Igor, y el médico seguramente no permitiría que una mujer que besa a esquizofrénicos saliera de Villete.

Eduard se detuvo frente al enfermero. Su atracción por aquella chica era más fuerte de lo que imaginaba, pero tenía que contenerse. Pediría consejo a Mari, la única persona con quien compartía sus secretos. Con seguridad ella le diría que lo que estaba queriendo sentir —amor— era peligroso e inútil en un caso como aquél. Mari le pediría a Eduard que se dejara de tonterías y volviera a ser un esquizofrénico normal (y después reiría abiertamente porque la frase no tenía mucho sentido).

Se unió a los otros enfermos en el refectorio, comió lo que le sirvieron y salió para el obligado paseo por el jardín. Durante el «baño de sol» (aunque aquel día la temperatura bajaba de cero) intentó aproximarse a Mari. Pero ella tenía el aspecto de alguien que desea estar solo. No necesitaba decirle nada, pues Eduard conocía lo suficientemente bien la soledad como para saber respetarla.

Un nuevo interno se acercó a Eduard; aún no debía de conocer a nadie.

«Dios castigó a la humanidad —decía—. Y la castigó con la peste. Sin embargo, yo Lo he visto en mis sueños, y me ha pedido que viniese a salvar a Eslovenia».

Eduard comenzó a alejarse mientras el hombre gritaba:

«¡Te crees que estoy loco! ¡Pues lee los Evangelios! ¡Dios envió a Su Hijo, y Su Hijo regresa por segunda vez!».

Pero Eduard ya no le escuchaba. Estaba mirando a las montañas, allá afuera, y se preguntaba qué le estaba pasando. ¿Por qué tenía ganas de salir de allí, donde había encontrado la paz que tanto buscaba? ¿Por qué arriesgarse a avergonzar de nuevo a sus padres cuando todos los problemas de la familia ya estaban resueltos? Empezó a agitarse, andando de un lado al otro, esperando que Mari saliese de su mutismo y pudiesen hablar, pero ella parecía más distante que nunca.

Sabía cómo escaparse de Villete. Por eficaces que pudieran parecer los sistemas de seguridad, tenían fallos, por la sencilla razón de que, una vez dentro, las personas tenían muy pocas ganas de volver a salir Había un muro, del lado oeste, que podía ser escalado sin grandes dificultades, ya que estaba lleno de rajaduras; quien decidiera traspasarlo se encontraría en un campo, y cinco minutos después, siguiendo la dirección norte, se hallaría en una carretera que llevaba a Croacia. La guerra ya había terminado, los hermanos eran de nuevo hermanos, las fronteras no estaban tan vigiladas como antes; con un poco de suerte podría estar en Belgrado en seis horas.

Eduard ya había estado varias veces en aquella carretera, pero siempre había decidido volver porque aún no había recibido la señal para seguir adelante. Ahora las cosas eran diferentes: esta señal había llegado finalmente, bajo la forma de una muchacha de ojos verdes, cabellos castaños y el aspecto asustado de quien cree que sabe lo que quiere.

Eduard pensó en ir directamente hacia el muro, salir de allí y nunca más regresar a Eslovenia. Pero la chica dormía y él tenía, por lo menos, que despedirse de ella.

Al acabar el baño de sol, cuando la Fraternidad se reunió en la sala de estar, Eduard se les incorporó.

—¿Qué está haciendo aquí este loco? —preguntó el más viejo del grupo.

—Déjelo —dijo Mari—. Nosotros también somos locos.

Todos se rieron y empezaron a conversar sobre la conferencia del día anterior La cuestión era si la meditación sufí podría, realmente, transformar el mundo. Se aventuraron teorías, sugerencias, enfoques, ideas contrarias, críticas al conferenciante y fórmulas para mejorar lo que ya había sido probado durante tantos siglos.

Eduard estaba harto de aquel tipo de discusiones. Quienes intervenían en esos debates habían sido internados en un manicomio, permanecían allí y pretendían salvar el mundo, conscientes de que no corrían riesgo alguno; sabían que en el mundo exterior no se les tomaría en serio, aunque sus ideas fuesen razonables y sensatas. Cada uno de ellos solía formular una teoría especial acerca de cualquier tema y creía que su verdad era la única que importaba; hablaban durante días, noches, semanas, meses, años, sin reconocer jamás la única realidad que anida detrás de una idea: buena o mala, sólo existe cuando alguien intenta ponerla en práctica.

¿Qué era la meditación sufí? ¿Qué era Dios? ¿Qué era la salvación, si es que el mundo necesitaba ser salvado? Nada. Si todos allí —y también los de afuera— viviesen sus vidas y dejasen que los demás hiciesen lo mismo, Dios estaría en cada instante, en cada grano de mostaza, en el pedazo de nube que se forma y se deshace en el instante siguiente. Dios estaba allí, y aún así las personas pensaban que era necesario continuar buscando porque parecía demasiado simple aceptar que la vida era un acto de fe.

Recordó el ejercicio tan sencillo, tan simple que había oído enseñar al maestro sufí mientras esperaba que Veronika volviese a tocar el piano: mirar una rosa. ¿Se necesitaba algo más?

Aun así, después de la experiencia de la meditación profunda, después de haber llegado tan cerca de las visiones del Paraíso, allí estaba aquella gente discutiendo, argumentando, criticando y estableciendo teorías.

Cruzó sus ojos con los de Mari. Ella lo evitó, pero Eduard estaba decidido a terminar de una vez con aquella situación; se acercó a ella y la cogió por el brazo.

—Déjame, Eduard.

Él podía decir «venga conmigo». Pero no quería hacerlo delante de aquella gente, que se sorprendería por el tono firme de su voz. Por eso prefirió arrodillarse e implorar con los ojos.

Los hombres y las mujeres se rieron.

—Te has transformado en una santa para él, Mari —comentó uno de los presentes—. Fue la meditación de ayer.

Pero los años de silencio de Eduard le habían enseñado a hablar con los ojos; era capaz de concentrar toda su energía en ellos. De la misma manera que tenía la absoluta certeza de que Veronika había percibido su ternura y su amor, sabía que Mari entendería su desesperación, porque él la estaba necesitando mucho.

Durante unos instantes, Mari se mostró reticente. Finalmente se levantó y lo tomó de la mano.

—Vamos a dar un paseo —dijo. Estás nervioso.

Los dos volvieron a salir al jardín. En cuanto estuvieron a suficiente distancia, seguros de que nadie los podía escuchar, Eduard rompió el silencio.

—He permanecido aquí en Villete durante años —declaró—. Dejé de avergonzar a mis padres, dejé mis ambiciones de lado, pero las visiones del Paraíso han permanecido.

—Lo sé —respondió Mari—. Ya hemos hablado de eso muchas veces. También sé lo que quieres decirme: ha llegado la hora de salir.

Eduard miró al cielo; ¿sentiría ella lo mismo?

—Es por causa de la chica —continuó Mari—. Aquí dentro ya hemos visto morir a mucha gente, siempre en el momento en que no lo esperaban y generalmente después de haber renunciado a vivir. Pero ésta es la primera vez que pasa con una persona joven, atractiva, saludable, con tantos motivos para vivir.

»Veronika es la única interna que no desearía continuar en Villete para siempre. Y esto hace que nos preguntemos: ¿Y nosotros? ¿Qué es lo que buscamos aquí?

Él asintió con la cabeza.

—Entonces, anoche, yo también me pregunté qué estaba haciendo en este sanatorio. Y me di cuenta de que sería mucho más interesante estar en la plaza, en los Tres Puentes, en el mercado que hay frente al teatro, comprando manzanas y discutiendo sobre el tiempo. Es cierto que estaría lidiando con asuntos ya olvidados (cuentas por pagar, dificultades con los vecinos, miradas irónicas de la gente que no me comprende, soledad, protestas de mis hijos). Pero pienso que todo esto forma parte de la vida y el precio de enfrentar estos pequeños problemas es menor que el precio de no reconocerlos como nuestros.

»Estoy pensando en ir hoy a casa de mi ex marido sólo para decirle «gracias». ¿Qué te parece?

—Nada. ¿No debería yo también ir a casa de mis padres y decir lo mismo?

—Tal vez. En el fondo, la culpa de todo lo que sucede en nuestra vida es exclusivamente nuestra. Muchas personas pasaron por las mismas dificultades que nosotros y reaccionaron de manera diferente. Nosotros buscamos lo más fácil: una realidad aparte.

Eduard sabía que Mari tenía razón.

—Tengo ganas de recomenzar mi vida, Eduard. Cometiendo los errores en que siempre deseé incurrir y nunca me atreví. Enfrentando el pánico que puede volver a surgir, pero cuya presencia sólo me provocará fastidio, porque sé que no voy a morirme, ni siquiera a desmayarme por su causa. Puedo conseguir nuevos amigos y enseñarles a ser locos para que sean sabios. Les diré que no sigan el manual de la buena conducta sino que descubran sus propias vidas, deseos, aventuras y ¡que vivan! Citaré el Eclesiastés a los católicos, el Corán a los islámicos, la Torá a los judíos, los textos de Aristóteles a los ateos. Ya no quiero volver a ser abogada, pero puedo servirme de mi experiencia para dar conferencias sobre hombres y mujeres que conocieron la verdad de esta existencia y cuyos escritos pueden resumirse en una única palabra: «Vivan». Si vives, Dios vivirá contigo. Si rehusas correr sus riesgos, Él retornará al distante Cielo y se convertirá tan sólo en un tema de especulación filosófica.

»Todos sabemos eso. Pero nadie da el primer paso, quizás por miedo a ser llamado loco. Y, por lo menos, este miedo nosotros ya no lo tenemos, Eduard. Ya pasamos por Villete.

—Tan sólo no podremos ser candidatos a la presidencia de la república. La oposición investigaría muy a fondo nuestro pasado.

Mari se rio y estuvo de acuerdo con él.

—Me he cansado de esta vida. No sé si conseguiré superar mi miedo, pero estoy harta de la Fraternidad, de este jardín, de Villete y de fingir que estoy loca.

—Entonces, si yo lo hago, ¿lo hará usted también?

—No lo harás.

—Pues casi lo hice hace unos pocos minutos.

—No sé. Me cansa todo esto, pero ya estoy acostumbrada.

—Cuando entré aquí, con diagnóstico de esquizofrenia, usted pasó días, meses, prestándome atención y tratándome como a un ser humano. Yo también me estaba acostumbrando a la vida que había decidido llevar con la otra realidad que inventé, pero usted no me dejó. Entonces la odié, pero hoy la quiero. Por eso quiero que salga de Villete, Mari, como yo salí de mi mundo aparte.

Mari se alejó sin responder.

En la pequeña —y nunca frecuentada— biblioteca de Villete, Eduard no encontró el Corán, ni obras de Aristóteles ni de otros filósofos mencionados por Mari. Pero allí estaba el texto de un poeta:

Por eso me dije a mí mismo: «la suerte

del insensato será también la mía».

Ve, come tu pan con alegría

y bebe a gusto tu vino

porque Dios ya aceptó tus obras.

Que tus vestiduras permanezcan siempre blancas

y nunca falte perfume en tu cabeza.

Disfruta la vida con la mujer amada

en todos tus días de vanidad

que Dios te concedió bajo el sol.

Porque ésta es tu porción de vida

y en tu fatigoso trabajo bajo el sol

sigue los caminos de tu corazón

y el deseo de tus ojos

sabiendo que Dios te pedirá cuentas.

—Dios pedirá cuentas al final —dijo Eduard en voz alta—. Y yo diré: «Durante una época de mi vida permanecí mirando al viento y me olvidé de sembrar; no disfruté mis días, ni siquiera bebí el vino que me era ofrecido. Pero un día me juzgué preparado y volví a mi trabajo. Relaté a los hombres mis visiones del Paraíso, como el Bosco, Van Gogh, Wagner, Beethoven, Einstein y otros locos lo habían hecho antes que yo». Él dirá que yo me fui del psiquiátrico para no ver morir a una chica, pero ella estará allí en el cielo e intercederá por mí.

—¿Qué estás diciendo? —le interrumpió el encargado de la biblioteca.

—Quiero salir de Villete ahora —respondió Eduard en un tono de voz más alto de lo normal. Tengo que hacer.

El empleado apretó un timbre y al poco tiempo aparecieron dos enfermeros.

—Quiero salir —repitió Eduard, agitado—. Estoy bien, déjenme hablar con el doctor Igor.

Pero los dos hombres ya lo habían agarrado, uno por cada brazo. Eduard intentaba soltarse de ellos, aún sabiendo que era inútil.

—Estás teniendo una crisis, tranquilízate —dijo uno de ellos—. Nos ocuparemos de eso.

Eduard comenzó a debatirse.

—¡Suéltenme! —gritaba—. ¡Déjenme hablar por lo menos un minuto!

El trayecto hacia la enfermería atravesaba la sala de estar, y todos los otros internos estaban allí reunidos. Eduard se resistía y el ambiente empezó a soliviantarse.

—¡Déjenlo libre, es un loco!

Algunos reían, otros golpeaban con las manos las mesas y las sillas.

—¡Esto es un manicomio! ¡Nadie está obligado a comportarse como ustedes!

Uno de los hombres susurró al otro:

—Tenemos que amedrentarlos, o dentro de poco la situación será incontrolable.

—Sólo hay una manera.

—Al doctor Igor no le gustará.

—Peor será ver a esta banda de maníacos destrozando su preciado sanatorio.

Veronika se despertó sobresaltada, bañada en un sudor frío. El ruido exterior era muy fuerte y ella necesitaba silencio para continuar durmiendo. Pero el escándalo proseguía.

Se levantó atontada y caminó hasta la sala de estar, a tiempo de ver cómo Eduard era arrastrado mientras otros enfermeros llegaban corriendo con una jeringa en la mano.

—¡Qué es lo que están haciendo! —gritó.

—¡Veronika!

¡El esquizofrénico la había interpelado! ¡Había pronunciado su nombre! Con una mezcla de vergüenza y sorpresa, la joven intentó acercarse, pero uno de los enfermeros se lo impidió.

—¿Qué es eso? ¡Yo no estoy aquí por ser una loca! ¡Ustedes no pueden tratarme así!

Consiguió empujar al enfermero mientras los otros internos gritaban y armaban una algazara que la asustó. ¿Sería conveniente llamar al doctor Igor y después irse en seguida?

—¡Veronika!

Él había vuelto a pronunciar su nombre. En un esfuerzo sobrehumano, Eduard consiguió librarse de los dos hombres. Pero en vez de salir corriendo se quedó de pie, inmóvil, tal como había permanecido la noche anterior Como por arte de magia, los presentes se quedaron inmóviles, aguardando el siguiente movimiento.

Uno de los enfermeros volvió a aproximarse, pero Eduard lo miró, usando de nuevo toda su energía.

—Voy con ustedes. Ya sé adónde me están llevando, y sé también que quieren que todos lo sepan. Esperen sólo un minuto.

El enfermero decidió que valía la pena correr el riesgo; al fin y al cabo, todo parecía haber vuelto a la normalidad.

—Yo creo que tú… creo que tú eres importante para mí —dijo Eduard a Veronika.

—No puede ser, tú no puedes hablar, no vives en este mundo, no sabes que me llamo Veronika. No estuviste conmigo anoche, ¡por favor, di que no estuviste!

—Estuve.

Ella le tomó la mano. Los locos gritaban, aplaudían y decían cosas obscenas.

—¿Adónde te llevan?

—Para un tratamiento.

—Voy contigo.

—No vale la pena. Te asustarás, aunque yo te asegure que no duele, que no se siente nada. Es mucho mejor que los calmantes porque la lucidez se recupera antes.

Veronika no sabía de qué le estaba hablando. Se arrepintió de haberle tomado la mano, tenía ganas de escaparse lo más pronto posible y esconder su vergüenza, no volver a ver nunca más a aquel hombre que había presenciado lo que había de más sórdido en ella y, a pesar de eso, continuaba tratándola con ternura.

Pero de nuevo recordó las palabras de Mari: no tenía por qué dar explicaciones a nadie de su vida, ni siquiera a aquel muchacho que se encontraba frente a ella.

—Voy contigo.

Los enfermeros consideraron que quizás fuera mejor así: el esquizofrénico ya no necesitaba ser reducido, los acompañaba por su propia voluntad.

Cuando llegaron al dormitorio, Eduard se acostó voluntariamente en la cama. Ya había dos hombres más esperando, con una extraña máquina y una bolsa con tiras de tela.

Eduard se dirigió a Veronika y le pidió que se sentase en la cama a su lado.

—En algunos minutos esto se sabrá por todo Villete. Y todos se calmarán, porque hasta la más furiosa de las locuras carga su dosis de miedo. Sólo quien ha pasado por esto sabe que no es tan terrible como parece.

Los enfermeros escucharon lo que decía y no lo podían creer Debía de doler mucho, pero nadie sabe lo que pasa por la cabeza de un loco. Lo único sensato que había dicho el chico era acerca del miedo: la historia correría por Villete y la calma volvería instantáneamente.

—Te has acostado antes de tiempo —dijo uno de ellos.

Eduard se levantó y ellos extendieron una especie de manta de goma.

—Ahora sí puedes acostarte.

Él obedeció. Estaba tranquilo, como si todo aquello no pasara de ser mera rutina.

Los enfermeros ataron algunas tiras de tela en torno al cuerpo de Eduard y colocaron una goma en su boca.

—Es para que no se muerda involuntariamente la lengua —explicó a Veronika uno de los hombres, satisfecho de proporcionar a la par una advertencia y una información técnica.

Colocaron la extraña máquina (no mucho mayor que una caja de zapatos, con algunos botones y tres visores como punteros) en una silla al lado de la cama. Dos cables salían de su parte superior y terminaban en algo parecido a unos auriculares.

Uno de los enfermeros colocó los auriculares en las sienes de Eduard. El otro pareció regular el mecanismo girando algunos botones, ora hacia la derecha, ora hacia la izquierda. Aunque no podía hablar por causa de la goma en la boca, Eduard mantenía sus ojos fijos en los de Veronika y parecía decirle: «No te preocupes; no te asustes».

—Está regulado para 130 voltios en 0,30 segundos —informó el enfermero que se ocupaba de la máquina—. Allá va.

Apretó un botón y la máquina emitió un zumbido. En ese mismo momento, los ojos de Eduard se pusieron vidriosos y su cuerpo se retorció en la cama con tal furia que de no haber sido por las tiras de tela que lo sujetaban se habría partido la columna.

—¡Paren eso! —gritó Veronika.

—Ya lo paramos —respondió el enfermero, retirando los auriculares de la cabeza de Eduard.

Aun así, el cuerpo continuaba retorciéndose y la cabeza se balanceaba de un lado a otro con tal violencia que uno de los hombres decidió sujetarla. El otro guardó la máquina en una bolsa y se sentó a fumar un cigarrillo.

La escena duró algunos minutos. Cuando el cuerpo parecía volver a la normalidad, se reanudaban los espasmos, mientras uno de los enfermeros redoblaba su fuerza para mantener firme la cabeza de Eduard. Poco a poco las contracciones fueron disminuyendo hasta que cesaron por completo. Eduard mantenía los ojos abiertos y uno de los hombres los cerró, como se hace con los muertos.

Después retiró la goma de la boca del muchacho, lo desató y guardó las tiras de tela en la bolsa donde había dejado la máquina.

—El efecto del electroshock dura una hora —informó a la chica, que había dejado de gritar y parecía hipnotizada con lo que estaba viendo—. Todo ha ido bien, pronto volverá a estar normal y, además, más calmado.

En cuanto fue alcanzado por la descarga eléctrica, Eduard sintió lo que ya antes había experimentado: la visión normal iba disminuyendo, como si alguien cerrase una cortina, hasta que todo desaparecía por completo. No había dolor ni sufrimiento, pero ya había presenciado la aplicación de electroshocks a otros internos y sabía lo terrible que podía parecer la escena.

Eduard ahora se encontraba en paz. Si momentos antes estaba reconociendo algún tipo de sentimiento nuevo en su corazón, si empezaba a percibir que el amor no era solamente aquello que sus padres le daban, el electroshock —o terapia electroconvulsiva (TEC), como preferían llamarlo los especialistas— con seguridad lo haría volver a la normalidad.

El principal efecto de la TEC era el olvido de las experiencias recientes. Eduard no podía alimentar sueños imposibles. No podía estar mirando hacia un futuro inexistente; sus pensamientos debían permanecer dirigidos hacia su pasado, o iba a terminar queriendo retornar nuevamente a la vida.

Una hora más tarde, Zedka entró en la enfermería casi desierta; sobre la cama yacía el muchacho y, a su lado, estaba sentada una chica.

Cuando se acercó vio que la joven había vuelto a vomitar y que su cabeza estaba inclinada, colgando hacia la derecha.

Zedka se dio la vuelta para pedir socorro pero Veronika levantó la cabeza.

—No es nada —dijo—. Tuve otro ataque, pero ya pasó.

Zedka la cogió cariñosamente y la llevó hasta el lavabo.

—Es un lavabo de hombres —comentó la chica.

—No hay nadie aquí, no te preocupes.

Le retiró el jersey inmundo, lo lavó y lo colocó sobre el radiador de la calefacción. Después se quitó su propia blusa de lana y se la puso a Veronika.

La chica parecía distante, como si nada le interesara ya. Zedka la acompañó de vuelta a la silla donde había estado sentada.

—Eduard se despertará dentro de poco. Quizás le cueste recordar lo que pasó, pero la memoria le retornará rápidamente. No te asustes si no te reconoce en los primeros momentos.

—No me quedaré —respondió Veronika—, porque tampoco me reconozco a mí misma.

Zedka buscó una silla y se sentó a su lado. Había estado en Villete tanto tiempo que no le costaba nada permanecer algunos minutos más con su amiga.

—¿Recuerdas nuestro primer encuentro? Aquel día yo te conté una historia para intentar explicarte que el mundo es exactamente de la manera como lo vemos. Todos creían que el rey estaba loco porque él quería imponer un orden que ya no existía en la mente de sus súbditos.

»Sin embargo, hay cosas en la vida que, no importa del lado que las veamos, continúan siendo siempre las mismas, y valen para todo el mundo. Como el amor, por ejemplo.

Zedka notó que los ojos de Veronika habían cambiado y resolvió proseguir.

—Yo diría que, si a alguien le queda muy poco tiempo de vida, y decide pasar ese escaso tiempo que le resta junto a un lecho, velando a un hombre dormido, hay algo de amor. Diría más: si durante ese tiempo esta persona sufrió un ataque cardíaco y permaneció en silencio, sólo para no tener que alejarse de ese hombre, es porque ese amor puede acrecentarse notablemente.

—También podría ser desesperación —dijo Veronika—. Una tentativa de probar que, al fin y al cabo, no hay motivos para continuar luchando bajo el sol. No puedo estar enamorada de un hombre que vive en otro mundo.

—Todos nosotros vivimos en nuestro propio mundo. Pero si tú miras hacia el cielo estrellado, verás que todos estos mundos diferentes se combinan, formando constelaciones, sistemas solares, galaxias.

Veronika se levantó y fue hasta la cabecera de Eduard. Cariñosamente pasó las manos por sus cabellos. Estaba contenta porque tenía a alguien con quien hablar.

—Hace muchos años, cuando yo era una niña y mi madre me obligaba a aprender a tocar el piano, me decía a mí misma que sólo sería capaz de tocarlo bien cuando estuviera enamorada. Anoche, por primera vez en mi vida, sentí que las notas salían de mis dedos como si yo no tuviese ningún control sobre lo que estaba ejecutando.

»Una fuerza me guiaba, interpretaba melodías y acordes que nunca me juzgué capaz de tocar Yo me había entregado al piano porque había acabado de entregarme a este hombre sin que él hubiese tocado siquiera uno de mis cabellos. Ayer yo no era la misma, ni cuando me entregué al sexo, ni cuando toqué el piano y, sin embargo, a pesar de eso, creo que fui yo misma.

Veronika movió la cabeza.

—Nada de lo que estoy diciendo tiene sentido.

Zedka se acordó de sus encuentros en el espacio con todos aquellos seres que fluctuaban en direcciones diferentes. Quiso contárselo a Veronika, pero tuvo miedo de confundirla más aún.

—Antes de que repitas que vas a morir, quiero que sepas algo: hay gente que pasa la vida entera procurando vivir un momento como el que tú tuviste anoche, y no lo consigue. Por eso, si tienes que morir ahora, hazlo con el corazón lleno de amor.

Zedka se levantó.

—No tienes nada que perder Mucha gente no se permite amar precisamente por este motivo; porque hay muchas cosas, mucho futuro y mucho pasado en juego. En tu caso existe únicamente el presente.

Se acercó a Veronika y le dio un beso.

—Si me quedo más tiempo en este lugar, terminaré desistiendo de marcharme. Estoy curada de mi depresión, pero descubrí dentro de mí otros tipos de locura. Quiero asumirlos y empezar a ver la vida con mis propios ojos.

»Cuando entré era una mujer deprimida. Hoy soy una mujer loca, y estoy muy orgullosa de ello. Allá afuera me comportaré exactamente como los demás: haré las compras en el supermercado, conversaré sobre trivialidades con mis amigas, perderé algún tiempo importante delante de la televisión. Pero sé que mi alma estará libre, y puedo soñar y conversar con otros mundos que, antes de entrar aquí, ni soñaba que existiesen.

»Me permitiré hacer algunas tonterías sólo para que la gente comente: ¡claro, ha salido de Villete! Pero sé que mi alma estará completa porque mi vida tiene un sentido. Podré mirar una puesta de sol y creer que Dios está detrás de ella. Cuando alguien me moleste mucho, le diré alguna barbaridad, y no me importará lo que piensen puesto que todos dirán: «¡Ella salió de Villete!».

»Miraré a los hombres por la calle directamente a los ojos, sin vergüenza de sentirme deseada. Pero después pasaré por una tienda de productos importados, compraré los mejores vinos que mi dinero pueda comprar y haré que mi marido beba conmigo, porque quiero reír con él, a quien tanto amo.

»Él me dirá, riendo: «¡Estás loca!», y yo le responderé: «¡Claro, estuve en Villete, y la locura me liberó! Ahora, mi adorado marido, tienes que pedir vacaciones todos los años y llevarme a conocer algunas montañas peligrosas, porque necesito correr el riesgo de estar viva».

»La gente dirá: «¡Ella salió de Villete y está contagiando su locura al marido!». Y él entenderá que la gente tiene razón y dará gracias a Dios porque nuestro matrimonio está comenzando ahora y somos locos, como lo son los que inventaron el amor.

Y Zedka se fue, tarareando una melodía que Veronika nunca había escuchado.