Mari nunca había pensado en el suicidio. Por el contrario, cinco años atrás, en el mismo cine al que fue hoy, había contemplado horrorizada una película sobre la miseria en El Salvador que le había hecho considerar lo importante que era su vida. En aquella época, con sus hijos crecidos y ya encaminados en sus respectivas profesiones estaba decidida a dejar la tediosa e inacabable práctica de la abogacía para dedicar el resto de sus días a una entidad humanitaria. Los rumores de guerra civil en el país crecían a cada momento, pero Mari no les daba crédito: era imposible que al finalizar el siglo, la Comunidad Europea permitiese que estallara un nuevo conflicto bélico a las puertas del nuevo milenio.
Al otro lado del mundo, sin embargo, la gama de las tragedias era enorme. Y entre ellas estaba la de El Salvador, con sus criaturas pasando hambre en la calle y siendo obligadas a prostituirse.
—¡Qué horror! —comentó a su marido, que se hallaba sentado en el sillón de al lado.
Él asintió con la cabeza.
Hacía mucho tiempo que Mari venía atrasando la decisión, pero quizás fuese ya la hora de hablar con él. Ya habían recibido todo lo que la vida puede ofrecer de bueno: casa, trabajo, buenos hijos, el necesario confort, diversiones y cultura. ¿Por qué no hacer ahora algo por el prójimo? Mari tenía contactos con la Cruz Roja y sabía que necesitaban desesperadamente voluntarios en todas partes del mundo.
Estaba harta de trabajar luchando con la burocracia, los procedimientos, incapaz de ayudar a gente que perdía años de su vida intentando solucionar problemas que no habían creado. Trabajar en la Cruz Roja, en cambio, le daría resultados inmediatos.
Decidió que en cuanto salieran del cine le sugeriría ir a un café a discutir la idea.
La pantalla mostraba a un funcionario del gobierno salvadoreño dando una disculpa banal para determinada injusticia y, de repente, Mari sintió que su corazón se aceleraba.
Se dijo a sí misma que no era nada. Quizás el aire enrarecido de la sala la estuviese asfixiando; si el síntoma persistía, saldría al hall de entrada para respirar un poco.
Pero en una sucesión rápida de acontecimientos, el corazón comenzó a latir más y más fuerte y ella sintió un sudor frío.
Se asustó e intentó concentrar su atención en la película, para ver si alejaba de su mente cualquier pensamiento negativo. Sin embargo, advirtió que ya no conseguía seguir lo que estaba sucediendo en la pantalla; las imágenes continuaban desfilando ante sus ojos, los subtítulos eran visibles, pero Mari parecía haber entrado en una realidad completamente diferente, donde todo aquello era extraño, fuera de lugar, propio de un mundo donde jamás había estado antes.
—Me encuentro mal —dijo a su marido.
Había procurado evitar al máximo hacer este comentario porque significaba admitir que algo más profundo la afectaba. Pero era imposible atrasarlo más.
—Vámonos —respondió él.
Cuando tomó la mano de su mujer para ayudarla a levantarse, notó que estaba helada.
—No podré llegar hasta afuera. Por favor, dime qué me está pasando.
El marido se asustó. El rostro de Mari estaba cubierto de sudor y sus ojos tenían un brillo diferente.
—¡Cálmate! Saldré y llamaré a un médico.
Ella se desesperó. Las palabras tenían sentido, pero todo el resto —el cine, la penumbra, las personas sentadas una al lado de la otra y contemplando una pantalla iluminada—, todo aquello parecía amenazador Tenía la seguridad de que estaba viva, podía hasta palpar la vida a su alrededor, como si fuese sólida. Y nunca le había pasado esto antes.
—No me dejes aquí sola, de ningún modo. Me levantaré y saldré contigo. Camina despacio.
Los dos pidieron permiso a los espectadores que se encontraban en la misma fila y empezaron a caminar en dirección al fondo de la sala, donde estaba la puerta de salida. El corazón de Mari estaba ahora completamente desbocado y ella tenía la certeza, absoluta certeza, de que nunca conseguiría salir de allí. Todo lo que hacía, cada gesto suyo —colocar un pie delante del otro, pedir permiso, agarrarse al brazo del marido, inspirar y espirar— parecía consciente y pensado, y aquello era aterrador.
Nunca había sentido tanto miedo en su vida.
«Me voy a morir dentro de un cine».
Y le pareció que entendía lo que estaba pasando, porque una amiga suya había muerto dentro de un cine, muchos años atrás: un aneurisma había estallado en su cerebro.
Los aneurismas cerebrales son como bombas de tiempo. En los vasos sanguíneos se forman pequeñas varices —como ampollas o burbujas en neumáticos usados— y pueden quedarse ahí durante toda la existencia de una persona sin que pase nada. Nadie sabe si tiene un aneurisma hasta que es descubierto sin querer —como en el caso de una radiografía de cerebro hecha por otros motivos— o en el momento en que estalla, inundando todo de sangre, llevando inmediatamente a la persona al estado de coma y generalmente provocando su muerte al poco tiempo.
Mientras caminaba por el corredor de la sala oscura, Mari se acordaba de la amiga perdida. Lo más extraño, sin embargo, era cómo la explosión del aneurisma estaba afectando su percepción: parecía haber sido transportada a un planeta diferente, viendo cada cosa familiar como si fuera por primera vez.
Y el miedo aterrador, inexplicable, el pánico de hallarse sola en aquel otro planeta. La muerte.
«No puedo pensar. Tengo que fingir que todo está bien y todo acabará bien».
Procuró actuar con naturalidad y durante algunos segundos la sensación de extrañeza se atenuó. Desde el momento en que sintió el primer síntoma de taquicardia hasta el instante en que alcanzó la puerta, había pasado los dos minutos más aterradores de su vida.
Cuando llegaron a la sala de espera iluminada, no obstante, todo pareció volver, engañosamente, a la normalidad. Los colores eran intensos, el ruido de la calle parecía entrar por doquier y el conjunto era totalmente irreal. Comenzó a reparar en detalles que nunca antes había notado: la nitidez de la visión, por ejemplo, que cubre apenas una pequeña área donde concentramos nuestros ojos, mientras que el resto queda completamente desenfocado.
Fue más lejos aún: sabía que todo lo que veía a su alrededor no pasaba de ser una escena creada por impulsos eléctricos dentro de su cerebro, utilizando impulsos de luz que atravesaban un cuerpo gelatinoso llamado ojo.
No. No podía empezar a pensar en eso. Si seguía por ese camino iba a terminar completamente loca.
A estas alturas, el miedo al aneurisma ya había desaparecido. Había salido del cine y continuaba viva, mientras que su amiga no había tenido ni tiempo de moverse de la butaca.
—Llamaré a una ambulancia —dijo su marido al ver el rostro pálido y los labios sin color de su mujer.
—Llama a un taxi —pidió Mari escuchando el sonido que salía de su boca, consciente de la vibración de cada cuerda vocal.
Ir al hospital significaba aceptar que estaba realmente muy mal, y Mari estaba decidida a luchar hasta el último minuto para que las cosas volviesen a ser lo que eran.
Salieron al exterior y el frío cortante pareció ejercer algún efecto positivo; Mari fue recuperando poco a poco el control de sí misma, aún cuando el pánico, el terror inexplicable, continuase. Mientras el marido, desesperado, intentaba encontrar un taxi a aquella hora de la noche, ella se sentó en el borde de la acera y procuró no mirar lo que le rodeaba, porque los chicos jugando, los autobuses circulando, la música que venía de un parque de atracciones en las cercanías, todo aquello parecía absolutamente surrealista, intimidante, irreal.
Finalmente apareció un taxi.
—¡Al hospital! —ordenó el marido, ayudando a la mujer a entrar.
—A casa, por el amor de Dios —pidió ella. No quería más lugares extraños, necesitaba desesperadamente cosas familiares, iguales, que la ayudaran a conjurar el pavor que la embargaba—. Me siento mejor —le dijo a su marido—. Debe de haber sido algo que comí.
Cuando llegaron a su casa, el mundo volvía a parecer el mismo que conocía desde su infancia. Al ver al marido dirigirse hacia el teléfono, le preguntó qué iba a hacer.
—Llamar a un médico.
—No hace falta. Mírame, verás que estoy bien.
El color había vuelto a su rostro, su corazón latía normalmente y el miedo incontrolable había desaparecido.
Mari durmió pesadamente aquella noche y se despertó con una certeza: alguien debía de haber colocado alguna droga en el café que habían bebido antes de entrar en el cine. Todo no había pasado de ser una broma peligrosa, y ella estaba dispuesta, al atardecer, a llamar a un oficial del juzgado e ir hasta el bar para intentar descubrir al irresponsable autor de la idea.
Se fue al trabajo, despachó algunos expedientes que estaban pendientes y procuró concentrarse en los más diversos asuntos, pues la experiencia del día anterior la había dejado aún un poco asustada y necesitaba demostrarse a sí misma que aquello no se repetiría nunca más.
Discutió con uno de sus socios el filme sobre El Salvador y mencionó, de paso, que ya estaba cansada de hacer todos los días lo mismo.
—Quizás haya llegado la hora de retirarme.
—Eres una de las mejores profesionales que tenemos —le dijo el socio—. Y el derecho es una de las escasas actividades donde la edad siempre cuenta a favor ¿Por qué no te tomas unas largas vacaciones? Estoy seguro de que después volverás aquí con entusiasmo.
—Quiero dar un vuelco total a mi vida; vivir una aventura, ayudar a los demás, hacer algo que nunca haya hecho.
La conversación acabó allí. Fue hasta la plaza, almorzó en un restaurante más caro que el que solía frecuentar y volvió más temprano al despacho. A partir de aquel momento estaba empezando su retirada.
El resto de los empleados aún no habían regresado, y Mari aprovechó para examinar el trabajo que aún estaba sobre su mesa. Abrió el cajón para coger una estilográfica que siempre dejaba en el mismo lugar y no consiguió encontrarla. Por una fracción de segundo pensó que quizás estuviera actuando de manera extraña, pues tal vez no había vuelto a poner la pluma donde debía.
Este detalle intrascendente fue suficiente para que su corazón se volviera a disparar y el terror de la noche anterior se reprodujera con toda su fuerza.
Mari se quedó paralizada. El sol que entraba por las persianas confería al entorno un color diferente, más vivo, más agresivo, pero ella tenía la sensación de que se iba a morir en el minuto siguiente. Lo que estaba sucediendo era totalmente insólito. ¿Qué estaba haciendo en aquel despacho?
«Dios mío, yo no creo en Ti, pero ayúdame».
Volvió otra vez el sudor frío, y vio que no podía controlar su miedo. Si alguien entrase allí en aquel momento, notaría su mirada asustada y ella estaría perdida.
«El frío».
El frío había hecho que se sintiese mejor el día anterior, pero ¿cómo llegar hasta la calle? Otra vez estaba sintiendo cada detalle de lo que le sucedía: el ritmo de la respiración (había momentos en que sentía que si no inspirase y espirase el cuerpo sería incapaz de hacerlo por sí solo), el movimiento de la cabeza (las imágenes cambiaban de lugar como si hubiese una cámara de televisión girando), el corazón latiendo cada vez con mayor agitación, el cuerpo bañado por un sudor helado y denso.
Y el terror Sin ninguna explicación, se sintió presa de un miedo enorme a hacer cualquier cosa, a dar cualquier paso, a salir de donde estaba sentada.
«Pasará».
Había pasado el día anterior Pero ahora estaba en el trabajo: ¿qué debo hacer? Miró el reloj, que le pareció también un mecanismo absurdo, con dos agujas girando en torno al mismo eje, indicando una medida de tiempo que nadie jamás había explicado por qué debía ser doce y no diez, como todas las otras medidas creadas por el hombre.
«No puedo pensar en estas cosas. Me volverán loca».
Loca. Tal vez fuese la palabra adecuada para lo que le estaba pasando. Reuniendo toda su voluntad, Mari se levantó y se dirigió al lavabo. Felizmente, la oficina continuaba vacía y ella consiguió llegar a donde quería en un minuto que le pareció una eternidad. Se lavó la cara; la sensación de extrañeza disminuyó, pero el miedo continuaba.
«Pasará —se dijo—. Ayer se pasó».
Recordaba que el día anterior el extraño episodio había durado aproximadamente unos treinta minutos. Se encerró dentro de uno de los inodoros, se sentó y colocó la cabeza entre las piernas. La posición hizo que el sonido de su corazón se ampliase, y Mari entonces levantó el cuerpo.
«Pasará».
Se quedó allí, pensando que ya no se conocía más a sí misma, que estaba irremediablemente perdida. Escuchó pasos de gente entrando y saliendo del lavabo, grifos que se abrían y cerraban, conversaciones inútiles sobre temas banales. Más de una vez alguien intentó abrir la puerta del váter donde ella estaba, pero ella emitía un murmullo y nadie insistía. Los ruidos de las descargas de las cisternas sonaban como algo terrorífico, capaz de derribar el edificio y llevarse a todas las personas al infierno.
Pero, según había previsto, el miedo fue pasando y su corazón volviendo a la normalidad. Por suerte, su secretaria era lo suficientemente incompetente como para ni siquiera notar su falta, o ya toda la oficina habría estado en el lavabo preguntando si se encontraba bien.
Cuando estuvo segura de haber recuperado su autocontrol, Mari abrió la puerta, se lavó la cara durante un buen rato y regresó a su despacho.
—Está usted sin maquillaje —le dijo una becaria—. ¿Quiere que le preste el mío?
Mari no se tomó el trabajo de contestar Entró en su despacho, cogió su bolso, sus pertenencias, y le informó a su secretaria de que se iba a casa por el resto de la jornada laboral.
—¡Pero tiene muchas entrevistas concertadas! —protestó la secretaria.
—Usted no da órdenes: las recibe. Haga exactamente lo que le mando: anule las citas.
La secretaria acompañó con la mirada a aquella mujer con la que trabajaba desde hacía casi tres años y nunca le había hablado de esa forma. Algo muy serio le debía de estar pasando. Quizás alguien le había dicho que el marido estaba en la casa con una amante y ella quería sorprenderlo en flagrante adulterio.
«Es una abogada competente; sabe cómo actuar», se dijo la chica. Seguramente mañana le pediría disculpas.
No hubo «mañana». Aquella noche, Mari tuvo una extensa conversación con su marido y le describió todos los síntomas que había sentido. Juntos llegaron a la conclusión de que las palpitaciones en el corazón, el sudor frío, la sensación de extrañeza, impotencia y descontrol, todo podía ser resumido en una sola palabra: miedo.
Marido y mujer estudiaron juntos lo que estaba pasando. Él pensó en un tumor cerebral, pero no dijo nada. Ella pensó que estaba teniendo premoniciones de algo terrible, y tampoco lo dijo. Buscaron un terreno común para dialogar, con la lógica y la razón de la gente madura.
—Creo que sería conveniente que te hicieses unos exámenes.
Mari aceptó con una condición: nadie, ni siquiera sus hijos, deberían saber nada.
Al día siguiente solicitó —y le fue concedida— una excedencia de treinta días en el estudio de abogacía. El marido pensó en llevarla a Austria, donde estaban los grandes especialistas de enfermedades cerebrales, pero ella no quería salir de casa. Los ataques ahora eran más frecuentes y duraban más tiempo.
Con muchas dificultades y después de que Mari ingiriese unos calmantes, acompañada por su marido se dirigió a un hospital en Ljubljana y se sometió a un exhaustivo chequeo. No se le encontró nada anormal, ni rastros de aneurisma, lo que la tranquilizó definitivamente a este respecto.
Pero los ataques de pánico continuaban. Mientras el marido se ocupaba de las compras y cocinaba, Mari hacía una limpieza diaria y exhaustiva de la casa, para mantener su mente concentrada en otros asuntos. Comenzó a leer todos los libros de psiquiatría que podía encontrar, pero pronto suspendió su lectura porque le daba la impresión de que padecía cada una de las enfermedades descritas en los textos.
Lo más terrible de todo era que, a pesar de que los ataques no eran ya ninguna novedad, ella continuaba sintiendo pavor, extrañeza ante la realidad, incapacidad para controlarse. Además de eso, empezó a culparse por la situación del marido, que estaba obligado a trabajar el doble al tener que suplir sus tareas de ama de casa, con excepción de la limpieza.
Al ver que los días pasaban y la situación no se resolvía, Mari comenzó a sentir y a exteriorizar una irritación profunda. Todo era motivo para que perdiese la calma y comenzase a gritar, terminando, invariablemente, en un llanto compulsivo.
Pasados treinta días, el socio de Mari en el despacho se presentó en su casa. Él llamaba todos los días, pero ella no atendía el teléfono o indicaba a su marido que dijera que estaba ocupada. Aquella tarde, el socio no dejó de tocar el timbre hasta que le abrieron la puerta.
Mari había pasado una mañana tranquila. Preparó un té, hablaron sobre el despacho y él le preguntó cuándo volvería a trabajar.
—Nunca más.
El socio recordó la conversación que habían sostenido acerca de El Salvador.
—Siempre has dado lo mejor de ti, y tienes derecho a elegir lo que quieras hacer con tu vida —dijo él, sin rencor en la voz—. Pero pienso que el trabajo, en estos casos, es la mejor de las terapias. Viaja, conoce el mundo, sé útil donde creas que te necesitan, pero recuerda que las puertas de nuestro bufete están abiertas esperando tu regreso.
Al oír estas palabras, Mari estalló en sollozos, como acostumbraba a hacer últimamente con mucha facilidad.
El socio esperó hasta que ella se calmó. Como buen abogado, no preguntó nada; sabía que tenía más posibilidades de conseguir una respuesta con su silencio que con una pregunta.
Y así fue. Mari le contó todo, desde lo que le había pasado en el cine hasta sus recientes ataques histéricos con el marido, que tanto la apoyaba.
—Estoy loca —dijo.
—Es una posibilidad —respondió él, con aire de quien entiende todo, pero con ternura en su voz—. En este caso tienes dos alternativas: tratarte o seguir enferma.
—No hay tratamiento para lo que yo estoy sintiendo. Continúo en pleno dominio de mis facultades mentales y estoy tensa porque esta situación ya se prolonga demasiado tiempo. Pero no tengo los síntomas clásicos de la locura, como ausencia de la realidad, desinterés o agresividad descontrolada. Sólo miedo.
—Es lo que todos los locos dicen: que son normales.
Los dos rieron, y ella preparó un poco más de té. Conversaron sobre el tiempo, el éxito de la independencia eslovena, y las tensiones que comenzaban a surgir entre Croacia y Yugoslavia. Mari veía cada día mucha televisión y estaba muy bien informada sobre todos los temas.
Antes de despedirse, el socio retomó el asunto.
—Acaban de abrir un sanatorio en la ciudad —dijo—. Capital extranjero y tratamiento del primer mundo.
—¿Tratamiento de qué?
—Desequilibrios, digamos. Y el miedo exagerado es un desequilibrio.
Mari prometió pensar en el asunto, pero no tomó ninguna decisión en ese sentido. Los ataques de pánico se sucedieron durante otro mes, hasta que comprendió que no solamente su vida personal, sino su matrimonio, se estaban viniendo abajo. Nuevamente pidió algunos calmantes y se atrevió a salir de la casa, por segunda vez en sesenta días.
Tomó un taxi y se dirigió al nuevo sanatorio. En el camino, el chófer le preguntó si iba a visitar a alguien.
—Dicen que es muy confortable, pero también dicen que hay locos furiosos y que los tratamientos incluyen electroshocks.
—Voy a visitar a alguien —respondió Mari.
Bastó apenas una hora de conversación para que los dos meses de sufrimiento de Mari terminasen. El director de la institución —un hombre alto, con los cabellos teñidos de negro, que atendía por el nombre de doctor Igor— le explicó que se trataba sólo de un caso de síndrome de pánico, enfermedad recién admitida en los anales de la psiquiatría universal.
—No significa que la enfermedad sea nueva —explicó, cuidando de ser bien comprendido—. Sucede que las personas afectadas acostumbraban a esconderla por miedo a ser confundidas con locos. Se trata tan sólo de un desequilibrio químico del organismo, al igual que la depresión.
El doctor Igor escribió una receta y le pidió que volviese a su casa.
—No quiero volver ahora —respondió Mari—. A pesar de todo lo que usted me ha explicado, no tengo valor para salir a la calle. Mi matrimonio se ha vuelto un infierno y debo permitir que mi marido se recupere de estos meses que ha pasado cuidando de mí.
Como sucedía siempre en casos como éste —dado que los accionistas querían mantener el hospital funcionando a plena capacidad—, el doctor Igor aceptó el ingreso, aunque dejando bien claro que no era necesario.
Mari recibió la medicación adecuada, tuvo asistencia psicológica y los síntomas fueron disminuyendo hasta desaparecer completamente.
En este intervalo, sin embargo, la noticia del internamiento de Mari corrió por la pequeña ciudad de Ljubljana. Su socio, amigo de muchos años, compañero de no se sabe cuántas horas de alegrías y disgustos, vino a visitarla a Villete. La felicitó por haber tenido el valor de seguir su consejo y haber buscado ayuda, pero después le informó de la razón de su visita:
—Quizás sea realmente el momento de retirarte.
Mari entendió lo que había detrás de aquellas palabras: nadie iba a querer confiar sus asuntos a una abogada que ya había estado internada en un manicomio.
—Dijiste que el trabajo era la mejor terapia. Tengo que volver, aunque sea por poco tiempo.
Ella aguardó cualquier reacción, pero él no dijo nada. Mari continuó:
—Tú mismo me sugeriste que me tratase. Cuando yo pensaba en la jubilación, estaba pensando en salir victoriosa, realizada, por mi libre y espontánea voluntad. No quiero dejar mi empleo así, porque fui derrotada. Dame por lo menos una oportunidad de recuperar mi autoestima y entonces pediré la jubilación.
El abogado carraspeó.
—Yo sugerí que te trataras, no que te internaras.
—Pero era una cuestión de supervivencia. Yo simplemente no conseguía salir a la calle, mi matrimonio se estaba acabando.
Mari sabía que estaba desperdiciando sus palabras. Nada de lo que dijese o hiciese conseguiría disuadirlo. Al fin y al cabo, era el prestigio del bufete lo que estaba en juego. Aún así, lo intentó una vez más.
—Yo aquí dentro he convivido con dos tipos de personas: gente que no tiene posibilidad de volver a la sociedad y gente que está absolutamente curada, pero prefiere fingirse loca para no tener que enfrentarse a las responsabilidades de la vida. Yo quiero, necesito, volver a gustarme a mí misma, debo convencerme de que soy capaz de tomar mis propias decisiones. No puedo ser empujada a cosas que no he escogido.
—Podemos cometer muchos errores en nuestras vidas —contestó el abogado—, menos uno: aquel que nos destruye.
Era inútil continuar la conversación: en opinión del socio, Mari había cometido un error garrafal.
Dos días después le anunciaron la visita de otro abogado, esta vez de un bufete diferente, considerado el mejor rival de sus ahora ex compañeros. Mari se animó: quizás él supiese que ella estaba libre para aceptar un nuevo empleo y allí estaba la oportunidad de recuperar su lugar en el mundo.
El abogado entró en la sala de visitas, se sentó delante de ella, sonrió, le preguntó si ya estaba mejor y sacó varios papeles de su portafolios.
—Estoy aquí en representación de su marido —le informó—. Esto es una solicitud de divorcio. Naturalmente, él pagará sus gastos de hospital durante el tiempo que permanezca aquí.
Esta vez Mari no reaccionó. Firmó todo, aún sabiendo que, de acuerdo con la justicia que había aprendido, podía prolongar indefinidamente aquella batalla legal. Seguidamente fue a hablar con el doctor Igor y le dijo que los síntomas de pánico habían retornado.
El doctor Igor sabía que ella estaba mintiendo, pero prolongó el internamiento por tiempo indefinido.