19

Veronika decidió ir a acostarse, pero Eduard continuaba de pie, al lado del piano.

—Estoy cansada, Eduard. Necesito dormir.

Le hubiera gustado seguir tocando para él, extrayendo de su memoria anestesiada todas las sonatas y adagios que conocía, porque él sabía admirar sin exigir Pero su cuerpo no aguantaba más.

¡Era un hombre tan bien parecido, tan atrayente! Si por lo menos saliese un poco de su mundo y la mirase como mujer, entonces sus últimas noches en esta Tierra podrían ser las más hermosas de su vida, porque Eduard era el único capaz de entender que Veronika era una artista. Había conseguido con aquel hombre un tipo de vinculación como jamás lo había tenido con nadie: a través de la emoción pura de un andante o de un allegro.

Eduard era el hombre ideal; sensible, educado, había destruido un mundo carente de interés para recrearlo de nuevo en su cabeza, esta vez con nuevos colores, personajes e historias. Y este mundo nuevo incluía una mujer, un piano y una luna que continuaba creciendo.

—Yo podría enamorarme ahora, entregarme enteramente a ti —declaró, sabiendo que él no podía entenderla—. Tú me pides apenas un poco de música, pero yo soy mucho más de lo que pensaba que era, y me gustaría compartir otras cosas que he llegado a entender.

Eduard sonrió. ¿Lo habría entendido? Veronika sintió miedo (el manual de buena educación dice que no se debe hablar de amor de una manera tan directa, y jamás a un hombre al que se ha visto tan pocas veces). Pero decidió continuar, porque no tenía nada que perder.

—Tú eres el único hombre sobre la faz de la Tierra por el cual me podría apasionar, Eduard. Simplemente porque, cuando yo muera, tú no sentirás mi ausencia. No sé lo que un esquizofrénico siente, pero ciertamente, no creo que llegue a añorar la presencia de nadie.

»Quizás al principio te extrañará no escuchar más música durante la noche; sin embargo, siempre que aparezca la luna habrá alguien dispuesto a tocar sonatas, principalmente en un sanatorio, ya que aquí todos somos «lunáticos».

Ignoraba cuál era la relación entre los locos y la luna, pero debía de ser muy intensa puesto que usaban una palabra derivada de ella para describir a los enfermos mentales.

—Y yo tampoco sentiré tu ausencia, Eduard, porque estaré muerta, lejos de aquí. Y como no tengo miedo de perderte, no me importa lo que puedas pensar o no de mí, y hoy toqué para ti como una mujer enamorada. Fue magnífico. Fue el mejor momento de mi vida.

Miró a Mari, allí afuera. Recordó sus palabras. Y volvió a mirar al muchacho frente a ella.

Veronika se sacó el jersey y se acercó a Eduard; si tenía que hacer algo, era preferible hacerlo entonces. Mari no soportaría el frío exterior durante mucho tiempo y pronto volvería a entrar Él retrocedió. La pregunta en sus ojos era otra: ¿cuándo volvería al piano? ¿Cuándo tocaría una nueva pieza para llenar su alma con los mismos colores, sufrimientos, dolores y alegrías de aquellos compositores locos que habían atravesado tantas generaciones con sus obras?

—La mujer que está allá afuera me dijo: «Mastúrbate. Conoce adónde quieres llegar». ¿Podré ir más lejos de lo que siempre fui?

Ella tomó su mano y lo quiso llevar hasta el sofá, pero Eduard, educadamente, rehusó. Prefería quedarse de pie donde estaba, junto al piano, esperando pacientemente que ella volviera a tocar.

Veronika se quedó desconcertada, pero pronto se dio cuenta de que no tenía nada que perder Estaba muerta, ¿de qué servía estar alimentando los miedos y prejuicios que siempre limitaron su vida? Se quitó la blusa, el pantalón, el sostén, las bragas y se quedó desnuda delante de él.

Eduard rio. Ella no sabía de qué, pero se dio cuenta de que había reído. Delicadamente cogió su mano y la colocó sobre su sexo; la mano se quedó allí, inmóvil. Veronika desistió de la idea y la retiró.

Algo la estaba excitando mucho más que un simple contacto físico con aquel hombre: el hecho de que podía hacer lo que quisiera, de que no había límites: excepto la mujer de afuera, que podía entrar en cualquier momento, nadie más debía de estar despierto.

Su sangre empezó a circular más rápidamente, y el frío que sintiera al desnudarse fue desapareciendo. Los dos estaban de pie, frente a frente, ella desnuda, él totalmente vestido. Veronika descendió la mano hasta su sexo y comenzó a masturbarse; ya lo había practicado antes, sola o con alguna pareja, pero nunca en una situación como ésta, en la que el hombre no mostraba el menor interés por lo que estaba aconteciendo.

Y eso era excitante, muy excitante. De pie, con las piernas abiertas, Veronika se tocaba su sexo, sus senos, sus cabellos, entregándose como nunca se entregara, no tanto porque quisiera ver a aquel chico salir de su mundo distante sino porque nunca había experimentado tal sensación.

Empezó a hablar, a decir cosas impensables, Y que sus padres, sus amigos, sus ancestros habrían considerado lo más sucio del mundo. Llegó el primer orgasmo y se mordió los labios para no gritar de placer.

Eduard la miraba frente a frente, fijamente. Había un brillo diferente en sus ojos: daba la impresión de que fuese consciente de algo, aunque fuese tan sólo de la energía, el calor, el sudor, el olor que exhalaba su cuerpo. Veronika aún no estaba satisfecha. Se arrodilló y comenzó a masturbarse otra vez.

Quería morir de gozo, de placer, pensando y realizando todo lo que siempre le había sido prohibido: imploró al hombre que la palpara, que la sometiera, que la usase para todo lo que le viniera en gana. Le hubiera gustado que Zedka también estuviese allí, porque una mujer sabe cómo tocar el cuerpo de otra como ningún hombre lo consigue ya que conoce todos sus secretos.

De rodillas, ante aquel hombre de pie, ella se sintió poseída y palpada, y usó palabras fuertes para describir lo que quería que él le hiciera. Un nuevo orgasmo fue llegando, esta vez más intenso que nunca, como si todo a su alrededor fuese a explotar Se acordó del ataque cardíaco que había tenido aquella mañana, pero ya no le concedía la menor importancia: iba a morir gozando, estallando. Se sintió tentada de sujetar el sexo de Eduard, que se encontraba justo delante de su rostro, pero no quería correr ningún riesgo de estropear aquel momento; estaba yendo lejos, muy lejos, exactamente como le había dicho Mari.

Se imaginó reina y esclava, dominadora y dominada. En su fantasía hacía el amor con blancos, negros, amarillos, homosexuales, mendigos. Era de todos, y todos podían hacer todo. Tuvo uno, dos, tres orgasmos seguidos. Imaginó todo lo que nunca había imaginado antes, y se entregó a lo más obsceno y a lo más puro. Finalmente no consiguió contenerse más y gritó mucho, de placer, del dolor de los orgasmos seguidos, de los muchos hombres y mujeres que habían entrado y salido de su cuerpo, usando las puertas de su mente.

Se acostó en el suelo y se dejó estar allí, bañada en sudor, con el alma inundada de paz. Se había escondido a sí misma sus deseos ocultos, sin nunca saber bien por qué, y no necesitaba una respuesta. Le bastaba haber hecho lo que había hecho: entregarse.

Poco a poco el Universo fue volviendo a su lugar, y Veronika se levantó. Eduard se había mantenido inmóvil todo el tiempo, pero algo en él parecía haber cambiado: sus ojos demostraban ternura, una ternura muy próxima a este mundo.

«Fue tan bueno que consigo ver amor en todo. Hasta en los ojos de un esquizofrénico».

Empezaba a vestirse cuando sintió una tercera presencia en la sala.

Mari estaba allí. Veronika no sabía en qué momento había entrado; lo que había escuchado o visto, pero aún así no sentía ni vergüenza ni miedo. Se limitó a mirarla con la misma distancia con que se mira a una persona demasiado próxima.

—Hice lo que tú me sugeriste —dijo—. Llegué lejos.

Mari permaneció callada; acababa de revivir momentos muy importantes de su vida y sentía un cierto malestar. Quizás fuera la hora de regresar al mundo, enfrentar los avatares del mundo exterior, decir que todos podían ser miembros de una gran Fraternidad, aunque nunca hubieran conocido un manicomio.

Como aquella chica, por ejemplo, cuya única razón para estar en Villete era haber atentado contra su propia vida. Ella nunca había conocido el pánico, la depresión, las visiones místicas, las psicosis, los límites a los que la mente humana nos puede llevar Aunque hubiese conocido a tantos hombres, nunca había sentido lo que hay de más oculto en sus deseos, y el resultado era que no conocía ni la mitad de su vida. ¡Ah, si todos pudiesen conocer y convivir con su locura interior! ¿Sería peor el mundo? No, las personas serían más justas y felices.

—¿Por qué no hice nunca esto antes?

—Él quiere que interpretes una pieza más —dijo Mari mirando hacia Eduard—. Creo que lo merece.

—Lo haré, pero contéstame: ¿por qué nunca había hecho esto antes? Si soy libre, si puedo pensar en todo lo que quiero, ¿por qué siempre evité imaginar situaciones prohibidas?

—¿Prohibidas? Escucha: fui abogada, y conozco las leyes. También fui católica, y conocía de memoria muchos pasajes de la Biblia. ¿Qué quieres decir con «prohibidas»?

Mari se acercó a ella y la ayudó a ponerse el jersey.

—Mírame bien a los ojos y no te olvides de lo que te voy a decir Sólo existen dos prohibiciones: una por la ley del hombre y otra por la ley de Dios. Nunca fuerces una relación con alguien, pues es considerado estupro. Y nunca tengas relaciones con menores, porque éste es el peor de los pecados. Aparte de esto, eres libre. Siempre existe alguien que quiere hacer exactamente lo mismo que tú deseas.

Mari no estaba predispuesta a enseñar asuntos importantes a alguien que iba a morir tan pronto. Con una sonrisa dijo «buenas noches» y se retiró.

Eduard no se movió: esperaba que Veronika interpretase una pieza para él. Ella tenía el deber de recompensarlo por el inmenso placer que le había proporcionado, sólo por permanecer delante de ella contemplando su locura sin pavor ni repulsión. Se sentó al piano y volvió a tocar.

Sentía el alma ligera, y ya ni siquiera el miedo a la muerte la atormentaba. Había vivido lo que siempre escondiera de sí misma. Había conocido los placeres que podía experimentar una virgen y una prostituta, una esclava y una reina, más intensamente los de una esclava que los de una reina.

Aquella noche, como por milagro, todas las canciones que sabía volvieron a su mente, e hizo que Eduard disfrutase tanto como lo había hecho ella.