Nuestros lectores tendrán presentes al joven viajero a quien dejamos en el camino de Flandes.
Al perder de vista a su protector, de quien se separó con los ojos clavados en el pórtico de la iglesia, Raúl dio espuelas a su caballo, tanto para desterrar sus dolorosos pensamientos como para ocultar a Olivain la emoción que alteraba su cara.
Una hora de rápida marcha disipó los sombríos vapores que entristecían la rica imaginación del joven. El placer de estar libre, que tiene su dulzura, aun para los que han vivido en una dependencia agradable, doró a los ojos de Raúl la tierra y el cielo, y principalmente el lejano azulado horizonte de la vida, que se llama porvenir.
Conoció, sin embargo, después de algunos esfuerzos que hizo para entablar conversación con Olivain, que los días pasados en la soledad debían ser muy melancólicos, y se reprodujeron en su memoria las palabras de Athos, tan dulces, tan persuasivas, tan interesantes, según iba atravesando poblaciones sobre las cuales nadie podía darle las noticias que le daba Athos, guía como ninguno, entretenido e inteligente.
Otro recuerdo entristecía también a Raúl: cerca de Louvres divisó detrás de un bosque de álamos un castillo tan parecido al de la Vallière, que se detuvo a contemplarle más de diez minutos, y prosiguió su camino suspirando, sin contestar siquiera a Olivain, el cual le interrogaba con respeto sobre la causa de su distracción. Es el aspecto de los objetos exteriores un misterioso conductor que corresponde con las fibras de la memoria y las excita a veces contra nuestra voluntad; y una vez excitado un hilo, lleva como el de Aminda a un laberinto de pensamientos en que se pierde el hombre, caminando entre esa sombra de lo pasado que se llama recuerdo. La presencia de aquel castillo había trasladado a Raúl a cincuenta leguas al Occidente, haciéndole recordar desde el instante en que se despidió de Luisa hasta el que la vio por primera vez; y cada rama de encina, cada veleta que se distinguía sobre un tejado de pizarra, —le recordaba que en vez de volver a los brazos de sus amigos de la infancia, se alejaba de ellos quizá para siempre.
Angustiado y cabizbajo mandó a Olivain que llevara los caballos a una pequeña posada que se divisaba en el camino a medio tiro de mosquete del sitio en que se hallaban. Raúl echó pie a tierra, detúvose junto a un hermoso grupo de castaños en flor, en torno de los cuales zumbaban multitud de abejas, y encargó a Olivain que le enviase con el posadero un pliego de papel y un tintero, para escribir sobre una mesa que se veía allí y parecía destinada especialmente para eso.
Obedeció Olivain, y prosiguió su camino en tanto que Raúl se sentaba y apoyaba el codo sobre la mesa, perdiendo vagamente sus miradas en aquel hermoso paisaje, compuesto de verdes praderas y de es pesas arboledas y sacudiendo de vez en cuando las flores que caían sobre sus cabellos.
Haría unos diez minutos que se encontraba en aquel lugar y llevaba la mitad de este tiempo perdido en sus meditaciones, cuando en el círculo que abrazaban sus distraídas miradas, vio moverse una rubicunda figura que con una servilleta ceñida al cuerpo, otra en el brazo y un gorro en la cabeza, acercábase llevando en la mano papel, pluma y tintero.
—Vaya —dijo el recién llegado—; está visto que todos los caballeros tienen las mismas ideas, porque no hace un cuarto de hora que se ha detenido en estos árboles otro, tan bien montado como vos, de tan buena presencia como vos y de vuestra edad poco más o menos. Pidió esa mesa y esa silla y comió con un señor viejo, que parecía su ayo, un pastel del que no dejó ni migas, acompañado de una botella de vino rancio de Macon, del cual no quedó ni una gota, pero por fortuna aún tenemos vino igual, y pasteles de la misma clase, y si gustáis…
—Gracias, amigo —interrumpió Raúl, sonriéndose—, gracias: por ahora no necesito más que lo que os he pedido, y sólo desearía que la tinta fuera negra y la pluma buena; con estas condiciones os daría por la pluma el precio de la botella, y por la tinta el del pastel.
—Pues bien, señor, daré el pastel y la botella a vuestro criado, y la pluma y la tinta la tendréis por añadidura.
—Como queráis —dijo Raúl, empezando a hacer su aprendizaje en el trato con esa clase de gente, que se asociaba a los ladrones, cuando los había en los caminos, y que, desde que no los hay, los sustituye con ventaja.
Tranquilizado el patrón respecto del gasto que iban a hacer los viajeros, puso el papel, el tintero y la pluma sobre la mesa; Raúl empezó a escribir.
El posadero quedóse delante de él, contemplando con una especie de admiración involuntaria aquel rostro encantador, grave y dulce a la vez. La belleza ha ejercido y ejercerá siempre cierta soberanía.
—No es este caballero como el otro —dijo el posadero a Olivain, que había ido a reunirse con Raúl por si deseaba algo—: se conoce que vuestro amo tiene poco apetito.
Y Olivain y el patrón se dirigieron a la posada, refiriendo el primero al segundo, conforme suelen hacerlo todos los lacayos que se hallan bien con su empleo, las menudencias que creyó lícito decir relativas al joven caballero.
Entretanto, Raúl escribía lo siguiente:
Señor conde:
Me detengo a escribiros después de cuatro horas de marcha, porque a cada instante os echo de menos y siempre estoy volviendo la cabeza como para contestar a lo que me decís. Estaba tan aturdido y apesadumbrado con nuestra separación, que os expresé muy débilmente todo el cariño y agradecimiento que os profeso. Espero que me perdonaréis, porque es tan generoso vuestro corazón, que habrá comprendido lo que en el mío pasa. Os ruego que me escribáis, porque vuestros consejos forman parte de mi existencia; y, además, me atreveré a deciros que estoy algo inquieto: me pareció que os preparabais para alguna peligrosa expedición, sobre la cual no os pregunté, porque nada me dijisteis. Ya veis, pues, que tengo gran necesidad de saber de vos. Desde que no estáis a mi lado, temo carecer de todo a cada instante. Vos me sosteníais poderosamente, señor conde, y ahora os juro que me hallo en una soledad absoluta.
¿Tendríais la bondad, señor conde, si recibieseis noticias de Blois, de indicarme algo acerca de mi amiguita la señorita de La Vallière, cuya salud podía inspirar alguna zozobra, como sabéis, cuando salimos de allí? No ignoráis, mi querido señor y protector, cuán preciosas son para mí las memorias del tiempo que he pasado junto a vos. Espero que algunas veces pensaréis también en mí, y si os hago falta a ciertas horas, si sentís algún pequeño pesar por mi ausencia, tendré un júbilo inmenso conociendo que estáis persuadido del afecto y la adhesión que os tengo, y que supe haceros, lo comprender mientras tuve la dicha de vivir a vuestro lado.
Terminada esta carta, se sintió Raúl más tranquilo, observó si le espiaban Olivain y el posadero, estampó un beso en aquel papel, muda y afectuosa caricia que el corazón de Athos era capaz de adivinar al abrir la carta.
En aquel intermedio se había bebido Olivain su botella y despachado su pastel. También los caballos estaban descansados: Raúl llamó al posadero, echó un escudo sobre la mesa, montó, y en Senlis echó la carta al correo.
Aquella breve detención permitió a los viajeros proseguir su camino sin pararse. En Verberie ordenó a Olivain que tomara noticias del joven caballero que les precedía: tres cuartos de hora hacía que le habían visto pasar, pero iba con buena montura, como ya dijera el posadero, y caminaba a buen paso.
—Veamos si logramos alcanzarle —dijo Raúl a Olivain—; va también al ejército y su compañía nos servirá de distracción.
Eran las cuatro de la tarde cuando llegó Raúl a Compiegne; comió con buen apetito y tomó nuevos informes respecto al desconocido caballero, averiguando que también se había apeado en la posada de La Campana y la bellota, que era la mejor de Compiegne, y que había continuado su camino manifestando que se proponía dormir en Nyon.
—Vamos a dormir a Nyon —dijo Raúl.
—Señor —respondió respetuosamente Olivain—, concededme que os haga notar que esta mañana se fatigaron muchos los caballos. Bueno sería hacer noche aquí y salir mañana temprano. Para la primera jornada bastan dieciocho leguas.
—El señor conde de la Fère quiere que me dé prisa —contestó Raúl—, y que en la mañana del cuarto día esté reunido con el príncipe. Caminemos hasta Nyon; será igual la jornada a las que hemos hecho al venir de Blois. A las ocho en punto llegaremos: los caballos podrán descansar toda la noche, y a las cinco de la madrugada nos volveremos a poner en camino.
Olivain no se atrevió a oponerse a esta determinación, mas siguió a su amo murmurando entre dientes.
—Adelante, adelante —decía—, gasta todo tu ímpetu el primer día; mañana andará diez leguas en vez de veinte, pasado mañana cinco, y al tercer día estarás en cama. Entonces habrás de descansar a la fuerza. Todos estos muchachos no son más que unos fanfarrones.
Fácil es ver que Olivain no se había educado en la escuela de Planchet ni de Grimaud.
Raúl estaba efectivamente cansado; pero quería probar sus fuerzas; imbuido en los principios de Athos, no quería ser inferior a su modelo, a quien había oído hablar mil veces de jornadas de veinticinco leguas. Recordaba también a D’Artagnan, a aquel hombre que parecía formado solamente de nervios y músculos.
Marchaba, pues, acelerando cada vez más el paso de su cabalgadura, no obstante las observaciones de Olivain, por una hermosa vereda que conducía a un embarcadero y que le hacía atajar una legua, según le habían informado. Llegó a la cumbre de una colina y apareció a su vista el río, en cuya orilla permanecía un pequeño grupo de gente a caballo disponiéndose a embarcarse. Persuadido Raúl de que eran los desconocidos el caballero que buscaba y su escolta, dio una voz llamándolos, pero todavía se hallaba a mucha distancia para que lo oyeran, visto lo cual y a pesar de lo fatigado que estaba su caballo, lo puso al galope. Una desigualdad del terreno le ocultó a los viajeros, y cuando llegó a otra elevación, habíase apartado la barca de la orilla y bogaba hacia la opuesta.
Viendo Raúl que ya no podía llegar a tiempo para pasar el río con los viajeros, se detuvo para aguardar a Olivain.
Oyóse en aquel momento un grito hacia el centro del río; volvió Raúl la cabeza y llevando una mano a sus ojos, deslumbrados por el sol que se ponía, exclamó:
—Olivain, ¿qué es eso?
Resonó otro grito más penetrante que el primero.
—¡Qué ha se der! —contestó Olivain—. Que la corriente se lleva la barca. Pero allí se ve algo que se mueve en el agua.
—Ciertamente —exclamó Raúl fijando sus miradas en un punto del río iluminado por los rayos del sol—. ¡Un caballo! ¡Un hombre!
—¡Se van a fondo! —gritó a su vez Olivain.
Así era la verdad; Raúl acababa de persuadirse de que había sucedido una desgracia y se estaba ahogando una persona. Recogió las riendas del caballo, le clavó las espuelas, y el animal, estimulado por el dolor, lanzóse a escape, saltó por encima de una especie de pretil que rodeaba el embarcadero y cayó en el río, levantando una cascada de espuma.
—¡Ay, señor! ¿Qué hacéis? —exclamó Olivain.
Raúl dirigía su caballo hacia el infeliz que se hallaba en tan grave peligro. Por lo demás, estaba muy acostumbrado a semejante ejercicio. Criado a orillas del Loire, se había mecido cien veces en sus aguas, atravesándolas unas veces a caballo y otras a nado. Athos había cuidado de hacerle práctico en todas estas cosas para cuando fuese soldado.
—¡Ah, Dios mío! —continuaba el desesperado Olivain—. ¿Qué diría el señor conde si os viese?
—El señor conde hubiese hecho lo que yo —respondió Raúl excitando vigorosamente a su caballo.
—Pero y yo —gritaba Olivain—, ¿cómo paso?.
—¡Salta, miserable! —gritaba Raúl sin dejar de nadar.
Y dirigiéndose al viajero, que luchaba con las olas a veinte pasos de distancia, añadió:
—Valor, caballero, ya voy a socorreros.
Olivain avanzó, retrocedió, encabritó su caballo, dio media vuelta, y aguijoneado al fin por la vergüenza, se lanzó imitando a Raúl.
La barca, entretanto, bajaba rápidamente en medio de los gritos de los que la ocupaban.
Un hombre de cabellos entrecanos se había arrojado de la barca al río, y nadaba admirablemente hacia la persona que se ahogaba; pero tenía que luchar contra la corriente y avanzaba con lentitud.
Raúl continuaba avanzando visiblemente; pero el caballo y el jinete, a los que no perdía de vista, sumergíanse cada vez más: el primero no tenía más que las narices fuera del agua, y el segundo, que había soltado las riendas, tendía los brazos y dejaba caer la cabeza hacia atrás. Un minuto más y todo desaparecería.
—Valor —gritó Raúl.
—Es tarde —murmuró el joven—, es tarde.
Arrojóse Raúl de su caballo, al cual dejó confiada su propia salvación, y de tres o cuatro empujes llegó junto al caballero. Inmediatamente cogió al caballo por la brida, y sacó su cabeza fuera del agua: entonces respiró el animal más libremente, y como si hubiera conocido que iban a socorrerle, aumentó sus esfuerzos: al mismo tiempo cogió Raúl una mano del joven y la puso en la crin del caballo, a la cual se aferró aquél con la fuerza desesperada de todo el que se ahoga. Seguro de que el caballero no abandonaría su presa, no pensó el vizconde más que en el caballo, al cual dirigió hacia la orilla opuesta, ayudándole a cortar el agua y animándole con la voz.
De pronto tocó el animal en un bajo y puso los cascos en la arena.
—¡Salvo! —exclamó el hombre de los cabellos entrecanos haciendo también pie.
—¡Salvo! —exclamó maquinalmente el caballero soltando las crines y dejándose caer desde la silla en los brazos de Raúl.
Sólo distaba éste diez pasos de la playa: llevó a ella al desmayado caballero, lo tendió en la hierba, aflojó los cordones de su cuello y le desabrochó.
Un minuto después hallábase a su lado el hombre del cabello cano.
También Olivain había logrado llegar a la orilla después de persignarse muchas veces, y la gente de la barca se dirigía trabajosamente al mismo sitio con auxilio de un largo palo que casualmente habían encontrado.
Gracias a los cuidados de Raúl y del hombre que acompañaba al caballero, fuéronse animando paulatinamente las mejillas del desmayado, el cual abrió los ojos con espanto y miró a todas partes hasta fijarlos en su salvador.
—¡Ah, caballero! —exclamó—. Vos erais a quien buscaba: sin vuestro auxilio hubiera fallecido mil veces.
—Gracias a Dios —dijo Raúl—, todo se ha reducido a tomar un baño.
—¡Cuánto agradecimiento os debemos, caballero! —exclamó el hombre de los cabellos grises.
—¡Ah! ¿Estáis ahí, mi buen Armenges? Os he dado un gran susto, ¿no es verdad? Mas vos tenéis la culpa; siendo vos mi preceptor, debisteis enseñarme a nadar mejor.
—¡Ah, señor conde! —dijo el anciano—. Si os hubiese acontecido alguna desgracia, nunca habría yo tenido atrevimiento para presentarme al señor mariscal.
—Pero, ¿cómo ha pasado este accidente? —preguntó Raúl.
—Del modo más sencillo, caballero —dijo la persona a quien su compañero diera el título de conde—. Nos encontrábamos a un tercio de río, cuando se rompió la cuerda que dirigía la barca. A los gritos y movimientos de los barqueros, se asustó mi caballo y se tiró al agua. Yo nado mal, y no me atreví a apearme; en vez de ayudar al animal, paralizaba sus movimientos, y estaba a punto de ahogarme cuando llegasteis vos en el momento crítico de sacarme a tierra. Desde este momento, caballero, soy vuestro a muerte y vida.
—Señor —dijo Raúl inclinándose—, disponed de mí en cuanto os parezca.
—Me llamo el conde de Guiche —continuó el caballero—, y soy hijo del mariscal de Grammont. Ahora que no ignoráis quién soy, espero que digáis vuestro nombre.
—Soy el vizconde de Bragelonne —dijo Raúl, avergonzado de no poder nombrar a su padre como su nuevo compañero.
—Vizconde, vuestro aspecto, vuestra amabilidad, vuestro valor, me inclinan a vos. Sois acreedor a todo mi agradecimiento. Dadme un abrazo, y concededme vuestra amistad.
—Caballero —dijo Raúl abrazándose con el conde—, también yo os aprecio ya con todo mi corazón; disponed, pues, de mí.
—¿Adónde os encamináis, vizconde? —preguntó el de Guiche.
—Al ejército del príncipe, conde.
—¡Y yo también! —exclamó el joven arrebatado de alegría—. ¡Ah! Tanto mejor; dispararemos juntos el primer pistoletazo.
—Bien está; profesaos un mutuo cariño —dijo el ayo—; ambos sois jóvenes, tenéis sin duda la misma estrella, y debíais encontraros en el mundo.
Sonriéronse ambos mancebos con la confianza de la juventud.
—Y ahora —añadió el ayo—, urge que os mudéis. Ya deben haber llegado a la posada los lacayos a quienes ordené marchar apenas salieron del río. Ya se estará calentando la ropa blanca y el vino, venid. Ninguna réplica tenían que hacer los jóvenes a semejante propuesta, y pareciéndoles, por el contrario, excelente, montaron a caballo mirándose y admirándose uno a otro, porque eran, en efecto, dos distinguidos caballeros de esbelta y gallarda presencia, de rostro noble y sereno, de dulces y altivas miradas, y de franca sonrisa. El de Guiche podría tener dieciocho años, pero no estaba más desarrollado que Raúl, que sólo tenía quince.
Presentáronse la mano por un espontáneo movimiento, y dando espuelas a sus cabalgaduras anduvieron juntos el camino del río a la posada, gozándose el uno con la buena y agradable que era la vida que estuvo a punto de perder, y dando el otro gracias a Dios por haberle consentido vivir lo suficiente para hacer algo que pudiera complacer a su protector.
Olivain era el único a quien no había satisfecho completamente la bella acción de su amo, y caminaba retorciéndose las mangas y los faldones de su justillo, pensando en que una parada en Compiegne le hubiera librado, no sólo del peligro que acababa de escapar, sino también de las fluxiones de pecho y de los reumatismos que naturalmente debían ser su resultado.