Veronika no sabía si era de día o de noche, pues aunque el doctor Igor tenía la luz encendida, acostumbraba a hacerlo todas las mañanas; pero al llegar al corredor vio la luna, y se dio cuenta de que había dormido más tiempo de lo que pensaba.
En el camino hacia la enfermería, se fijó en una fotografía enmarcada en la pared: era la plaza central de Ljubljana, aún sin la estatua del poeta Preseren, con varias parejas paseando, posiblemente en domingo.
Comprobó la fecha de la foto: verano de 1910.
Verano de 1910. Allí estaban aquellas personas, cuyos hijos y nietos ya habrían muerto, captadas en un momento de sus vidas. Las mujeres usaban pesados vestidos y todos los hombres llevaban sombrero, chaqueta, corbata (o tela de colores, como la llamaban los locos), polainas y paraguas al brazo.
¿Y el calor? La temperatura debía de ser la misma que en los veranos actuales, 35.º a la sombra. Si hubiese aparecido un inglés con bermudas y en mangas de camisa (vestimenta mucho más apropiada para el calor), ¿qué habrían pensado estas personas?
«Un loco».
Había entendido perfectamente bien lo que el doctor Igor había querido expresar De la misma manera entendía que siempre había tenido en su vida mucho amor, cariño, protección, pero le había faltado un elemento para transformar todo eso en una bendición: debía haber sido un poco más loca.
Sus padres habrían continuado queriéndola de cualquier manera, pero ella no había osado pagar el precio de su sueño por miedo a herirlos. Aquel sueño que estaba enterrado en el fondo de su memoria, aunque a veces fuese despertado durante un concierto, o un hermoso disco escuchado por casualidad. No obstante, siempre que afloraba su sueño, el sentimiento de frustración que la embargaba era tan profundo que ella intentaba adormecerlo con presteza.
Veronika sabía, desde pequeña, cuál era su verdadera vocación: ¡ser pianista!
Lo había presentido desde que recibió su primera clase de piano, cuando contaba doce años de edad. Su profesora también había advertido su talento, y la había alentado para convertirse en una profesional. Sin embargo, cuando, feliz por un concurso que acababa de ganar, dijo a su madre que iba a dejar todo para dedicarse solamente al piano, ella la había mirado con cariño y había comentado:
—Nadie vive de tocar el piano, amor mío.
—¡Pero si tú misma me has hecho tomar las clases!
—Solamente para desarrollar tus dotes artísticas; a los maridos les gusta, y puedes lucirte en las fiestas. Olvida ese capricho de ser pianista y ponte a estudiar derecho, que es la profesión del futuro.
Veronika hizo lo que le pidió su madre, segura de que ella tenía la suficiente experiencia para entender lo que era la realidad. Terminó sus estudios, entró en la facultad y salió de ella con un diploma y notas altas… pero sólo consiguió un empleo de bibliotecaria.
«Debía haber sido más loca», reflexionó. Pero, como sucede con la mayoría de las personas, lo había descubierto demasiado tarde.
Iba a continuar su camino cuando alguien la sujetó por el brazo. El poderoso calmante que le habían aplicado aún circulaba por sus venas, y por eso no reaccionó cuando Eduard, el esquizofrénico, delicadamente fue llevándola en una dirección diferente, hacia la sala de estar.
La luna continuaba en cuarto creciente y Veronika ya se había sentado al piano, atendiendo al silencioso pedido de Eduard, cuando empezó a oír una voz que procedía del refectorio. Pertenecía a alguien que hablaba con acento extranjero, y Veronika no recordaba haberlo escuchado en Villete.
—No quiero tocar el piano ahora, Eduard. Quiero saber lo que pasa en el mundo, lo que hablan aquí al lado, quién es ese hombre extraño.
Eduard sonreía, quizás sin entender una sola palabra de lo que le estaban diciendo. Pero ella recordó lo que había dicho el doctor Igor: los esquizofrénicos podían entrar y salir de sus aisladas realidades.
—Voy a morir —prosiguió Veronika, con la esperanza de que sus palabras tuvieran sentido—. La muerte rozó hoy mi rostro con sus alas y llamará a mi puerta mañana o pasado mañana. Es preferible que no te acostumbres a escuchar un piano todas las noches.
»Nadie puede acostumbrarse a nada, Eduard. Fíjate: yo estaba volviendo a apreciar el sol, las montañas, y hasta a aceptar los problemas; estaba incluso aceptando que la falta de sentido de la vida no era culpa de nadie más que de mí misma. Quería volver a ver la plaza de Ljubljana, sentir odio y amor, desesperación y tedio, todas esas cosas sencillas y banales que forman parte de lo cotidiano y dan sabor a la existencia. Si algún día pudiese salir de aquí, me permitiría ser loca, porque todo el mundo lo es. Y peores son aquellos que no saben que lo son, porque pasan su vida repitiendo constantemente lo que los otros les mandan.
»Pero nada de eso es posible, ¿has entendido? Del mismo modo tú no puedes pasar el día entero esperando que llegue la noche y que una de las internas toque el piano, porque eso se acabará muy pronto. Mi mundo y el tuyo han llegado al final.
Se levantó, tocó cariñosamente el rostro del muchacho y se dirigió al refectorio.
Al abrir la puerta se encontró con una escena insólita: las mesas y las sillas habían sido desplazadas hacia la pared, dejando un gran espacio vacío en el centro. Allí, sentados en el suelo, estaban los miembros de la Fraternidad, escuchando a un hombre con chaqueta y corbata.
—… entonces convidaron al gran maestro de la tradición sufí, Nasrudin, a dar una conferencia —estaba diciendo.
Cuando la puerta se abrió, todos los presentes miraron a Veronika. El hombre de la chaqueta se dirigió a ella:
—Siéntese.
Ella se sentó en el suelo, junto a una señora de cabellos blancos, Mari, la que había sido tan agresiva con ella cuando se conocieron. Ante su sorpresa, Mari le dedicó una sonrisa de bienvenida.
El hombre de la chaqueta continuó:
—Nasrudin fijó la conferencia para las dos de la tarde, y fue un éxito: se vendieron íntegramente los mil asientos y quedaron más de seiscientas personas afuera, que siguieron la disertación a través de un circuito cerrado de televisión.
»A las dos en punto entró un subordinado de Nasrudin e informó que por motivos de fuerza mayor la conferencia se atrasaría. Algunos se levantaron indignados, pidieron que se les devolviera el importe de la entrada y se fueron. Pero aún así permaneció mucha gente dentro y fuera de la sala.
»Cuando el reloj señaló las cuatro de la tarde, el maestro sufí aún no había aparecido y la gente fue lentamente abandonando el local y recobrando el dinero de su entrada; al fin y al cabo el horario de trabajo estaba terminando y era la hora de regresar a casa. Cuando dieron las seis, los mil setecientos asistentes iniciales se habían reducido a menos de un centenar.
»En ese momento, Nasrudin entró. Parecía completamente borracho y empezó a decir tonterías de mal gusto a una bonita joven que estaba sentada en la primera fila.
»Pasada la sorpresa, los asistentes empezaron a indignarse: ¡cómo, después de hacerse esperar cuatro horas enteras, ese hombre se comportaba de tal manera! Entonces se oyeron algunos murmullos de desaprobación, pero el maestro sufí no les dio ninguna importancia, sino que continuó, a voz en cuello, alabando el atractivo de la chica y convidándola a viajar con él a Francia.
«¡Qué maestro! —pensó Veronika—. Menos mal que yo nunca creí en estas cosas».
—Luego de proferir algunas palabrotas en contra de las personas que protestaban —prosiguió el hombre de la chaqueta—, Nasrudin intentó levantarse y cayó pesadamente al suelo. Indignadas, las personas asistentes decidieron marcharse, diciendo que todo aquello no pasaba de ser puro charlatanismo y que irían a los periódicos a denunciar aquel espectáculo degradante.
»Y así el grupo de ofendidos dejó el recinto. Nueve personas continuaron en la sala. Nasrudin se levantó; estaba sobrio, sus ojos irradiaban luz, y había en torno de él una aura de respetabilidad y sabiduría. «Vosotros, los que os habéis quedado, sois los que me tenéis que oír —dijo—. Habéis pasado por las dos pruebas más duras en el camino espiritual: la paciencia para esperar el momento adecuado y el coraje de no decepcionaros con lo que habéis encontrado. A vosotros os enseñaré».
»Y Nasrudin compartió con ellos algunas de las técnicas sufíes.
El hombre hizo una pausa y extrajo del bolso una extraña flauta.
—Ahora vamos a descansar un poco y después haremos nuestra meditación.
El grupo se levantó. Veronika no sabía qué hacer.
—Levántate también —le dijo Mari, cogiéndola de la mano—. Tenemos cinco minutos de recreo.
—Me voy, no quiero molestar.
Mari se la llevó a un rincón.
—¿Es posible que no hayas aprendido nada, ni siquiera con la proximidad de la muerte? ¡Deja de estar pensando siempre que causas alguna molestia, coacción o perturbación a tu prójimo! ¡Si así fuera, la gente ya protestaría, y si no tuvieran valor para hacerlo, es su problema!
—Aquel día, cuando me acerqué a ustedes, estaba haciendo algo que nunca me había atrevido a realizar antes.
—Y te dejaste acobardar por una simple broma de locos. ¿Por qué no seguiste adelante? ¿Qué temías perder?
—Mi dignidad. Estar donde no soy bienvenida.
—¿Qué es la dignidad? ¿Es querer que todo el mundo te encuentre buena, bien educada, llena de amor al prójimo? Respeta la naturaleza: mira más películas de animales y fíjate en cómo ellos luchan por su espacio. Todos nos alegramos con aquel bofetón que propinaste.
Veronika consideraba que ya no le quedaba tiempo para luchar por ningún espacio y decidió cambiar de tema y preguntar quién era aquel hombre.
—Estás mejorando —replicó Mari riendo—. Haces preguntas sin miedo de que piensen que eres indiscreta. Ese hombre es un maestro sufí.
—¿Qué quiere decir sufí?
—Lana.
Veronika no entendía. ¿Lana?
—El sufismo es una tradición espiritual de los derviches en la que los maestros no buscan mostrar sabiduría y los discípulos bailan, giran sobre sí mismos y entran en trance.
—¿Y para qué sirve eso?
—No estoy bien segura; pero nuestro grupo decidió vivir todas las experiencias que se le habían prohibido. En el curso de nuestras vidas, las autoridades gubernamentales nos inculcaron que la única finalidad de la búsqueda espiritual era apartar al hombre de sus problemas reales. Ahora contéstame lo siguiente: ¿tú no crees que entender la vida es un problema real?
Sí, era un problema real. Además, ya no estaba segura de lo que la palabra realidad quería decir.
El hombre de la chaqueta (un maestro sufí, según Mari) pidió que todos se sentaran en círculo. De uno de los jarrones del refectorio retiró todas las flores, salvo una rosa roja, y lo colocó en el centro del grupo.
—Mira lo que hemos conseguido —comentó Veronika a Mari—. Algún loco decidió que era posible cultivar flores en invierno y hoy en día tenemos rosas el año entero en toda Europa. ¿Crees que un maestro sufí, con todo su conocimiento, es capaz de hacer eso?
Mari pareció adivinar su pensamiento.
—Deja las críticas para después.
—Lo intentaré. Porque todo lo que tengo es el presente y, dicho sea de paso, será bastante breve.
—Es todo lo que todo el mundo tiene, y es siempre muy breve, aunque algunos piensen que poseen un pasado, donde acumularon experiencias, y un futuro, donde acumularán aún más. Y de paso, hablando del presente, ¿tú ya te has masturbado mucho?
Aunque Veronika se hallara todavía bajo los efectos del sedante, recordó la primera frase que había escuchado en Villete.
—Cuando entré en Villete, inmovilizada por los tubos de respiración artificial, oí claramente que alguien me preguntaba si quería ser masturbada. ¿Qué es eso? ¿Por qué viven pensando en estas cosas aquí?
—Aquí y afuera. Sólo que en nuestro caso no necesitamos escondernos.
—¿Fuiste tú quien me lo preguntó?
—No. Pero creo que deberías saber hasta dónde puede llegar tu placer. La próxima vez, con un poco de paciencia, podrás llevar a tu pareja hasta allá, en vez de estar siendo guiada por él. Aunque sólo te queden dos días de vida, creo que no deberías partir de aquí sin saber hasta dónde podrías haber llegado.
—Sólo si fuera con el esquizofrénico que me está esperando para escuchar el piano.
—Por lo menos es un hombre guapo.
El hombre de la chaqueta pidió silencio, interrumpiendo la conversación. Mandó que todos se concentrasen en la rosa y vaciasen sus mentes.
—Los pensamientos volverán, pero procurad evitarlos. Tenéis dos caminos a elegir: dominar vuestra mente o ser dominados por ella. Ya habéis vivido esta segunda alternativa: os dejasteis llevar por los miedos, las neurosis y la inseguridad, porque el hombre tiende a la autodestrucción.
»No confundáis la locura con la pérdida de control. Recordad que, en la tradición sufí, el principal maestro —Nasrudin— es lo que todos llaman un loco. Y justamente porque su ciudad lo considera un demente, Nasrudin tiene la posibilidad de decir todo lo que piensa y hacer lo que le viene en gana. Así era como los bufones de la corte, en la época medieval, podían alertar al rey sobre los peligros que los ministros no osaban comentar porque temían perder sus cargos.
»Así debéis proceder vosotros: manteneos locos, pero comportaos como personas normales. Corred el riesgo de ser diferentes, pero aprended a hacerlo sin llamar la atención. Concentraos en esta flor y dejad que el verdadero Yo se manifieste.
—¿Qué es el verdadero Yo? —interrumpió Veronika.
Quizás lo supiesen todos allí, pero eso no importaba: a ella no debería preocuparle tanto incomodar o no a los demás.
El hombre pareció sorprendido con la interrupción, pero respondió:
—Es aquello que tú eres, no lo que hicieron de ti.
Veronika decidió hacer el ejercicio, empeñándose al máximo en descubrir quién era. En esos días en Villete había sentido cosas que nunca había experimentado con tanta intensidad: odio, amor, deseos de vivir, miedo, curiosidad. Tal vez Mari tuviera razón: ¿conocía realmente el orgasmo? ¿O sólo había llegado hasta donde los hombres la quisieron llevar?
El señor de la chaqueta empezó a tocar la flauta. Lentamente la música fue calmando su alma y ella consiguió fijarse en la rosa. Podía ser el efecto del sedante, pero el hecho es que desde que había salido del consultorio del doctor Igor se sentía muy bien.
Sabía que iba a morir muy pronto: ¿para qué sentir miedo? No ayudaría en nada, ni evitaría el fatídico ataque cardíaco. Lo más atinado sería aprovechar los días y las horas que le quedaban realizando lo que nunca había hecho.
La música llegaba queda a sus oídos y la exigua luz del refectorio había creado una atmósfera casi religiosa. Religión… ¿por qué no intentaba penetrar dentro de sí misma y averiguaba cuánto quedaba de sus creencias y de su fe?
Porque la música la conducía hacia otro ámbito: la instaba a no pensar, a no reflexionar acerca de su entorno, y limitarse a ser. Veronika se entregó, contempló la rosa, vio quién era, se gustó y lamentó haberse precipitado tanto.