11

Tras la ventana enrejada, el cielo se veía cubierto de estrellas, con una luna en cuarto creciente subiendo por detrás de las montañas. A los poetas les gustaba la luna llena, escribían miles de versos sobre ella, pero Veronika estaba enamorada de aquella media luna, porque aún tenía espacio para crecer, expandirse, llenar de luz toda su superficie, antes de la inevitable decadencia.

Tuvo ganas de ir hasta el piano de la sala de estar y celebrar aquella noche tocando una linda sonata que había aprendido en el colegio; al mirar al cielo le embargaba una indescriptible sensación de bienestar, como si lo infinito del Universo mostrase también su propia eternidad. Sin embargo, una puerta de acero y una mujer que nunca terminaba de leer el libro que tenía en sus manos le impedían cumplir su deseo. Además, nadie tocaba el piano a aquella hora de la noche, pues con toda seguridad los acordes despertarían al vecindario.

Veronika rio. «El vecindario» eran las enfermerías repletas de locos, estos locos, a su vez, atiborrados de medicinas para dormir.

La sensación de bienestar, sin embargo, continuaba. Se levantó y se dirigió a la cama de Zedka, pero ella estaba durmiendo profundamente, tal vez para recuperarse de la horrible experiencia que acababa de pasar.

—Vuelva a su cama —ordenó la enfermera—. Las chicas buenas están soñando con los angelitos o con los enamorados.

—No me trate como a un niño. No soy una loca mansa que tiene miedo de todo. Soy furiosa, tengo ataques histéricos, no respeto ni mi vida ni la de los otros. Hoy, entonces, estoy atacada. Miré a la luna y quiero conversar con alguien.

La enfermera la miró, sorprendida por la reacción.

—¿Me tiene miedo? —insistió Veronika—. Faltan uno o dos días para mi muerte; siendo así, ¿qué puedo perder?

—¿Por qué no va a dar un paseo, jovencita, y me deja terminar el libro?

—Porque existe una prisión, y una carcelera que finge leer un libro, sólo para mostrar a los otros que es una mujer inteligente. No obstante, en realidad, ella está atenta a cada movimiento dentro de la enfermería y guarda las llaves de la puerta como si fuesen un tesoro. El reglamento debe de decir eso, y ella obedece, porque así puede mostrar la autoridad que no tiene en su vida diaria, con su marido y sus hijos.

Veronika temblaba, sin entender bien por qué.

—¿Llaves? —preguntó la enfermera—. La puerta está siempre abierta. ¿Se cree que voy a quedarme aquí dentro encerrada con una banda de enfermas mentales?

«¿Cómo que la puerta está abierta? Hace unos días yo quise salir de aquí y esta mujer fue hasta el lavabo para vigilarme. ¿Qué es lo que dice ahora?».

—No me tome en serio —continuó la enfermera—. La verdad es que no necesitamos ejercer mucho control, gracias a las pastillas para dormir que ingieren los pacientes. ¿Está temblando de frío?

—No sé, debe de ser algo relacionado con mi corazón.

—Si quiere, vaya a dar un paseo.

—En verdad lo que me gustaría realmente sería tocar el piano.

—La sala está aislada y el piano no molestaría a nadie. Haga lo que le venga a gusto.

El temblor de Veronika se transformó en sollozos, bajos, tímidos, contenidos. Se arrodilló y colocó su cabeza en el regazo de la mujer, llorando sin parar.

La enfermera dejó el libro y acarició sus cabellos, dejando que la oleada de tristeza y llanto fuera desapareciendo naturalmente. Allí se quedaron las dos durante casi media hora: una llorando sin decir por qué, la otra consolando sin saber el motivo.

Los sollozos finalmente cesaron. La enfermera la levantó, tomándola por el brazo, y la llevó hasta la puerta.

—Tengo una hija de tu edad. Cuando llegaste aquí, llena de sueros y tubos, me puse a pensar por qué una chica bonita, joven, que tiene una vida por delante, había decidido quitarse la vida.

»Pronto comenzaron a correr historias: la carta que dejaste (y que nunca creí que fuera el verdadero motivo) y los días contados por causa de un problema incurable del corazón. No podía apartar de mi mente la imagen de mi hija: ¿y si ella decidía hacer algo parecido? ¿Por qué ciertas personas intentan ir en contra del orden natural de la vida, que es luchar para sobrevivir de cualquier manera?

—Por eso estaba llorando —dijo Veronika—. Cuando tomé las pastillas yo quería matar a alguien que detestaba. No sabía que existían, dentro de mí, otras Veronikas a las que yo sabría amar.

—¿Qué es lo que hace que una persona se deteste a sí misma?

—Quizás la cobardía. O el eterno miedo de equivocarse, de no hacer lo que los otros esperan. Hace algunos minutos yo estaba alegre, había olvidado mi sentencia de muerte; cuando volví a entender la situación en que me encuentro, me asusté.

La enfermera abrió la puerta y Veronika salió.

Ella no podía haberme preguntado eso. ¿Qué quería, entender por qué lloré? ¿Acaso no sabe que soy una persona absolutamente normal, con deseos y miedos comunes a todo el mundo, y que ese tipo de preguntas, ahora que ya es tarde, puede hacerme entrar en pánico?

Mientras caminaba por los corredores, iluminados por la misma débil lámpara que había en la enfermería, Veronika se daba cuenta de que era demasiado tarde: ya no conseguía controlar su miedo.

«Tengo que dominarme. Soy alguien que lleva hasta el fin cualquier acto que decide hacer».

Era verdad que había llevado hasta las últimas consecuencias muchas acciones en su vida, pero sólo lo que no era importante (como prolongar enfados que un pedido de disculpas resolvería, o dejar de telefonear a un hombre del que estaba enamorada por considerar que aquella relación no la llevaría a ninguna parte). Había sido intransigente justamente en aquello que era más fácil: mostrarse a sí misma su fuerza e indiferencia, cuando en verdad era una mujer frágil, que jamás había conseguido destacar en los estudios, ni en las competiciones deportivas de su escuela, ni en su tentativa por mantener la armonía en su hogar.

Había superado sus defectos más leves sólo para ser derrotada en lo que era importante y fundamental. Había conseguido tener la apariencia de mujer independiente cuando en verdad necesitaba desesperadamente una compañía. Llegaba a los sitios y todos la miraban, pero generalmente terminaba la noche sola, en el convento, mirando una televisión que ni siquiera sintonizaba bien los canales. Había dado a todos sus amigos la impresión de ser un modelo que ellos debían envidiar, y había gastado lo mejor de sus energías en comportarse a la altura de la imagen que ella se había creado.

Por causa de eso nunca le habían sobrado fuerzas para ser ella misma: una persona que, como todas las de este mundo, necesitaba de los otros para ser feliz. ¡Pero los otros eran tan difíciles! Tenían reacciones imprevistas, vivían rodeados de defensas, actuaban también como ella, mostrando indiferencia en todo. Cuando llegaba alguien más abierto a la vida, o lo rechazaban inmediatamente o le hacían sufrir, considerándolo inferior e ingenuo.

Muy bien: podía haber impresionado a mucha gente con su fuerza y determinación, ¿pero adónde había llegado? Al vacío. A la soledad completa. A Villete. A la antesala de la muerte.

El remordimiento por la tentativa de suicidio volvió a aparecer, y Veronika volvió a apartarlo con firmeza. Porque ahora estaba sintiendo algo que nunca se había permitido sentir: odio.

Odio. Hacia algo casi tan físico como paredes, o pianos, o enfermeras. Casi podía tocar la energía destructora que salía de su cuerpo. Dejó que el sentimiento llegase sin preocuparse de si era bueno o no; ya bastaba de autocontrol, de máscaras, de posturas convenientes. Veronika quería ahora pasar sus dos o tres días de vida siendo lo más inconveniente posible.

Había empezado dando un bofetón en el rostro de un hombre mayor, había tenido un ataque con el enfermero, había rehusado ser simpática y conversar con los otros cuando quería estar sola, y ahora era lo suficientemente libre como para sentir odio, aunque también lo suficientemente lista como para no empezar a romper todo a su alrededor y tener que pasar el final de su vida bajo el efecto de sedantes en una cama de la enfermería.

Detestó todo lo que pudo en aquel momento. A sí misma, al mundo, a la silla que tenía enfrente, a la calefacción rota en uno de los corredores, a las personas perfectas, a los criminales. Estaba internada en un psiquiátrico y podía sentir cosas que los seres humanos esconden de sí mismos, porque todos somos educados sólo para amar, aceptar, intentar descubrir una salida, evitar el conflicto. Veronika odiaba todo, pero odiaba principalmente la manera en que había conducido su vida, sin jamás descubrir los centenares de otras Veronikas que habitaban dentro de ella y que eran interesantes, locas, curiosas, valientes, arriesgadas.

En un momento dado comenzó también a sentir odio por la persona que más amaba en el mundo: su madre. La excelente esposa que trabajaba de día y lavaba los platos de noche, sacrificando su vida para que su hija tuviese una buena educación, supiese tocar el piano y el violín, se vistiese como una princesa, comprase zapatillas y tejanos de marca mientras ella remendaba el viejo vestido que usaba desde hacía años.

¿Cómo puedo odiar a quien sólo me dio amor?, pensaba Veronika, confusa, queriendo modificar sus sentimientos. Pero ya era demasiado tarde: el odio estaba liberado, ella había abierto las puertas de su infierno personal. Odiaba el amor que le había sido dado, porque no pedía nada a cambio, lo que es absurdo, irreal, contrario a las leyes de la naturaleza.

El amor que no pedía nada a cambio conseguía llenarla de culpa, de ganas de corresponder a sus expectativas aunque eso significara abandonar todo lo que había soñado para ella misma. Era un amor que había intentado esconderle, durante años, los desafíos y la podredumbre del mundo, ignorando que un día ella se daría cuenta de eso y no tendría fuerzas para enfrentarlos.

¿Y su padre? Odiaba a su padre también. Porque, al contrario de su madre, que trabajaba todo el tiempo, él sabía vivir, la llevaba a los bares y al teatro, se divertían juntos, y cuando aún era joven ella lo había amado en secreto, no como se ama a un padre, sino a un hombre. Lo odiaba porque siempre había sido tan encantador y tan abierto con todo el mundo, menos con su madre, la única que realmente merecía lo mejor.

Odiaba todo. La biblioteca, con su montaña de libros llenos de explicaciones sobre la vida, el colegio donde había sido obligada a pasar noches enteras aprendiendo álgebra, aunque no conociese a ninguna persona —excepto los profesores y los matemáticos— que necesitase del álgebra para ser más feliz. ¿Por qué le habían hecho estudiar tanta álgebra, y geometría, y todas aquellas asignaturas absolutamente inútiles?

Veronika empujó la puerta de la sala de estar, se acercó al piano, levantó su tapa y, con toda su fuerza, golpeó con las manos el teclado, un acorde loco, disonante, desquiciado, que resonaba en el ambiente vacío, chocando con las paredes y regresando a sus oídos bajo la forma de un ruido agudo que parecía arañar su alma. No obstante, ése era el mejor retrato de su alma en aquel momento.

Volvió a golpear con las manos y nuevamente las notas disonantes reverberaron por todas partes.

«Estoy loca. Puedo hacer esto. Puedo odiar y puedo aporrear el piano. ¿Desde cuándo los enfermos mentales saben disponer las notas en orden?».

Golpeó el piano una, dos, diez, veinte veces y, cada vez que lo hacía su odio parecía disminuir, hasta que se disipó por completo.

Entonces, nuevamente, la embargó una profunda paz y Veronika volvió a contemplar el cielo estrellado, con la luna en cuarto creciente —su favorita— llenando con suave luz el lugar donde se encontraba. Retornó la sensación de que el Infinito y la Eternidad eran inseparables, y bastaba contemplar a uno de ellos —como el Universo sin límites— para notar la presencia del otro, el Tiempo que no termina nunca, que no pasa, que permanece en el Presente, donde están todos los secretos de la vida. En el breve lapso transcurrido entre la enfermería y la sala, ella había sido capaz de odiar tan fuerte y tan intensamente que no le habían quedado rastros de rencor en el corazón. Había dejado que sus sentimientos negativos, reprimidos durante años en su alma, salieran finalmente a la superficie. Ella los había sentido, y ahora ya no los necesitaba más: podían partir.

Se quedó en silencio, viviendo su instante presente, dejando que el amor ocupase el espacio vacío que había ocupado el odio. Cuando sintió llegado el momento, miró a la luna y tocó una sonata en su homenaje, sabiendo que ella la escuchaba, se sentía orgullosa y esto provocaba los celos de las estrellas. Tocó entonces una música dedicada a las estrellas, otra al jardín y una tercera a las montañas que no podía ver de noche pero sabía que estaban allí.

En medio de la música para el jardín, otro loco apareció: Eduard, un esquizofrénico sin ninguna posibilidad de curación. Ella no se amedrentó con su presencia; por el contrario, sonrió y, para su sorpresa, él le devolvió la sonrisa.

También en su mundo distante, más distante que la propia luna, la música era capaz de penetrar y hacer milagros.