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—No quiero verla. Ya he cortado mis lazos con el mundo.

Había resultado difícil decir eso allí en la sala de estar, en presencia de todo el mundo. Pero el enfermero tampoco había sido discreto, pues avisó en voz alta que su madre la estaba esperando, como si fuese un asunto que interesase a todos.

No quería ver a la madre porque ambas sufrirían. Era mejor que ya la considerase muerta. Veronika siempre había odiado las despedidas.

El enfermero se fue y ella volvió a contemplar las montañas. Después de una semana de ausencia, el sol había finalmente retornado, y ella ya lo sabía desde la noche anterior porque se lo había dicho la luna mientras tocaba el piano.

«No, eso es locura, estoy perdiendo el control. Los astros no hablan, salvo para aquellos que se dicen astrólogos. Si la luna conversó con alguien fue con aquel esquizofrénico».

No había terminado de pensar eso cuando sintió un pinchazo en el pecho y su brazo se quedó dormido. Veronika vio que el techo giraba a su alrededor: ¡el ataque cardíaco!

Entró en una especie de euforia, como si la muerte la liberase del miedo a morir ¡Listo, ya se acababa todo! Quizás sentiría algún dolor, pero ¿qué eran cinco minutos de agonía a cambio de una eternidad en silencio? A continuación sólo atinó a cerrar los ojos; lo que más la horrorizaba era ver, en las películas, los ojos abiertos de los muertos.

Pero el ataque cardíaco parecía ser diferente de lo que había imaginado; su respiración comenzó a ser dificultosa y, aterrorizada, Veronika se dio cuenta de que estaba a punto de ser presa del peor de sus miedos: la asfixia. Iba a morir como si estuviese siendo enterrada viva o fuese lanzada de repente al fondo del mar.

Se tambaleó y cayó, sintiendo el fuerte golpe en su rostro. Continuó haciendo un esfuerzo enorme para respirar, pero le faltaba el aire. Y lo peor de todo es que la muerte no venía, estaba enteramente consciente de lo que ocurría a su alrededor, continuaba viendo los colores y las formas. Tenía dificultad para escuchar lo que los otros le decían; los gritos y exclamaciones parecían distantes, como venidos de otro mundo. Aparte de eso, todo lo demás era real, el aire no venía, simplemente no obedecía a las órdenes de sus pulmones y de sus músculos, y la conciencia no desaparecía.

Sintió que alguien la cogía y la giraba de espaldas, pero ahora había perdido el control del movimiento de los ojos, que giraban sin sentido, enviando centenares de imágenes diferentes a su cerebro y mezclando la sensación de sofoco con una completa confusión visual.

Poco a poco las imágenes fueron haciéndose también distantes y, cuando la agonía alcanzó su punto máximo, el aire finalmente entró, emitiendo un ruido tremendo, que hizo que todos los presentes en la sala quedaran paralizados de miedo.

Veronika empezó a vomitar descontroladamente. Una vez hubo pasado el momento más crítico, algunos locos comenzaron a reírse de la escena, y ella se sintió humillada, desorientada, incapaz de reaccionar.

Un enfermero entró corriendo y le aplicó una inyección en el brazo.

—Tranquila, que ya pasó.

—¡No me he muerto! —comenzó a gritar Veronika, avanzando en dirección a los internos y ensuciando el suelo y los muebles con su vómito—. ¡Continúo en esta porquería de hospicio, obligada a convivir con vosotros, viviendo mil muertes cada día, cada noche, sin que nadie se apiade de mí!

Se volvió hacia el enfermero, arrancó la jeringa de su mano y la tiró en dirección al jardín.

—¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué no me inyectas veneno, sabiendo que ya estoy condenada? ¿No tienes sentimientos?

Sin conseguir controlarse, se volvió a sentar en el suelo y empezó a llorar de modo compulsivo, gritando, sollozando estentóreamente, mientras algunos internos reían y hacían comentarios sobre su ropa, completamente estropeada.

—¡Dele un calmante! —ordenó una doctora entrando apresuradamente—. ¡Controle la situación!

El enfermero, sin embargo, estaba paralizado. La doctora volvió a salir y regresó con dos enfermeros y una jeringa en su mano. Los hombres sujetaron a la histérica joven, que se debatía en medio de la sala, mientras la mujer le aplicaba hasta la última gota de calmante en la vena de un brazo totalmente sucio.