7

Fue su primer día normal en un asilo de locos. Salió de la enfermería y tomó café en el gran refectorio donde hombres y mujeres comían juntos. Observó que, al contrario de lo que solía mostrarse en las películas sobre el tema (escándalos, griterío, personas haciendo gestos demenciales), todo parecía envuelto en un aura de silencio opresivo; daba la impresión de que nadie deseara compartir su mundo interior con extraños.

Después de un desayuno de calidad aceptable (no se podía culpar a las comidas de la pésima fama de Villete), salieron todos a tomar el sol. A decir verdad, no había sol en absoluto: la temperatura estaba bajo cero y el jardín se encontraba cubierto de nieve.

—No estoy aquí para conservar mi vida, sino para perderla —dijo Veronika a uno de los enfermeros.

—Aún así, tiene que salir para el baño de sol.

—Ustedes sí que están locos, ¡no hay sol!

—Pero hay luz, y la luz ayuda a calmar a los internos. Por desgracia nuestro invierno es muy largo; si no fuera así, tendríamos menos trabajo.

Era inútil discutir: salió y caminó un poco mirando todo a su alrededor, buscando disimuladamente una manera de huir El muro era alto, como exigían los constructores de cuarteles antiguos, pero las garitas para centinelas estaban desiertas. El jardín estaba bordeado por edificios de apariencia militar, que en la actualidad albergaban enfermerías masculinas, femeninas, las oficinas de la administración y las dependencias de los empleados. Al acabar una primera y rápida inspección, notó que el único lugar realmente vigilado era el portón principal, donde dos guardias verificaban la identidad de todos los que entraban y salían.

Todo parecía irse ordenando en su cerebro. Para hacer un ejercicio de memoria, intentó acordarse de pequeñas cosas, como el lugar donde dejaba la llave de su cuarto, el último disco que había comprado, el último pedido que le habían hecho en la biblioteca.

—Soy Zedka —dijo una mujer acercándose.

La noche anterior no había podido ver su rostro, pues estuvo agachada al lado de la cama durante todo el tiempo que duró la conversación. Ella debía de tener unos treinta y cinco años y parecía absolutamente normal.

—Espero que la inyección no te haya causado mucho problema. Con el tiempo el organismo se acostumbra, y los calmantes pierden su efectividad.

—Estoy bien.

—En relación con lo que me pediste en nuestra conversación de anoche, ¿te acuerdas?

—Perfectamente.

Zedka la tomó del brazo y comenzaron a caminar juntas, por entre los muchos árboles sin hojas del patio. Más allá de los muros se podían vislumbrar las montañas ocultas tras las nubes.

—Hace frío, pero es una bonita mañana —dijo Zedka—. Es curioso, pero mi depresión nunca aparecía en días como éste, nublados, grises, fríos. Cuando el tiempo estaba así, yo sentía que la naturaleza estaba de acuerdo conmigo, mostraba mi alma. Por otro lado, cuando aparecía el sol, los niños empezaban a jugar por las calles y todos estaban contentos con la belleza del día, yo me sentía muy infeliz. Como si fuera injusto que toda aquella exuberancia se mostrara y yo no pudiera participar.

Con delicadeza, Veronika se soltó del brazo de la mujer No le gustaban los contactos físicos.

—Has interrumpido tu primera frase, cuando hablabas de mi pedido.

—Hay un grupo ahí dentro. Son hombres y mujeres que ya podrían recibir el alta, estar en sus casas, pero no quieren salir. Sus razones son numerosas: Villete no está tan mal como dicen, aunque esté lejos de ser un hotel de cinco estrellas. Aquí dentro, todos pueden decir lo que piensan, hacer lo que desean sin oír ningún tipo de crítica, puesto que, al fin y al cabo, están internados en un manicomio. Entonces, cuando se producen las inspecciones ordenadas por el gobierno, estos hombres y mujeres actúan como si tuvieran un alto grado de insania peligrosa, ya que muchos de ellos están aquí a cargo del Estado. Los médicos lo saben, pero parece que existe una orden de los dueños para dejar que la situación continúe como está, puesto que existen más plazas que enfermos.

—¿Y ellos me podrían conseguir las pastillas?

—Procura entrar en contacto con ellos. Llaman a su grupo la Fraternidad.

Zedka señaló a una mujer de cabellos blancos que charlaba animadamente con otras mujeres más jóvenes.

—Se llama Mari, y es de la Fraternidad. Pregúntale a ella.

Veronika intentó dirigirse hacia ella, pero Zedka la detuvo.

—Ahora no: se está divirtiendo. No interrumpirá lo que le gusta sólo para ser simpática con una extraña. Si reacciona mal, nunca más tendrás la oportunidad de aproximarte. Los locos siempre confían en la primera impresión.

Veronika se rio por la entonación que Zedka había dado a la palabra «locos» . Pero se quedó preocupada, porque todo aquello le estaba pareciendo normal y hasta demasiado bueno. Después de tantos años yendo del trabajo al bar, del bar a la cama de un amante, de la cama para el cuarto, del cuarto a la casa de la madre, ahora ella estaba viviendo una experiencia con la que nunca había soñado: el asilo, la locura, el manicomio. Un lugar donde las personas no tenían vergüenza de confesarse locas, donde nadie interrumpía lo que le gustaba hacer sólo para ser simpático a los otros.

Empezó a dudar de si Zedka estaría hablando en serio o sería sólo una forma que los enfermos mentales adoptan para fingir que viven en un mundo mejor que los otros. Pero ¿qué importancia tenía eso? Estaba viviendo algo interesante, diferente, jamás esperado. Imagínense: ¡un lugar donde las personas se fingen locas para hacer exactamente lo que quieren!

En ese mismo instante, a Veronika le dio un vuelco el corazón. Las palabras del médico volvieron inmediatamente a su pensamiento, y ella se asustó.

—Quiero caminar sola —le comunicó a Zedka. A fin de cuentas, ella también era una «loca» y no tenía por qué estar queriendo agradar a nadie.

La mujer se alejó, y Veronika se quedó contemplando las montañas tras los muros de Villete. Una leve voluntad de vivir pareció surgir, pero Veronika la apartó de su mente con determinación.

«Tengo que conseguir pronto los comprimidos».

Reflexionó sobre su situación allí, que estaba lejos de ser la ideal. Aunque le brindaran la posibilidad de vivir todas las locuras que le vinieran en gana, no sabría qué hacer.

Nunca había padecido locura alguna.

Después de permanecer algún tiempo en el jardín, volvieron al refectorio y comieron. Luego los enfermeros acompañaron a hombres y mujeres hasta una gigantesca sala de estar, con ambientes diversos: mesas, sillas, sofás, un piano, una televisión, y amplias ventanas desde donde se podía contemplar el cielo gris y las nubes bajas. Ninguna de ellas tenía rejas porque la sala comunicaba con el jardín. Las puertas estaban cerradas por causa del frío, pero bastaba girar la manija y se podía salir para caminar de nuevo entre los árboles.

La mayor parte de los internos se instalaron frente al televisor. Otros se quedaron mirando el vacío, algunos conversaban en voz baja consigo mismos, pero ¿quién no ha hecho eso en algún momento de su vida? Veronika observó que la mujer más vieja, Mari, estaba ahora junto a un grupo mayor en una de las esquinas de la gigantesca sala. Algunos de los internos paseaban por allí cerca, y Veronika los imitó; quería escuchar lo que hablaban.

Procuró disimular al máximo sus intenciones, pero cuando se acercó todos se callaron y la miraron.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó un señor anciano, que parecía ser el líder de la Fraternidad (si es que el tal grupo realmente existía y Zedka no estaba más loca de lo que aparentaba).

—Nada, sólo estaba pasando.

Todos intercambiaron miradas e hicieron algunos gestos exagerados con la cabeza. Uno comentó a otro: «ella sólo estaba pasando», otro lo repitió en voz más alta y al poco tiempo todos estaban gritando juntos la misma frase.

Veronika no sabía qué hacer y se quedó paralizada de miedo. Un enfermero fuerte y malcarado se acercó para ver lo que sucedía.

—Nada —respondió uno del grupo—. Ella sólo estaba pasando. ¡Está parada ahí, pero continuará pasando!

El grupo entero estalló en carcajadas. Veronika asumió un aire irónico, sonrió, dio media vuelta y se alejó para que nadie notase que sus ojos se llenaban de lágrimas. Salió directamente al jardín, sin abrigarse. Un enfermero intentó convencerla de que volviese, pero pronto apareció otro que le susurró algo y los dos se alejaron, dejándola a la intemperie. No valía la pena molestarse en cuidar la salud de una persona condenada.

Estaba confusa, tensa, irritada consigo misma. Jamás se había dejado llevar por provocaciones; había aprendido muy pronto que era preciso mantener el aire frío y distante siempre que se presentaba una situación nueva. Aquellos locos, sin embargo, habían conseguido hacer que sintiese vergüenza, miedo, rabia, ganas de matarlos, de herirlos con palabras que no hubiera osado decir.

Quizás las pastillas, o el tratamiento para arrancarla del estado de coma, la hubiesen transformado en una mujer frágil, incapaz de reaccionar por sí misma. ¡Ya había enfrentado situaciones mucho peores en su adolescencia y, por primera vez, no había conseguido controlar el llanto! Necesitaba volver a ser quien era, saber reaccionar con prestancia, fingir que las ofensas nunca la herían, pues ella era superior a todos. ¿Quién de aquel grupo hubiera tenido el coraje de desear la muerte? ¿Quiénes de aquellas personas podían querer enseñarle algo sobre la vida, si estaban todas escondidas tras los muros de Villete? Nunca dependería para nada de su ayuda, aunque tuviera que esperar cinco o seis días para morir.

«Un día ya pasó. Quedan apenas cuatro o cinco».

Anduvo un poco, dejando que el frío intenso entrase en su cuerpo y calmara la sangre que circulaba de prisa, el corazón que latía demasiado rápido.

«Muy bien, aquí estoy yo, con las horas literalmente contadas y concediendo importancia a los comentarios de gente que nunca vi y que en breve nunca más veré. Y yo sufro, me irrito, quiero atacarlos y defenderme. ¿Para qué perder el tiempo con todo esto?».

La realidad, no obstante, era que estaba malgastando el escaso tiempo que le restaba en luchar por su espacio en un ambiente extraño donde era preciso resistir o, en caso contrario, los otros impondrían sus reglas.

«No es posible. Yo nunca fui así. Yo nunca luché por nimiedades:».

Se detuvo en medio del gélido jardín. Justamente porque consideraba que la realidad era un absurdo, había terminado aceptando lo que la vida le había impuesto de manera natural. En la adolescencia, pensaba que era demasiado pronto para escoger; ahora, en plena juventud, se había convencido de que era demasiado tarde para cambiar.

¿Y en qué había gastado su energía hasta ese momento? En intentar que todo en su vida continuase igual. Había sacrificado muchos de sus deseos para que sus padres la continuasen queriendo como la querían de pequeña, aún sabiendo que el verdadero amor cambia con el tiempo y crece y descubre nuevas maneras de expresarse. Cierto día, cuando había escuchado a su madre decir entre sollozos que su matrimonio había acabado, Veronika fue a buscar al padre, lloró, amenazó y finalmente le arrancó la promesa de que él no se iría de la casa, sin pensar en el alto precio que los dos debían de estar pagando por causa de eso.

Cuando decidió buscar un empleo, dejó pasar una tentadora oferta de una empresa que acababa de instalarse en su recién creado país para aceptar el trabajo en la biblioteca pública donde el dinero era escaso pero seguro. Iba a trabajar todos los días en el mismo horario, siempre dejando claro a sus jefes que no la viesen como una amenaza. Ella estaba satisfecha, no aspiraba a luchar para crecer; todo lo que deseaba era su sueldo a fin de mes.

Alquiló el cuarto en el convento porque las monjas exigían que todas las inquilinas regresaran a una hora determinada y después cerraban la puerta con llave: quien se quedara afuera tendría que dormir en la calle. Así ella siempre podía dar una disculpa verdadera a sus sucesivos amantes para no verse obligada a pasar la noche en hoteles o camas extrañas.

Cuando soñaba con casarse, se imaginaba siempre en un pequeño chalet en las afueras de Ljubljana, con un hombre que fuese diferente de su padre, que ganase sólo lo suficiente para mantener a su familia y que fuera feliz con el hecho de estar los dos juntos en una casa con el hogar encendido, contemplando las montañas cubiertas de nieve.

Se había educado a sí misma para dar a los hombres una cantidad exacta de placer: ni más, ni menos, apenas el necesario. No sentía rabia hacia nadie, porque eso hubiera significado tener que reaccionar, combatir a un enemigo y después soportar consecuencias imprevisibles, como la venganza.

Y cuando obtuvo cuanto deseaba en la vida, llegó a la conclusión de que su existencia no tenía sentido, porque todos los días eran iguales, y decidió morir.

Veronika volvió a entrar y se dirigió al grupo que se encontraba reunido en una de las esquinas de la sala. Las personas conversaban animadamente, pero se callaron cuando ella se aproximó.

Se dirigió directamente hacia el hombre más viejo, que parecía ser el jefe. Antes de que nadie pudiese detenerla, le dio un sonoro bofetón.

—¿Va a reaccionar? —preguntó bien alto, para que la oyesen todos en la sala—. ¿Va a hacer algo?

—No. —El hombre se pasó la mano por la cara. Un pequeño hilo de sangre se escurría de su nariz—. Tú no nos vas a perturbar por mucho tiempo.

Ella dejó la sala de estar y caminó hacia la enfermería con aire triunfante. Había hecho algo que jamás había realizado antes en su vida.

Tres días habían pasado desde el incidente con el grupo que Zedka llamaba la Fraternidad. Estaba arrepentida de la bofetada, pero no por miedo a la reacción del hombre, sino porque había hecho algo diferente. Si seguía así podía terminar convencida de que la vida valía la pena, y sería un sufrimiento inútil, ya que tenía que partir de este mundo de cualquier manera.

Su única salida fue alejarse de todo y de todos, intentar de todas las formas ser como era antes, obedecer las órdenes y los reglamentos de Villete. Se adaptó a la rutina impuesta por la clínica: levantarse temprano, desayuno, paseo por el jardín, almuerzo, sala de estar, nuevo paseo por el jardín, cena, televisión y cama.

Antes de dormir, una enfermera aparecía siempre con medicamentos. Todas las otras mujeres tomaban comprimidos, ella era la única a quien aplicaban una inyección. Nunca protestó; sólo quiso saber por qué le prescribían tanto calmante, ya que nunca había tenido dificultades para conciliar el sueño. Le explicaron que la inyección no era un somnífero, sino un remedio para su corazón.

Y así, al aceptar obedientemente la rutina, los días del hospital fueron tornándose iguales y, al ser iguales, transcurrían más rápidamente. En dos o tres días más ya no sería necesario cepillarse los dientes o peinarse. Veronika percibía cómo su corazón se iba debilitando rápidamente: perdía el aliento con facilidad, sentía dolores en el pecho, no tenía apetito y se mareaba al hacer cualquier esfuerzo.

Después del incidente con la Fraternidad había llegado a pensar algunas veces: «Si yo pudiera elegir, si hubiera comprendido que mis días eran iguales porque así yo lo deseaba, tal vez…».

Pero la respuesta era siempre la misma: «No hay tal vez porque no hay elección». Y la paz interior volvía, porque todo estaba determinado.

En ese período desarrolló una relación (no una amistad, porque la amistad exige una larga convivencia, y eso sería imposible) con Zedka. Jugaban a las cartas (lo que ayuda a que el tiempo transcurra más velozmente) y a veces paseaban juntas, en silencio, por el jardín.

Aquel día por la mañana, después del desayuno, todos salieron para tomar «el baño de sol», conforme exigía el reglamento. Un enfermero, sin embargo, pidió a Zedka que volviese a la enfermería, pues era el día del «tratamiento».

Veronika estaba acabando de tomar el café con ella y lo escuchó.

—¿Qué es ese tratamiento?

—Es un método antiguo, de la década de los sesenta, pero los médicos piensan que puede acelerar la recuperación. ¿Quieres verlo?

—Pero tú dijiste que tenías depresión. ¿No es suficiente tomar la medicina para reponer la sustancia que falta?

—¿Quieres verlo? —insistió Zedka.

Si accedía, se saldría de la rutina, pensó Veronika. Descubriría nuevas cosas cuando ya no necesitaba aprender nada, sólo tener paciencia. Pero su curiosidad fue más fuerte, y ella asintió con la cabeza.

—¡Esto no es una exhibición! —protestó el enfermero.

—Ella va a morir Y no vivió nada. Deja que venga con nosotros.