Una vez hubo finalizado la meditación, el maestro sufí se retiró. Mari permaneció un poco más en el refectorio, charlando con los miembros de la Fraternidad. La chica se quejó de cansancio y se retiró, pues al fin y al cabo el sedante que le habían dado esa mañana era lo bastante fuerte como para hacer dormir a un toro, y aún así ella había conseguido tener fuerzas para mantenerse despierta hasta entonces.
«La juventud es así, establece los propios límites sin preguntar si el cuerpo es capaz de soportarlos. Y el cuerpo siempre lo es».
Mari no tenía sueño; había dormido hasta tarde, y después había decidido dar un paseo por la ciudad, puesto que el doctor Igor exigía que los miembros de la Fraternidad salieran de Villete todos los días. Había ido al cine y se había vuelto a dormir en la butaca viendo una película aburridísima sobre conflictos entre marido y mujer ¿Será posible que no tengan otro tema? ¿Por qué repetir siempre las mismas historias: marido con amante, marido con mujer e hijo enfermo, marido con mujer, amante e hijo enfermo? En el mundo había asuntos más importantes que contar.
La charla en el refectorio duró poco; la meditación había relajado al grupo y todos decidieron regresar a sus dormitorios, menos Mari, que salió a dar un paseo por el jardín. En su camino pasó por la sala de estar y vio a Veronika, que aún no se había retirado a su cuarto: estaba tocando para Eduard, el esquizofrénico, que posiblemente se había quedado esperando al lado del piano mientras duró la conferencia del maestro sufí. Los locos, como los niños, sólo desisten de su actitud cuando ven satisfechos sus deseos.
El aire estaba helado. Mari regresó, cogió un abrigo y volvió a salir. Allá fuera, lejos de los ojos de todos, encendió un cigarrillo. Fumó sin culpa y sin prisa, reflexionando sobre la chica, el piano que escuchaba y la vida del lado exterior a los muros de Villete, que se estaba volviendo insoportablemente difícil para todo el mundo.
En opinión de Mari, esta dificultad no se debía al caos, o a la desorganización o a la anarquía, sino al exceso de orden. La sociedad se regía cada vez por medio de más reglas, y leyes para contrariar las reglas, y nuevas reglas para contrariar las leyes; eso sembraba el temor en las personas, que ya no daban siquiera un paso que las alejara del cumplimiento del reglamento invisible que guiaba la vida de todos.
Mari tenía su propia experiencia para avalar esa opinión. Había pasado cuarenta años de su vida trabajando como abogada hasta que su enfermedad la trajo a Villete. Ya desde el comienzo de su carrera había perdido rápidamente su ingenua visión de la justicia y había pasado a entender que las leyes no habían sido creadas para resolver problemas, sino para prolongar indefinidamente las reyertas y las diferencias.
Era una pena que Alá, Jehová, Dios —no importa el nombre que se le diera— no hubiera vivido en el mundo actual. Porque si así fuese, todos nosotros estaríamos aún en el Paraíso mientras que él estaría respondiendo a recursos, apelaciones, rogatorias, exhortos, interdictos, preliminares, procedimientos, y tendría que explicar en innumerables audiencias su decisión de expulsar a Adán y Eva del Paraíso, apenas por transgredir una ley arbitraria sin ningún fundamento jurídico: no comer el fruto del árbol del Bien y del Mal.
Si Él no quería que eso sucediera, ¿por qué dispuso que el árbol se alzara en medio del Jardín y no fuera de los muros del Paraíso? Si la designaran defensora de la pareja, Mari seguramente acusaría a Dios de «omisión administrativa», porque además de emplazar el árbol en un lugar incorrecto, no lo rodeó de advertencias ni barreras, dejando de adoptar los mínimos requisitos de seguridad, y exponiendo a todos los que pasaban por allí al peligro.
Mari también podría acusarlo de «inducción al delito», puesto que atrajo la atención de Adán y Eva hacia el lugar exacto donde se encontraba. Si no hubiese dicho nada, generaciones y generaciones pasarían por esta Tierra sin que nadie se interesara por el fruto prohibido, ya que debería estar en un bosque lleno de árboles semejantes y, por lo tanto, sin ostentar ningún valor específico.
Pero Dios no había actuado así. Por el contrario, escribió la ley y encontró la manera de convencer a alguien para que la transgrediera, tan sólo para poder inventar el Castigo. Sabía que Adán y Eva acabarían aburridos de tanta perfección y, tarde o temprano, pondrían a prueba Su paciencia. Y se quedó allí, esperando, porque tal vez también Él —Dios Todopoderoso— se hallaba aburrido de que todo en la creación discurriera a la perfección; si Eva no hubiese comido la manzana, ¿qué es lo que hubiera sucedido de interesante en estos miles de millones de años?
Nada.
Cuando la ley fue violada, Dios —el Juez Todopoderoso— aún simuló una persecución, como si no conociese todos los escondrijos posibles que hubiese en el Jardín. Con los ángeles mirando y divirtiéndose con la broma (la vida para ellos también debía de ser muy tediosa desde que Lucifer dejara el Cielo), Él empezó a caminar Mari imaginaba cómo de aquel episodio de la Biblia se podía obtener una hermosa escena para un filme de suspense: los pasos de Dios, las miradas asustadas que la pareja intercambiaba entre sí, los pies que súbitamente se detenían junto al escondrijo.
—¿Dónde estás? —había preguntado Dios.
—Oí vuestro paso en el jardín, tuve miedo y me escondí porque estoy desnudo —había respondido Adán sin saber que, a partir de esta afirmación, se convertía en reo confeso de un crimen.
Listo. Mediante un simple truco, aparentando no saber dónde estaba Adán ni el motivo de su fuga, Dios había conseguido lo que deseaba. Aún así, para no dejar ninguna duda al público angelical que asistía atentamente al episodio, Él había decidido ir más lejos.
—¿Cómo sabes que estás desnudo? —había interrogado Dios, sabiendo que esta pregunta sólo tenía una respuesta posible: «Porque comí del árbol que me permite entenderlo».
Con aquella pregunta, Dios demostró a sus ángeles que era justo y que estaba condenando a la pareja en base a todas las pruebas existentes. A partir de allí ya no importaba saber si la culpa era de la mujer, y las súplicas de perdón serían inútiles. Dios necesitaba un ejemplo para que ningún otro ser, terrestre o celeste, tuviese nunca más el atrevimiento de ir en contra de Sus decisiones.
Y así expulsó a la pareja, sus hijos terminaron pagando también por el delito (como sucede en la actualidad con los hijos de los criminales) y el sistema judicial había sido inventado: ley, transgresión de la ley (lógica o absurda, no tenía importancia), juicio (donde el más experimentado vencía al ingenuo) y castigo.
Como toda la humanidad había sido condenada sin derecho a recurrir la sentencia, los seres humanos decidieron crear mecanismos de defensa para la eventualidad de que Dios decidiera mostrar de nuevo Su poder arbitrario. Pero en el transcurso de los milenios de estudios, los hombres inventaron tantos recursos que terminaron exagerando el número, y ahora la justicia era una maraña de cláusulas, jurisprudencias y textos contradictorios que nadie conseguía entender cabalmente.
Tanto es así que cuando Dios decidió cambiar de idea y mandar a Su Hijo para salvar al mundo, ¿qué sucedió? Cayó en las redes de la justicia que Él había creado.
La maraña de leyes terminó generando tanta confusión que el Hijo acabó crucificado. No fue un proceso sencillo: Jesús pasó de Anás a Caifás, de los sacerdotes a Pilatos, quien adujo que no existían leyes suficientes según el Código romano. De Pilatos a Herodes que, a su vez, alegó que el código judío no contemplaba la condena a muerte. De Herodes otra vez a Pilatos, que aún intentó una apelación ofreciendo un acuerdo jurídico al pueblo: azotó al acusado y mostró sus heridas, pero no sirvió de nada.
Como hacen los modernos promotores, Pilatos resolvió promoverse a costa del condenado: ofreció entonces cambiar a Jesús por Barrabás, sabiendo que la justicia a estas alturas ya se había convertido en un gran espectáculo donde era preciso un final apoteósico, con la muerte del reo.
Finalmente, Pilatos usó el artículo que facultaba al juez —y no a quien estaba siendo juzgado— el beneficio de la duda: se lavó las manos, lo que quiere decir «ni sí, ni no». Era un artificio más para preservar el sistema jurídico romano sin dañar las buenas relaciones con los magistrados locales; permitía, además, que el peso de la decisión fuese transferido al pueblo en el caso de que aquella sentencia acabara creando problemas tales como la venida de algún inspector de la capital del Imperio para verificar personalmente lo que sucedía.
Justicia. Derecho. Aunque fuese indispensable para ayudar a los inocentes, no siempre funcionaba de manera que agradase a todos. Mari se alegró de estar lejos de todo ese ambiente, aún cuando esa noche, con aquel piano tocando, no estuviese tan segura de que Villete fuera el lugar más indicado para ella.
«Si alguna vez decido salir de aquí, nunca más me implicaré en el mundo de la justicia, no pienso convivir con locos que se juzgan normales e importantes, pero cuya única función en la vida es dificultar la de los otros. Prefiero ser modista, bordadora o vendedora de fruta frente al teatro Municipal; ya cumplí mi parte de locura inútil».
En Villete estaba permitido fumar, pero estaba prohibido tirar el cigarrillo en la hierba. Con placer hizo lo que estaba prohibido, porque la gran ventaja de estar allí era no respetar los reglamentos y, a pesar de ello, estar a resguardo de las consecuencias.
Se acercó a la puerta de la entrada. El vigilante (siempre había un vigilante allí; al fin y al cabo, ésta era la ley) la saludó con la cabeza y abrió la puerta.
—No voy a salir —dijo ella.
—Bonito piano —respondió el vigilante—. Lo oigo casi todas las noches.
—Pues se acabará pronto —contestó Mari mientras se alejaba velozmente para evitar dar explicaciones.
Se acordó de lo que había leído en los ojos de la chica cuando entró en el refectorio: miedo.
Miedo. Veronika podía sentir inseguridad, timidez, vergüenza, falta de libertad, pero ¿por qué miedo? Este sentimiento sólo se justifica ante una amenaza concreta —como animales feroces, personas armadas, terremotos—, jamás por un grupo reunido en un refectorio.
«Pero el ser humano es así —se consoló—. Sustituye gran parte de sus emociones por el miedo».
Y Mari sabía muy bien de lo que estaba hablando, porque éste había sido el motivo que la llevó a Villete: el síndrome del pánico.
Mari mantenía en su cuarto una verdadera colección de artículos sobre la enfermedad. Hoy ya se hablaba abiertamente del tema, y recientemente había visto un programa de la televisión alemana donde algunas personas relataban sus experiencias. En este mismo programa, una pesquisa revelaba que parte de la población humana sufre el síndrome del pánico, aún cuando todos los afectados procurasen esconder los síntomas por temor a ser considerados locos.
Pero en la época en que Mari había sufrido su primer ataque, nada de eso era conocido. «Fue el infierno. El verdadero infierno», pensó, encendiendo otro cigarrillo.
El piano continuaba sonando; la chica parecía tener la energía suficiente como para pasar la noche en vela.
Desde que Veronika llegara al sanatorio, muchos internos se habían visto afectados por su presencia, y Mari era una de ellos. Al principio había procurado mantenerse alejada, temiendo despertar sus ganas de vivir; era mejor que continuase deseando la muerte, ya que no podía evitarla. El doctor Igor había propagado el rumor de que, aunque continuase aplicándole inyecciones todos los días, el estado de la chica se deterioraba claramente, y no conseguiría salvarla de ninguna manera.
Los internos habían entendido el mensaje, y se mantenían distantes de la mujer condenada. Pero, sin que nadie supiese exactamente por qué, Veronika había comenzado a luchar por su vida, aunque sólo dos personas se le hubieran aproximado: Zedka, que salía mañana y no era muy habladora, y Eduard.
Mari necesitaba tener una conversación con Eduard: él siempre la escuchaba con respeto. ¿Es que el joven no entendía que la estaba devolviendo al mundo? ¿Y que eso era lo peor que podía hacer con una persona sin esperanza de salvación?
Consideró mil maneras de explicar el asunto; pero todas ellas iban a crearle un sentimiento de culpa, y esto ella no lo haría nunca. Mari reflexionó un poco y decidió dejar las cosas correr a su ritmo normal; ya no ejercía de abogada, y no quería dar el mal ejemplo de crear nuevas leyes de conducta en un lugar donde debía reinar la anarquía.
Pero la presencia de la chica había afectado a mucha gente allí, y algunos estaban dispuestos a replantear sus vidas. En una de las reuniones de la Fraternidad, alguien había intentado explicar lo que estaba sucediendo: los fallecimientos en Villete ocurrían de repente, sin dar tiempo a que nadie meditara en ello, o al final de una larga enfermedad, cuando la muerte es siempre una bendición.
En el caso de aquella chica, sin embargo, el panorama era dramático: porque era joven, estaba deseando volver a vivir y todos sabían que eso era imposible. Algunos se preguntaban: «¿Y si eso me estuviese pasando a mí? ¿Y yo, que tengo una oportunidad, la estaré aprovechando?».
Otros no se preocupaban por la respuesta; hace mucho tiempo que habían desistido y ya formaban parte de un mundo donde no existe ni vida ni muerte, ni espacio ni tiempo. Pero muchos, no obstante, se veían obligados a reflexionar, y Mari era uno de ellos.