Desde donde estaba, Zedka podía ver la enfermería con todas las camas vacías, excepto una, donde reposaba su cuerpo inmovilizado, con una joven contemplándolo espantada. La joven ignoraba que las funciones biológicas de aquella persona que yacía en la cama aún continuaban su curso normal y que el alma de Zedka se hallaba en el aire, casi tocando el techo, experimentando una profunda paz.
Zedka estaba haciendo un viaje astral, algo que le había resultado una sorpresa durante el primer shock insulínico. No lo había comentado con nadie; se hallaba allí sólo para superar la depresión y tenía la intención de dejar aquel lugar para siempre en cuanto sus condiciones se lo permitieran. Si empezara a explicar que había salido del cuerpo, pensarían que estaba más loca que antes de entrar en Villete. No obstante, en cuanto volvió a su cuerpo comenzó a documentarse acerca de aquellos dos temas: el shock insulínico y la extraña sensación de flotar en el espacio.
No encontró gran información sobre el tratamiento: se había empezado a aplicar alrededor de 1930, pero con el tiempo fue cesando su práctica en los hospitales psiquiátricos por la posibilidad de causar daños irreversibles en el paciente. Una vez, durante una sesión de shock, había visitado en cuerpo astral el escritorio del doctor Igor, justamente en el momento en que él discutía el tema con algunos de los propietarios del asilo. «¡Es un crimen!» decía él. «Pero es más barato y más rápido —había respondido uno de los accionistas—. Además, ¿quién se interesa por los derechos de un loco? ¡Nadie reclamará nada!».
Aun así, algunos médicos seguían considerándolo como una forma rápida de tratar la depresión. Zedka había buscado, y pedido prestado, todos los textos posibles que tratasen del shock insulínico, principalmente aquellos en que se incluía el relato de pacientes que ya habían pasado por aquello. La historia era siempre la misma: horrores y más horrores, sin que ninguno de ellos hubiese experimentado nada parecido a lo que ella vivía en ese momento.
Dedujo, con toda razón, que no había ninguna relación entre la insulina y la sensación de que su conciencia salía del cuerpo. Muy al contrario, la tendencia de aquel tipo de tratamiento era disminuir la capacidad mental del paciente.
Comenzó a investigar sobre la existencia del alma, leyó algunos libros de ocultismo, hasta que un día terminó encontrando una vasta literatura que describía exactamente lo que ella experimentaba: se llamaba «viaje astral», y muchas personas ya habían pasado por eso. Algunas decidieron escribir lo que habían sentido, y otras llegaron incluso a desarrollar técnicas para lograr que el espíritu se ausentara del cuerpo. Zedka ahora conocía estas técnicas de memoria, y las utilizaba todas las noches para trasladarse al lugar de su elección.
Los relatos de las experiencias y visiones eran variados, pero todos tenían algunos puntos en común: el extraño e inquietante ruido que precede a la separación del cuerpo y el espíritu, seguido de un shock, de una rápida pérdida de la conciencia y luego la paz y alegría de encontrarse flotando en el aire, atada por un cordón plateado al cuerpo, un vínculo que podía estirarse indefinidamente, aún cuando hubiese leyendas (en los libros, naturalmente) que aseguraban que la persona moriría si permitía que se cortara el tal hilo de plata.
Su experiencia, sin embargo, le había mostrado que podía ir tan lejos como quisiera y el cordón no se rompía nunca. Pero, en general, los libros habían sido muy útiles para enseñarle a aprovechar cada vez más el viaje astral. Había aprendido, por ejemplo, que cuando quisiera trasladarse de un lugar a otro, tenía que desear proyectarse en el espacio, mentalizando a donde quería llegar En vez de realizar una trayectoria como los aviones, que salen de un lugar y recorren determinada distancia hasta llegar a otro punto, el viaje astral discurría a través de túneles misteriosos. Se mentalizaba un lugar, se entraba en el túnel a una velocidad de vértigo, y el lugar deseado aparecía.
Fue también a través de los libros que perdió el miedo a las criaturas que habitaban el espacio. En esa ocasión no había nadie en la enfermería, pero la primera vez que había salido de su cuerpo había encontrado a mucha gente mirando y divirtiéndose con su cara de sorpresa.
Su primera reacción había sido pensar que se trataba de personas fallecidas o de fantasmas que moraban en ese lugar Después, con el concurso de sus lecturas y de la propia experiencia, se dio cuenta de que, aunque algunos espíritus desencarnados vagasen por allí, había entre ellos muchas personas tan vivas como ella, que habían desarrollado la técnica de salir del cuerpo, o que no tenían conciencia de lo que estaba sucediendo, porque en algún lugar de la Tierra dormían profundamente, mientras sus espíritus vagaban libres por el mundo.
Ese día, por ser su último viaje astral con insulina (pues acababa de visitar el despacho del doctor Igor y sabía que estaba a punto de darla de alta), ella había decidido quedarse paseando por Villete. Desde el momento en que cruzase la puerta de salida no pensaba volver nunca más, ni siquiera en espíritu, y quería despedirse en ese momento.
Despedirse. Ésta era la parte más difícil: una vez en el manicomio, la persona se acostumbra a la libertad que existe en el mundo de la locura, y termina viciada. Ya no tiene que asumir responsabilidades, luchar por el pan de cada día, cuidar de cosas que son repetitivas y aburridas; puede quedarse horas contemplando un cuadro o haciendo los dibujos más absurdos que quepa imaginarse. Todo se le tolera, porque, al fin y al cabo, se trata de un enfermo mental. Como la propia Zedka había tenido ocasión de verificar, la mayor parte de los pacientes experimentan una gran mejoría en cuanto son internados: ya no necesitan estar escondiendo sus síntomas, y el ambiente «familiar» los ayuda a aceptar sus propias neurosis y psicosis.
Al comienzo, Zedka había quedado fascinada por Villete y hasta llegó a pensar en ingresar en la Fraternidad cuando estuviese curada. Pero fue consciente de que, con un poco de buen criterio, podía continuar realizando en el mundo exterior todo lo que le gustaría hacer, mientras afrontaba los desafíos de la vida diaria. Bastaba mantener, como había dicho alguien, la locura controlada, llorar, preocuparse, irritarse como cualquier ser humano normal, sin olvidar jamás que, allí arriba, su espíritu se desentiende por completo de todas las situaciones difíciles.
Pronto estaría de regreso en su casa, junto a sus hijos y su marido; y esta parte de la vida también tiene sus encantos. Evidentemente tendría dificultades para encontrar trabajo: en una ciudad pequeña como Ljubljana las noticias corren con rapidez, y su internamiento en Villete era ya sabido por mucha gente. Pero su marido ganaba lo suficiente como para proveer el sustento de la familia, y ella podría aprovechar el tiempo libre para continuar realizando sus viajes astrales sin la peligrosa acción de la insulina.
Sólo había una cosa que no quería volver a sentir nunca más: el motivo que la había traído a Villete.
La depresión.
Los médicos aseguraban que una sustancia recién descubierta, la serotonina, era una de las responsables del estado del espíritu del ser humano. La carencia de serotonina interfería en la capacidad de concentrarse en el trabajo, dormir, comer y disfrutar de los momentos agradables de la vida. Cuando esta sustancia estaba completamente ausente, la persona sentía desesperanza, pesimismo, sensación de inutilidad, cansancio exagerado, ansiedad, dificultad para tomar decisiones, y terminaba sumergiéndose en una tristeza permanente que la conducía a la apatía completa o al suicidio.
Otros médicos, más conservadores, opinaban que los cambios bruscos en la vida de alguien —como cambio de país, pérdida de un ser querido, divorcio, aumento de exigencias en el trabajo o en la familia— eran los responsables de la depresión. También algunos estudios modernos, basados en el número de internamientos producidos durante el invierno comparado con la cantidad de ingresos acontecidos en el verano, señalaban la falta de luz solar como una de sus posibles causas…
En el caso de Zedka, sin embargo, las razones eran más simples de lo que todos suponían: había un hombre escondido en su pasado. O mejor dicho: la fantasía que había creado en torno a un hombre que había conocido mucho tiempo atrás.
Qué absurdo. Depresión, obsesión por un hombre del que ya ni sabía dónde vivía, del cual se había enamorado perdidamente en su juventud puesto que, como todas las otras chicas de su edad, Zedka era una persona absolutamente normal y necesitaba pasar por la experiencia del amor imposible.
Sólo que, al contrario que sus amigas, que apenas soñaban con el amor imposible, Zedka había decidido ir más lejos: intentaría conquistarlo. Él vivía al otro lado del océano, y ella vendió todo para ir a su encuentro. Él era casado, y ella aceptó el papel de amante, haciendo planes secretos para un día conquistarlo como marido. Él no tenía tiempo ni para sí mismo, pero ella se resignó a pasar días y noches en el cuarto de un hotel barato, esperando sus escasas llamadas telefónicas.
A pesar de estar dispuesta a soportar todo en nombre del amor, la relación no funcionaba. Él nunca se lo dijo directamente, pero un día Zedka comprendió que no era bien recibida, y regresó a Eslovenia.
Pasó algunos meses casi sin comer, recordando cada instante de los que estuvieron juntos, reviviendo miles de veces los momentos de alegría y placer en la cama, intentando descubrir alguna razón que le permitiese tener fe en el futuro de aquella relación. Sus amigos empezaron a preocuparse, pero algo en el corazón de Zedka le decía que aquello era pasajero: el proceso de crecimiento de una persona exige un cierto precio, que ella estaba pagando sin quejarse. Y así fue: cierta mañana se levantó con unas inmensas ganas de vivir, se alimentó como no hacía desde mucho tiempo atrás y salió a la calle a buscar empleo.
Y no sólo encontró empleo, sino que consiguió ser objeto de las atenciones de un joven guapo, inteligente, deseado por muchas mujeres. Un año después se hallaba casada con él.
Despertó la envidia y el aplauso de sus amigas. Los dos se fueron a vivir a una casa confortable, con el jardín orientado hacia el río que cruza Ljubljana. Tuvieron hijos y viajaron por Austria e Italia durante el verano.
Cuando Eslovenia decidió separarse de Yugoslavia, él se vio obligado a enrolarse en el ejército. Zedka era serbia, o sea «el enemigo», y su vida pareció a punto de desplomarse. En los diez días de tensión subsiguientes, con las tropas listas para enfrentarse y sin que se supiera bien cuáles serían las consecuencias de la declaración de independencia ni la sangre que sería necesario derramar por esa causa, Zedka fue consciente de cuánto amaba a su marido. Pasaba todas las horas rezando a un Dios que hasta entonces le había parecido distante, pero que ahora era su única salida: prometió a los santos y a los ángeles cualquier cosa con tal de tener a su marido de vuelta.
Y así fue. Él retornó, los hijos pudieron ir a escuelas que enseñaban el idioma esloveno, y la amenaza de guerra se desplazó a la vecina república de Croacia.
Pasaron tres años. La guerra de Yugoslavia con Croacia se trasladó a Bosnia, y empezaron a aparecer denuncias de masacres cometidas por los serbios. Zedka consideraba aquello injusto: juzgar criminal a toda una nación por causa de los desvaríos de algunos alucinados. Su vida pasó a tener un sentido que nunca había imaginado: defendió con orgullo y bravura a su pueblo, escribiendo en periódicos, apareciendo en la televisión, organizando conferencias. Nada de aquello dio resultado y hasta hoy los extranjeros continuaban pensando que todos los serbios eran responsables de las atrocidades; pero Zedka sabía que había cumplido con su deber y no había abandonado a sus hermanos en un momento difícil. Para ello había contado con el apoyo de su marido esloveno, de sus hijos y de las personas que no eran manipuladas por la maquinaria de propaganda de ambos bandos.
Una tarde pasó delante de la estatua de Preseren, el gran poeta esloveno, y se puso a meditar acerca de la vida del escritor A los treinta y cuatro años él había entrado una vez en una iglesia donde había visto a una muchacha adolescente, Julia Primic, de la cual se había enamorado perdidamente. Como los antiguos juglares, empezó a escribirle poemas, con la esperanza de casarse con ella.
Sucede que Julia era hija de una familia de la alta burguesía y, con excepción de aquella visión fortuita dentro de la iglesia, Preseren nunca más consiguió aproximarse a ella. Pero aquel encuentro inspiró sus mejores versos y creó la leyenda en torno a su nombre. En la pequeña plaza central de Ljubljana, la estatua del poeta mantiene sus ojos fijos en una dirección: quien siga su mirada descubrirá, al otro lado de la plaza, un rostro de mujer esculpido en la pared de una de las casas. Era allí donde vivía Julia; Preseren, aún después de muerto, contempla a su amor imposible.
¿Y si hubiera luchado más?
El corazón de Zedka se aceleró, quizás por el presentimiento de algo malo, como un accidente de sus hijos. Volvió corriendo a la casa: estaban viendo televisión y comiendo palomitas de maíz.
La tristeza, sin embargo, no se disipó. Zedka se acostó, durmió casi doce horas seguidas y, cuando se despertó, no tenía ganas de levantarse. La historia de Preseren había hecho volver a su mente la imagen de aquel primer amante, de cuyo destino no volvió jamás a tener noticias.
Y Zedka se preguntaba: ¿Habré insistido lo suficiente? ¿Debería haber aceptado el papel de amante en vez de querer que las cosas se amoldasen a mis expectativas? ¿Luché por mi primer amor con la misma fuerza con que he luchado por mi pueblo?
Zedka se convenció de que sí, pero la tristeza no se alejaba. Lo que antes le parecía el paraíso —la casa cerca del río, el marido a quien amaba, los hijos comiendo palomitas de maíz delante de la televisión— comenzó a transformarse en un infierno.
Hoy, después de muchos viajes astrales y de numerosos encuentros con espíritus desarrollados, Zedka sabía que todo aquello eran tonterías. Había usado su amor imposible como una disculpa, un pretexto para romper los lazos con la vida que llevaba y que estaba lejos de ser aquella que verdaderamente esperaba de sí misma.
Pero desde hacía doce meses la situación era diferente: empezó a buscar frenéticamente al hombre distante, gastó fortunas en llamadas internacionales, pero él ya no vivía en la misma ciudad, y fue imposible localizarlo. Mandó cartas por correo certificado, que acababan siendo devueltas. Llamó a todos los amigos y amigas que lo conocían y nadie tenía la menor idea de qué había sido de él.
Su marido no sabía nada, y esto la conducía a la locura, porque él debía por lo menos sospechar algo, hacer alguna escena, quejarse, amenazar con dejarla tirada en mitad de la calle. Pasó a creer que las oficinas de correos, las telefonistas internacionales y las amigas habían sido sobornadas por él, que fingía indiferencia. Vendió las joyas que le regalaron para su boda y compró un pasaje para partir al otro lado del océano, hasta que alguien la convenció de que América constituía un territorio inmenso y no servía de nada ir sin saber adónde llegar.
Una tarde ella se acostó, sufriendo por amor como no había sufrido nunca antes, ni siquiera cuando tuvo que volver a la aburrida cotidianeidad de Ljubljana. Pasó aquella noche y todo el día siguiente en su habitación. Y otro más. Al tercer día, su marido llamó a un médico, ¡qué bueno era! ¡Cómo se preocupaba por ella! ¿Sería posible que ese hombre no entendiera que Zedka estaba intentando encontrarse con otro, cometer adulterio, cambiar su vida de mujer respetada por la de una simple amante escondida, dejar Ljubljana, su casa y sus hijos para siempre?
El médico llegó, ella tuvo un ataque de nervios, cerró la puerta con llave y sólo la abrió cuando él se fue. Una semana después no tenía ganas ni de ir al cuarto de baño, y pasó a hacer sus necesidades fisiológicas en la cama. Ya ni siquiera pensaba: su cabeza estaba completamente absorbida por los fragmentos de memoria del hombre que —estaba convencida— también la buscaba sin conseguir encontrarla.
El marido, irritantemente generoso, cambiaba las sábanas, pasaba la mano por su cabeza, le decía que todo terminaría bien. Los hijos no entraban en el cuarto desde que ella abofeteara a uno de ellos sin el menor motivo, y después se arrodillara y besara sus pies implorando disculpas, rasgando su camisón en pedazos para mostrar su desesperación y arrepentimiento.
Después de otra semana, en el curso de la cual escupió la comida que le ofrecían, entró y salió varias veces de la realidad, pasó noches enteras en blanco y días enteros durmiendo, dos hombres entraron en su cuarto sin llamar Uno de ellos la sujetó, otro le aplicó una inyección y ella se despertó en Villete.
—Depresión —había escuchado que el médico decía a su marido—, a veces provocada por los motivos más banales. Falta un elemento químico, la serotonina, en su organismo.