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Se encontraba en el consultorio del doctor Igor, acostada en una cama inmaculadamente blanca, con sábanas nuevas.

Él auscultaba su corazón. Ella fingió que aún seguía dormida, pero algo dentro de su pecho había cambiado, porque el médico habló con la certeza de que estaba siendo oído.

—Quédese tranquila —le dijo—. Con la salud que tiene, puede vivir cien años.

Veronika abrió los ojos. Alguien le había cambiado su ropa. ¿Habría sido el doctor Igor? ¿La habría visto desnuda? Su cabeza no funcionaba bien aún.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Le dije que podía estar tranquila.

—No. Usted dijo que viviría cien años.

El médico se dirigió a su mesa.

—Usted dijo que yo viviría cien años —insistió Veronika.

—En medicina nada es definitivo —replicó el doctor Igor—. Todo es posible.

—¿Cómo está mi corazón?

—Igual.

Entonces no necesitaba ya nada. Los médicos ante un caso grave suelen aseverar: «Usted conseguirá vivir cien años» o «no es nada serio» o «usted tiene un corazón y una presión propios de un niño», o también: «tenemos que repetir los exámenes». Parece que teman que el paciente vaya a destrozar todo el consultorio.

Ella intentó levantarse, pero no lo consiguió: la sala entera había comenzado a girar a su alrededor.

—Quédese ahí un poco más, hasta que se sienta mejor. Usted no me molesta.

«¡Qué bien! —pensó Veronika—. ¿Pero, y si molestara?».

Como médico experimentado que era, el doctor Igor permaneció en silencio algún tiempo, simulando interesarse en los papeles diseminados sobre su mesa. Cuando nos hallamos delante de otra persona y ella no nos dice nada, la situación tórnase irritante, tensa, insoportable. El doctor Igor tenía la esperanza de que la chica empezara a hablar y él pudiera recoger más datos para su tesis sobre la locura y el método de curación que estaba desarrollando.

Pero Veronika no pronunció palabra alguna. «Quizás ya se encuentre en un grado de envenenamiento demasiado alto a causa del vitriolo», pensó el doctor Igor mientras se decidía a romper el silencio, que se estaba volviendo tenso, irritante, insoportable.

—Parece que le gusta tocar el piano —dijo, procurando ser lo más informal posible.

—Y a los locos les gusta oírlo. Ayer hubo uno que se quedó enganchado, escuchando —replicó Veronika.

—Eduard. Él comentó con alguien que le había encantado. A lo mejor eso ayuda a que vuelva a alimentarse como una persona normal.

—¿A un esquizofrénico puede gustarle la música? ¿Y comentarlo con los otros? —inquirió la joven.

—Sí. Y apuesto a que usted no tiene la menor idea de lo que está diciendo.

Aquel médico (que más parecía un paciente, con sus cabellos teñidos de negro) tenía razón. Veronika había escuchado la palabra muchas veces pero no tenía idea de lo que significaba.

—¿Puede curarse? —quiso saber, intentando ver si obtenía más informaciones sobre el tema.

—Puede controlarse. Aún no se sabe bien lo que pasa en el mundo de la locura: todo es nuevo, y los procesos cambian cada década. Un esquizofrénico es una persona que ya tiene una tendencia natural para ausentarse de este mundo, hasta que un hecho, grave o superficial, dependiendo de cada caso, hace que cree una realidad sólo para él. El caso puede evolucionar hasta un punto en que el paciente se ausente totalmente de la realidad, lo que llamamos catatonia, o, por el contrario, puede remitir a la larga, y permitir que el paciente trabaje y desarrolle una vida prácticamente normal. Depende tan sólo de un factor: el ambiente.

—Crear una realidad sólo para él —repitió Veronika—. ¿Qué es la realidad?

—Es lo que la mayoría de la gente consideró que debía ser No necesariamente lo mejor, ni lo más lógico, sino lo que se adaptó al deseo colectivo. ¿Usted ve lo que llevo alrededor del cuello?

—Una corbata.

—Muy bien. Su respuesta es lógica y coherente, propia de una persona absolutamente normal: «una corbata». .

»Un loco, sin embargo, diría que yo tengo alrededor del cuello una tela de colores, ridícula, inútil, atada de una manera complicada, que termina dificultando los movimientos de la cabeza y exigiendo un esfuerzo mayor para que el aire pueda penetrar en los pulmones. Si yo me distrajera estando cerca de un ventilador, podría morir estrangulado por esta tela.

»Si un loco me preguntara para qué sirve una corbata, yo tendría que responderle: para absolutamente nada. Ni siquiera para adornar, porque hoy en día se ha tornado en el símbolo de la esclavitud, del poder, del distanciamiento. La única utilidad de la corbata consiste en llegar a la casa y podérnosla quitar, dándonos la sensación de que estamos libres de algo que no sabemos lo que es.

»¿Pero la sensación de alivio justifica la existencia de la corbata? No. Aún así, si yo pregunto a un loco y a una persona normal qué es eso, será considerado cuerdo aquel que responda: «una corbata». No importa quien dice la verdad, importa quien tiene razón.

—De donde usted dedujo que no estoy loca, pues di el nombre adecuado a la tela de colores.

«No, usted no está loca» pensó el doctor Igor, una autoridad en el tema, poseedor de varios diplomas expuestos en la pared de su consultorio. Atentar contra la propia vida era propio del ser humano. Conocía a numerosas personas que lo habían intentado, y aún así él continuaba relacionándose con su entorno y aparentando inocencia y normalidad sólo porque no había elegido el controvertido procedimiento del suicidio. Se mataban lentamente, envenenándose con aquello que el doctor Igor llamaba vitriolo.

El vitriolo era un producto tóxico cuyos síntomas él había identificado en sus conversaciones con los hombres y mujeres que conocía. Estaba ahora escribiendo una tesis sobre el asunto, que sometería a la Academia de Ciencias de Eslovenia para su estudio. Era el paso más importante en el campo de la insania mental desde que el doctor Pinel mandara retirar las cadenas que aprisionaban a los enfermos, revolucionando de esa manera el mundo de la medicina con la idea de que algunos de ellos tenían posibilidades de curación.

Al igual que la libido —una reacción química responsable del deseo sexual, que el doctor Freud había reconocido pero que ningún laboratorio había sido jamás capaz de aislar—, el vitriolo era destilado por los organismos de los seres humanos que se encontraban en situación de miedo, aunque continuase invisible en las modernas pruebas de espectrografía. Pero era fácilmente reconocible por su sabor, que no era ni dulce ni salado, sino amargo. El doctor Igor, descubridor aún no reconocido de este veneno mortal, lo había bautizado con el nombre de un veneno muy utilizado en el pasado por emperadores, reyes y amantes de todos los tipos cuando necesitaban desembarazarse definitivamente de una persona incómoda.

Buenos tiempos aquellos de emperadores y reyes: en aquella época se vivía y moría con romanticismo. El asesino convidaba a la víctima a una espléndida cena, el sirviente entraba con dos hermosas copas, una de ellas con el vitriolo mezclado en la bebida: ¡cuánta emoción despertaban los gestos de la víctima tomando la copa, diciendo algunas palabras, dulces o agresivas, bebiendo como si fuera un vino embriagador, mirando sorprendida al anfitrión y cayendo fulminada en el suelo!

Pero este veneno, hoy caro y difícil de encontrar en el mercado, fue sustituido por procedimientos mortales más seguros, como revólveres, bacterias, etc. El doctor Igor, un romántico por naturaleza, había rescatado el nombre casi olvidado para bautizar la enfermedad del alma que él había conseguido diagnosticar y cuyo descubrimiento en breve asombraría al mundo.

Era curioso que nadie jamás se hubiera referido al vitriolo como un preparado tóxico mortal, aún cuando la mayoría de las personas afectadas identificase su sabor y se refiriese al proceso de envenenamiento como amargura. Todos los seres tenían amargura en su organismo, en mayor o menor grado, así como casi todos tenemos el bacilo de la tuberculosis. Pero estas dos enfermedades sólo atacan cuando el paciente se encuentra debilitado; en el caso de la amargura, el terreno propicio para el surgimiento de la enfermedad aparece cuando se crea el miedo a la llamada «realidad».

Ciertas personas, en el afán de querer construir un mundo donde ninguna amenaza externa pueda penetrar, aumentan exageradamente sus defensas contra el exterior (gente extraña, nuevos lugares, experiencias diferentes) y dejan su interior desguarnecido. Y a partir de ahí la amargura comienza a causar daños irreversibles.

El gran objetivo de la amargura (o vitriolo, como prefería decir el doctor Igor) era la voluntad. Las personas atacadas por este mal iban perdiendo la facultad de desear y en pocos años ya no conseguían salir de su mundo, pues habían invertido enormes reservas de energía construyendo altas murallas para que la realidad fuese sólo aquello que anhelaban fervientemente.

Al conjurar el ataque externo, habían limitado también el crecimiento interno. Continuaban yendo al trabajo, viendo televisión, protestando contra el tránsito y procreando, pero todo eso sucedía automáticamente y con la ausencia absoluta de toda emoción interior porque, finalmente, todo se hallaba bajo control.

El gran problema del envenenamiento mediante amargura residía en que las pasiones —odio, amor, desesperación, entusiasmo, curiosidad— también dejaban de manifestarse. Después de algún tiempo, ya no le restaba al amargado ningún deseo. No tenían ganas ni de vivir, ni de morir: ésta era la dramática situación.

Por eso, para los amargados —definitivamente amargos—, los héroes y los locos eran siempre fascinantes: ellos no tenían miedo de vivir o morir Tanto a los héroes como a los locos el peligro les era indiferente, y seguían adelante aunque las personas de su entorno intentaran detenerlos. El loco se suicidaba, el héroe se ofrecía al martirio en nombre de una causa, pero ambos morían, y los amargos pasaban muchas noches y días comentando lo absurdo y la gloria de aquellos dos tipos. Era el único momento en que el amargo tenía fuerzas para saltar sobre su muralla defensiva y mirar un poco el exterior; pero pronto las manos y los pies se cansaban, y él retornaba a su vida cotidiana.

El amargo crónico sólo notaba su enfermedad una vez por semana: en las tardes de domingo. En esos momentos, como no tenía el trabajo o la rutina para aliviar los síntomas, notaba que alguna cosa andaba mal, ya que la paz de aquellas tardes le resultaba infernal, el tiempo no pasaba nunca y una constante irritación se manifestaba sin tapujos.

Pero llegaba el lunes y el amargo pronto olvidaba sus síntomas, aunque protestara con energía contra el hecho de que nunca tenía tiempo para descansar y lamentara vivamente que los fines de semana transcurrieran con excesiva rapidez.

La única gran ventaja de la enfermedad, desde el punto de vista social, es que ya se había transformado en una regla; por consiguiente, el internamiento ya no era necesario, excepto en los casos en que la intoxicación era tan aguda que la conducta del enfermo comenzaba a afectar a los otros. Sin embargo, la mayoría de los amargos podían continuar afuera sin constituir una amenaza para la sociedad en general o las personas en particular, ya que, por causa de las altas murallas edificadas alrededor de ellos mismos, se hallaban totalmente aislados del mundo, aún cuando pareciesen compartirlo.

El doctor Sigmund Freud había descubierto la libido y el procedimiento para remediar los problemas causados por ella, inventando el psicoanálisis. Además de descubrir la existencia del vitriolo, el doctor Igor necesitaba probar que también en este caso la curación era posible. Quería dejar su nombre en los anales de la historia de la medicina, aún cuando no se ilusionara en relación a las dificultades que tendría que enfrentar para imponer sus ideas, ya que los «normales» estaban satisfechos de sus vidas y jamás admitirían su enfermedad, mientras que los «enfermos» servían de justificación a la existencia de una gigantesca industria de asilos, laboratorios, congresos, etc.

«Sé que el mundo no reconocerá ahora mi esfuerzo», se dijo, orgulloso de ser incomprendido. Al fin y al cabo, ése era el precio que los genios tenían que pagar.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó la joven frente a él—. Da la impresión de que hubiera entrado en el mundo de sus pacientes.

El doctor Igor dejó pasar el impertinente comentario.

—Puede irse ya —dijo.