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«Tengo que comprar un llavero nuevo», pensaba el doctor Igor mientras abría la puerta de su pequeño consultorio en el sanatorio de Villete. El antiguo se estaba cayendo a pedazos, y el pequeño escudo de metal que lo adornaba se acababa de desprender y había caído al suelo.

El doctor Igor se inclinó y lo recogió. ¿Qué haría con este escudo que mostraba el blasón de Ljubljana? Sería mejor tirarlo. Claro que también podía hacerlo arreglar, pidiendo que le hicieran una nueva presilla de cuero, o podía dárselo a su nieto para que jugara. Ambas alternativas le parecieron absurdas; el llavero era muy barato, y su nieto no tenía el menor interés en los escudos. Se pasaba el tiempo viendo televisión o divirtiéndose con juegos electrónicos importados de Italia. A pesar de eso, no lo tiró, sino que lo guardó en el bolsillo para decidir más tarde lo que haría con él.

Por eso era el director de un sanatorio y no un paciente; porque reflexionaba mucho antes de tomar cualquier decisión.

Encendió la luz: amanecía cada vez más tarde a medida que avanzaba el invierno. La ausencia de luz, así como los cambios de casa o los divorcios eran los principales responsables del aumento del número de casos de depresión. El doctor Igor deseaba intensamente que la primavera llegase pronto y resolviese sus problemas.

Consultó la agenda del día. Tenía que tomar algunas medidas para impedir que Eduard muriese de hambre; su esquizofrenia lo tornaba imprevisible, y ahora había dejado de comer por completo. El doctor Igor ya había recetado alimentación endovenosa, pero no podía mantener aquello para siempre; Eduard tenía veintiocho años y era fuerte, pero a pesar del suero terminaría consumido, con aspecto esquelético.

¿Y cuál sería la reacción de su padre, uno de los más conocidos embajadores de la joven república eslovena, uno de los artífices de las delicadas negociaciones con Yugoslavia en los comienzos de los años noventa? A fin de cuentas, este hombre había conseguido trabajar durante años para Belgrado, había sobrevivido a sus detractores —que lo acusaban de haber servido al enemigo— y continuaba en el cuerpo diplomático, sólo que ahora representando a un país diferente. Era un hombre poderoso e influyente, temido por todos.

El doctor Igor se preocupó un instante —como antes se había preocupado por el escudo del llavero—, pero pronto alejó el pensamiento de su cabeza: al embajador no le importaba mucho que su hijo tuviera buena o mala apariencia; no tenía intención de invitarlo a fiestas oficiales, ni hacer que lo acompañase por los diversos lugares donde era designado representante del gobierno. Eduard estaba en Villete, y allí se quedaría para siempre, o por lo menos durante el tiempo que su padre continuara percibiendo aquellos elevados emolumentos.

El doctor Igor decidió que suspendería la alimentación endovenosa de Eduard y lo dejaría consumirse un poco más hasta que tuviese, por sí mismo, deseos de volver a comer. Si la situación se agravaba, haría un informe y pasaría la responsabilidad al Consejo de médicos que administraba Villete. «Si no quieres verte en apuros, divide siempre la responsabilidad», le había enseñado su padre, que también era un médico que se había visto enfrentado a varios casos mortales y, no obstante, había obviado cualquier problema con las autoridades.

Una vez hubo ordenado la interrupción del medicamento de Eduard, el doctor Igor pasó al siguiente caso: el informe decía que la paciente Zedka Mendel ya había terminado su período de tratamiento y podía recibir el alta. El doctor Igor lo quería comprobar con sus propios ojos: al fin y al cabo, nada peor para un médico que recibir quejas de la familia de los enfermos que pasaban por Villete. Y eso sucedía con bastante frecuencia, pues después de pasar una temporada en un hospital para enfermos mentales, difícilmente un paciente conseguía adaptarse de nuevo a la vida normal.

La culpa no era imputable al sanatorio ni a ninguno de los establecimientos diseminados —sólo Dios sabía el número— por el mundo entero, donde el problema de readaptación de los internos era exactamente igual. Así como la prisión nunca corregía al preso (se limitaba a enseñarle a cometer más crímenes), los sanatorios hacían que los enfermos se acostumbrasen a un mundo totalmente irreal, donde todo les era permitido y nadie era responsable de sus actos.

De modo que únicamente quedaba una salida: descubrir la cura para los desvaríos de la mente. Y el doctor Igor estaba empeñado en eso hasta la raíz de los cabellos, desarrollando una tesis que revolucionaría el ámbito psiquiátrico. En los asilos, los enfermos transitorios en convivencia con los pacientes irrecuperables iniciaban un proceso de degeneración social que, una vez comenzado, era imposible detener. La tal Zedka Mendel terminaría volviendo al hospital, esta vez por voluntad propia, quejándose de males inexistentes, sólo para estar cerca de personas que parecían comprenderla mejor que el mundo exterior.

Si él descubriese, no obstante, cómo combatir el vitriolo (según el doctor Igor, el veneno responsable de la locura), su nombre entraría en la Historia, y Eslovenia sería colocada definitivamente en el mapa. Aquella semana se le había presentado una oportunidad caída del cielo bajo la forma de una suicida potencial, y él no estaba dispuesto a desperdiciar esa oportunidad por nada del mundo.

El doctor Igor se puso contento. Aunque, por razones económicas, continuase obligado a aceptar tratamientos que habían sido hace mucho tiempo condenados por la medicina (como el shock insulínico), también por motivos financieros, Villete estaba innovando el tratamiento psiquiátrico. Además de tener tiempo y elementos para la investigación del vitriolo, él contaba también con el apoyo de los propietarios para mantener en el hospital al grupo llamado la Fraternidad. Los accionistas de la institución habían permitido que fuese tolerado (nótese bien, no alentado, sino tolerado) un internamiento más prolongado que el necesario. Argumentaban que, por razones humanitarias, se debía dar al recién curado la opción de decidir cuál era el mejor momento para reintegrarse al mundo, y eso había permitido que un grupo de personas decidiera permanecer en Villete, como en un hotel selecto o un club donde se reúnen aquellos que tienen afinidades. Así, el doctor Igor conseguía mantener locos y sanos en el mismo ambiente, haciendo que estos últimos influyesen positivamente en los primeros. Para evitar que las cosas se desquiciaran, y los locos terminasen contagiando negativamente a los ya curados, todo miembro de la Fraternidad debía salir del sanatorio por lo menos una vez al día.

El doctor Igor sabía que los motivos dados por los accionistas para permitir la presencia de personas curadas en el asilo, «razones humanitarias», eran sólo una disculpa. Ellos temían que Ljubljana, la pequeña y encantadora capital de Eslovenia, no tuviese un número suficiente de locos ricos capaces de mantener toda aquella estructura cara y moderna. Además, el sistema de salud pública contaba con asilos de primera calidad, lo que dejaba a Villete en situación de desventaja para competir en el ámbito de la psiquiatría.

Cuando los accionistas transformaron el antiguo cuartel en un sanatorio, tenían como público objetivo los posibles hombres y mujeres afectados por la guerra con Yugoslavia. Pero ésta había durado muy poco. Los accionistas apostaron que volvería, pero no volvió.

Después, una prolija investigación les reveló que las guerras desquiciaban mentalmente a la población, pero en escala mucho menor que la tensión, el tedio, las enfermedades congénitas, la soledad y el rechazo. Cuando una colectividad tenía que enfrentar un gran problema (como el caso de una guerra, una hiperinflación o una epidemia), se detectaba un pequeño aumento en el número de suicidios pero también una gran disminución de los casos de depresión, paranoia y psicosis. Éstos volvían a sus índices normales en cuanto el tal problema había sido superado, indicando —así lo entendía el doctor Igor— que el ser humano sólo se da el lujo de ser loco cuando las condiciones se lo permiten.

Tenía ante sus ojos otra investigación reciente, esta vez procedente de Canadá, considerado recientemente por un diario norteamericano como el país del mundo donde el nivel de vida era más elevado. El doctor Igor leyó:

*De acuerdo con la Statistics Canada, ya sufrieron algún tipo de enfermedad mental:

40 % de las personas entre 15 y 34 años;

33 % de las personas entre 35 y 54 años;

20 % de las personas entre 55 y 64 años.

*Se estima que uno de cada cinco individuos sufre algún tipo de desorden psiquiátrico.

*Uno de cada ocho canadienses será hospitalizado por disturbios mentales por lo menos una vez en la vida.

«Excelente mercado, superior al nuestro —pensó—. Cuanto más felices pueden ser las personas, más infelices se vuelven».

El doctor Igor analizó algunos casos más, ponderando cuidadosamente cuáles debía analizar conjuntamente con el Consejo y los que podía resolver solo. Cuando terminó, el día había despuntado por completo, y él apagó la luz.

Después ordenó que entrara la primera visita, la madre de la paciente que había intentado suicidarse.

—Soy la madre de Veronika. ¿Cómo está mi hija?

El doctor Igor pensó si debía decirle la verdad y evitarle sorpresas inútiles; al fin y al cabo, él tenía una hija con el mismo nombre. Pero decidió callarse.

—Aún no lo sabemos —mintió—. Necesitamos una semana más.

—No entiendo por qué Veronika hizo eso —decía la mujer entre sollozos—. Somos unos padres cariñosos, hemos intentado darle, a costa de mucho sacrificio, la mejor educación posible. Aunque tuviésemos nuestros problemas conyugales, mantuvimos a nuestra familia unida, como ejemplo de perseverancia ante las adversidades. Ella tiene un buen empleo, no es fea, y a pesar de eso…

—… y a pesar de eso intentó matarse —la interrumpió el doctor Igor—. No se sorprenda, señora mía, es así. Las personas son incapaces de entender la felicidad. Si lo desea, puedo mostrarle las estadísticas de Canadá.

—¿Canadá?

La mujer lo miró sorprendida. El doctor Igor vio que había conseguido distraerla, y continuó:

—Vea bien: usted viene aquí no para saber cómo está su hija, sino para disculparse por el hecho de que intentara suicidarse. ¿Cuántos años tiene ella?

—Veinticuatro.

—Es decir, es una mujer madura, vivida, que ya sabe bien lo que desea y es capaz de hacer sus elecciones. ¿Qué tiene que ver eso con su casamiento o con el sacrificio que usted y su marido hicieron? ¿Cuánto tiempo hace que ella vive sola?

—Seis años.

—¿Lo ve? Independiente hasta la raíz del alma. Pero porque un médico austríaco, el doctor Sigmund Freud, estoy seguro de que usted habrá oído hablar de él, escribió sobre estas relaciones enfermizas entre padres e hijos, hasta hoy todo el mundo se culpa de todo. ¿Acaso los indios piensan que un hijo que se convirtió en un asesino es una víctima de la educación de los padres? ¡Contésteme!

—No tengo la menor idea —respondió la mujer, cada vez más sorprendida con la actitud adoptada por el médico. Pensó que tal vez él se hubiese contagiado de sus propios pacientes.

—Pues voy a darle la respuesta —dijo el doctor Igor—. Los indios piensan que el asesino es culpable, y no la sociedad, ni sus padres ni sus antepasados. ¿Se suicidan los japoneses porque un hijo de ellos ha decidido drogarse y salir disparando? La respuesta también es la misma: ¡No! Y vea que, según me consta, los japoneses se suicidan por cualquier cosa; sin ir más lejos, el otro día leí una noticia de que un joven se mató porque no consiguió pasar el examen de ingreso en la universidad.

—¿Podré hablar con mi hija? —preguntó la mujer, que no estaba interesada en japoneses, indios ni canadienses.

—En seguida —repuso el doctor Igor, algo irritado por la interrupción. Pero antes quiero que entienda usted una cosa: dejando aparte algunos casos patológicos graves, las personas pierden la razón cuando intentan huir de la rutina. ¿Lo ha entendido?

—Lo entendí muy bien —respondió ella—. Y si usted piensa que no seré capaz de cuidar de mi hija, puede quedarse tranquilo: yo nunca intenté cambiar mi vida.

—Qué bien —el doctor Igor mostraba un cierto alivio—. ¿Imagina usted un mundo en el que, por ejemplo, no estuviésemos obligados a repetir todos los días de nuestras vidas lo mismo? Si decidiéramos, por ejemplo, comer solamente cuando tuviéramos hambre: ¿cómo se organizarían las amas de casa y los restaurantes?

«Sería más normal comer sólo cuando tuviésemos hambre», pensó la mujer, pero no dijo nada, temerosa de que le prohibiesen hablar con Veronika.

—Sería una confusión muy grande —dijo ella—. Yo soy ama de casa y lo comprendo muy bien.

—Entonces tenemos el desayuno, el almuerzo y la cena. Debemos despertarnos a una determinada hora todos los días, y descansar una vez a la semana. Existe la Navidad para hacer regalos, la Pascua para pasar tres días en el lago. ¿A usted le gustaría que su marido, sólo porque le entró un arrebato de pasión, quisiera hacer el amor en la sala?

«¿De qué está hablando este hombre? ¡Yo vine aquí para ver a mi hija!».

—Me entristecería —respondió la madre de Veronika con mucho cuidado, esperando haber acertado.

—¡Muy bien! —bramó el doctor Igor—. El lugar para hacer el amor es la cama. Si no, estaremos todos dando mal ejemplo y propagando la anarquía.

—¿Puedo ver a mi hija? —interrumpió la mujer El doctor Igor se resignó. Esta campesina nunca entendería de lo que estaba hablando, no estaba interesada en discutir la locura desde el punto de vista filosófico, aún sabiendo que su hija había hecho una muy seria tentativa de suicidio y entrado en coma.

Tocó un timbre y acudió su secretaria.

—Mande llamar a la chica que intentó quitarse la vida —ordenó—. Aquella que escribió a los periódicos diciendo que se suicidaba para mostrar dónde estaba Eslovenia.