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Paulo Coelho conoció la historia de Veronika tres meses después, cuando cenaba en un restaurante argelino en París con una amiga eslovena, que también se llamaba Veronika y era hija del médico responsable de Villete.

Más tarde, cuando decidió escribir un libro sobre el asunto, pensó en cambiar el nombre de Veronika, su amiga, para no confundir al lector. Pensó en llamarla Blaska, o Edwina, o Marietzja, o cualquier otro nombre esloveno, pero acabó decidiendo que mantendría los nombres reales. Cuando se refiriese a Veronika, su amiga, la llamaría «Veronika, la amiga». En cuanto a la otra Veronika, no necesitaba adjetivarla de ninguna manera puesto que sería el personaje central del libro, y las personas se cansarían de leer siempre «Veronika, la loca» o «Veronika, la que había intentado suicidarse». De cualquier manera, tanto él como Veronika, la amiga, iban a entrar en la historia apenas un pequeño trecho: éste.

Veronika, la amiga, estaba horrorizada con lo que su padre había hecho, principalmente tomando en cuenta que él era el director de una institución que quería ser respetada y trabajaba en una tesis que tenía que ser sometida al examen de una comunidad académica convencional.

—¿Sabes de dónde viene la palabra asilo? —preguntaba ella—. Viene de la Edad Media, del derecho que las personas tenían de buscar refugio en iglesias, lugares sagrados. ¡Derecho de asilo, una cosa que cualquier persona civilizada entiende! Entonces ¿cómo es que mi padre, director de un asilo, pudo actuar de esa manera con alguien?

Paulo Coelho quiso saber en detalle todo lo que había pasado, porque tenía un excelente motivo para interesarse por la historia de Veronika.

Y el motivo era el siguiente: él también había sido internado en un asilo, o manicomio, como era más conocido este tipo de hospital. Y esto había sucedido no solamente una vez, sino tres, en los años 1965, 1966 y 1967. El lugar de su internamiento fue la Casa de Salud del Doctor Eiras, en Río de Janeiro.

La causa de su internamiento era, hasta hoy, desconocida para él mismo: tal vez sus padres estuvieran confundidos por su comportamiento diferente, entre tímido y extravertido, o tal vez fuera su deseo de ser artista, algo que todos en la familia consideraban como la mejor manera de vivir en la marginalidad y morir en la miseria.

Cuando pensaba en el hecho —y hay que decir, de paso, que raramente lo hacía—, él consideraba que el auténtico demente era el médico que aceptó internarlo sin ningún motivo concreto. (Como sucede en cualquier familia, la tendencia es siempre culpar a los otros y afirmar a pies juntillas que los padres no sabían lo que estaban haciendo cuando tomaron una decisión tan drástica).

Paulo se rio al enterarse de la extraña carta que Veronika había escrito a la prensa, protestando de que una importante revista francesa ni siquiera supiese dónde estaba Eslovenia.

—Nadie se mata por eso.

—Por esta razón, la carta no tuvo efecto alguno —repuso, molesta, Veronika, la amiga—. Ayer mismo, al registrarme en el hotel, creían que Eslovenia era una ciudad de Alemania.

Era una historia muy corriente, pensó él, ya que muchos extranjeros consideran la ciudad argentina de Buenos Aires como la capital de Brasil.

Pero, además del hecho de vivir en un país en el que los extranjeros, alegremente, venían a felicitarlo por la belleza de la capital (que estaba en el país vecino), Paulo Coelho tenía en común con Veronika el hecho que ya fue descrito aquí pero que siempre conviene recordar: también había sido internado en un sanatorio para enfermos mentales, «de donde nunca debió haber salido», como comentó cierta vez su primera mujer.

Pero salió. Y cuando dejó la Casa de Salud del Doctor Eiras por última vez, decidido a nunca más volver allá, hizo dos promesas: a) juró que escribiría sobre el asunto; b) juró esperar a que sus padres muriesen antes de hacerlo público porque no quería herirlos, ya que los dos habían pasado muchos años de sus vidas culpándose por lo que habían hecho.

Su madre murió en 1993. Pero su padre, que en 1997 había cumplido ochenta y cuatro años, a pesar de tener enfisema pulmonar sin nunca haber fumado, a pesar de alimentarse con comida congelada porque no conseguía tener una asistenta que controlara sus manías, continuaba vivo, en pleno gozo de sus facultades mentales y de su salud.

De modo que, al oír la historia de Veronika, él descubrió la manera de hablar sobre el tema sin faltar a su promesa. Aunque nunca hubiera pensado en el suicidio, conocía íntimamente el universo de un asilo: los tratamientos, las relaciones entre médicos y pacientes, el consuelo y la angustia de estar en un lugar como aquél.

Entonces dejemos a Paulo Coelho y Veronika, la amiga, salir definitivamente de este libro, y continuemos el relato.