No obstante, durante la noche, Veronika comenzó a sentir miedo. Una cosa era la acción rápida de los comprimidos, otra era quedarse esperando la muerte durante cinco días, una semana, después de haber vivido ya todo lo posible.
La joven había pasado su vida esperando siempre algo: que el padre volviera del trabajo, la carta del enamorado que no llegaba, los exámenes de fin de año, el tren, el autobús, la llamada telefónica, el día de fiesta, el fin de las vacaciones. Ahora tenía que esperar la muerte, que venía con fecha marcada.
«Esto sólo me podía pasar a mí. Normalmente las personas se mueren exactamente el día en que creen que van a morir».
Tenía que salir de allí y conseguir nuevas pastillas. Si no lo lograba, y la única solución era lanzarse desde lo alto de un edificio de Ljubljana, lo haría. Había intentado evitar a sus padres otro sufrimiento, pero ahora no había más remedio.
Miró a su alrededor Todas las camas estaban ocupadas, las personas dormían, algunas roncaban ruidosamente. Las ventanas tenían rejas. Al final del dormitorio había una pequeña luz encendida, que llenaba el ambiente de sombras extrañas y permitía que el lugar estuviera constantemente vigilado. Cerca de la luz, una mujer leía un libro.
«Estas enfermeras deben de ser muy cultas. Viven leyendo».
La cama de Veronika era la más alejada de la puerta —entre ella y la enfermera había casi veinte camas—. Se levantó con dificultad porque, si era verdad lo que había dicho el médico, llevaba casi tres semanas sin caminar La enfermera levantó los ojos y vio a la joven que se aproximaba cargando su frasco de suero.
—Quiero ir al lavabo —susurró Veronika, temerosa de despertar a las otras internas.
La mujer, con un gesto desganado, señaló a una puerta. La mente de Veronika trabajaba rápidamente, buscando en todas partes una salida, una brecha, una manera de escapar de aquel lugar «Tiene que ser en seguida, mientras piensan que aún estoy frágil, incapaz de reaccionar».
Miró cuidadosamente a su alrededor El cuarto de baño era un cubículo sin puerta. Si quería salir de allí, tendría que sujetar a la vigilante y dominarla para conseguir la llave, pero estaba demasiado débil para hacer eso.
—¿Esto es una prisión? —preguntó a la vigilante, que había abandonado la lectura y ahora seguía todos sus movimientos.
—No. Es un manicomio.
—Yo no estoy loca.
La mujer rio.
—Es exactamente lo que todos dicen aquí.
—Está bien. Entonces soy una loca. ¿Qué es un loco?
La mujer dijo a Veronika que no debía quedarse mucho tiempo de pie y la envió de vuelta a su cama.
—¿Qué es un loco? —insistió Veronika.
—Pregúnteselo al médico mañana. Y váyase a dormir o tendré que aplicarle un calmante.
Veronika obedeció. En el camino de vuelta, escuchó a alguien susurrar desde una de las camas:
—¿No sabes lo que es un loco?
Por un instante pensó en no responder: no quería hacer amigos, establecer círculos sociales, conseguir aliados para una gran sublevación en masa. Tenía sólo una idea fija: la muerte. En el caso de que le resultara imposible huir, se las arreglaría para suicidarse allí mismo, lo antes posible.
Pero la mujer repitió la misma pregunta que ella había hecho a la vigilante:
—¿No sabes lo que es un loco?
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Zedka. Ve hasta tu cama. Después, cuando la vigilante piense que ya estás acostada, arrástrate por el suelo hasta aquí.
Veronika regresó a su lugar y esperó a que la vigilante volviera a concentrarse en el libro. ¿Qué era un loco? No tenía la menor idea, porque esa palabra se utilizaba de una manera completamente anárquica: decían, por ejemplo, que ciertos deportistas estaban locos por desear superar récords. O que los artistas eran locos porque vivían de una manera insegura, inesperada, diferente de todos los «normales». Por otro lado, Veronika ya había visto a mucha gente andando por las calles de Ljubljana, mal abrigada durante el invierno, predicando el fin del mundo y empujando carritos de supermercado llenos de bolsas y trapos.
No tenía sueño. Según el médico, había dormido casi una semana, demasiado tiempo para quien estaba habituado a una vida sin grandes emociones pero con horarios rígidos de descanso. ¿Qué era un loco? Quizás fuera mejor preguntárselo a uno de ellos.
Veronika se agachó, retiró la aguja clavada en su brazo y se fue hasta donde estaba Zedka, intentando no hacer caso a su estómago, que empezaba a dar vueltas; no sabía si el mareo era el resultado de su corazón debilitado o del esfuerzo que estaba haciendo.
—No sé lo que es un loco —susurró Veronika—, pero yo no lo soy. Soy una suicida frustrada.
—Loco es quien vive en un mundo propio. Como los esquizofrénicos, los psicópatas, los maníacos. O sea, personas que son diferentes de las demás.
—¿Como tú?
—Sin embargo —continuó Zedka, fingiendo no haber oído el comentario—, ya debes de haber oído hablar de Einstein, que afirmaba que no había tiempo ni espacio, sino una fusión de ambos. O de Colón, que aseguraba que al otro lado del mar no había un abismo, sino un continente. O de Edmund Hillary, que confirmaba que un hombre podía llegar a la cumbre del Everest. O de los Beatles, que crearon una música diferente y se vestían de manera totalmente innovadora. Todas estas personas, y millares de otras, también vivían en su mundo.
«Esta demente está diciendo cosas con sentido», pensó Veronika, acordándose de las historias que su madre le contaba acerca de santos que afirmaban hablar con Jesús o con la Virgen María. ¿Vivían en un mundo aparte?
—Una vez vi a una mujer con un vestido rojo, escotado, con los ojos vidriosos, andando por las calles de Ljubljana cuando el termómetro marcaba cinco grados bajo cero. Pensé que estaría borracha y fui a ayudarla, pero ella rechazó mi abrigo.
—Quizás en su mundo fuese verano, y su cuerpo estuviera caliente por el deseo de alguien a quien esperaba. Y aunque esa otra persona existiese apenas en su delirio, ella tiene el derecho de vivir y morir como quiera, ¿no crees?
Veronika no sabía qué decir, pero las palabras de aquella loca tenían sentido. ¿Quién sabe si no era la misma mujer que había visto semidesnuda en las calles de Ljubljana?
—Te contaré una historia —dijo Zedka—. Un poderoso hechicero, queriendo destruir un reino colocó una poción mágica en un pozo del que todos sus habitantes bebían. Quien tomase aquella agua, se volvería loco.
»A la mañana siguiente, toda la población bebió y todos enloquecieron, menos el rey, que tenía un pozo privado para él y su familia, donde el hechicero no había conseguido entrar El monarca, preocupado, intentó controlar a la población ordenando una serie de medidas de seguridad y de salud pública, pero los policías e inspectores habían bebido el agua envenenada, y juzgando absurdas las disposiciones reales, decidieron no respetarlas de manera alguna.
»Cuando los habitantes de aquel reino se enteraron del contenido de los decretos, quedaron convencidos de que el soberano había enloquecido y por eso disponía cosas sin sentido. A gritos fueron hasta el castillo exigiendo que renunciase.
»Desesperado, el rey se declaró dispuesto a dejar el trono, pero la reina lo impidió diciendo: «Vayamos ahora hasta la fuente y bebamos también. Así nos volveremos iguales a ellos».
»Y así se hizo: el rey y la reina bebieron el agua de la locura y empezaron inmediatamente a decir cosas sin sentido. Al momento sus súbditos se arrepintieron: ahora que el rey estaba mostrando tanta sabiduría, ¿por qué no dejarle gobernar?
»El país continuó en calma, aunque sus habitantes se comportasen de manera muy diferente a sus vecinos. Y el rey pudo gobernar hasta el fin de sus días.
Veronika se rio.
—Tú no pareces loca —dijo.
—Pero lo soy, aunque esté siendo curada, porque mi caso es simple: basta recolocar en el organismo una determinada sustancia química. Sin embargo, espero que esa sustancia se limite tan sólo a resolver mi problema de depresión crónica; quiero continuar loca viviendo mi vida de la manera que yo sueño y no de la manera en que otros desean. ¿Sabes lo que hay allá afuera, detrás de los muros de Villete?
—Gente que bebió del mismo pozo.
—Exactamente —dijo Zedka—. Creen que son normales porque todos hacen lo mismo. Voy a fingir que también bebí de aquella agua.
—Pues yo bebí y éste es, justamente, mi problema. Nunca tuve depresión, ni grandes alegrías o tristezas que durasen mucho. Mis problemas son iguales a los de todo el mundo.
Zedka permaneció en silencio unos momentos y luego replicó:
—Tú vas a morir, nos dijeron.
Veronika vaciló un instante: ¿podría confiar en aquella extraña? Pero tenía que arriesgarse.
—Sólo dentro de cinco o seis días. Estoy pensando si existe un medio de morir antes. Si tú, o alguien de aquí dentro, consiguiera obtener nuevos comprimidos, estoy segura de que mi corazón no lo soportaría esta vez. Comprende todo lo que estoy sufriendo por estar esperando la muerte, y ayúdame.
Antes de que Zedka pudiese responder, la enfermera apareció con una jeringuilla en la mano.
—Puedo inyectársela yo misma —dijo—. Pero si no hubiera colaboración, puedo pedir a los guardas de allí afuera que me ayuden.
—No malgastes tus energías —le recomendó Zedka a Veronika—. Guarda tus fuerzas si quieres conseguir lo que me pides.
Veronika se levantó, volvió a su cama y dejó que la enfermera cumpliese su tarea.