Era una crueldad mayúscula enviarnos directamente a clase después de esta reunión, pero eso fue justo lo que hizo Kirova. Se llevaron a Lissa en otra dirección y yo la observé marcharse, contenta de que el vínculo existente entre nosotras me permitiera seguir leyendo su temperatura emocional.
A mí me mandaron primero a visitar a uno de los mentores. Se trataba de un viejo tipo moroi, uno que recordaba de antes de la huida. A decir verdad, me costaba creer que todavía anduviera por aquí, pues era tan mayor que casi daba miedo y debería haberse jubilado. O muerto.
La visita nos llevó unos cinco minutos. No dijo nada sobre mi regreso y me formuló algunas preguntas sobre las clases a las que había asistido en Portland y Oregón. Las comparó con las de mi expediente anterior y con prisa garabateó un nuevo horario. Lo tomé de forma malhumorada y me dirigí hacia mi primera clase.
1ª clase: Técnicas de combate avanzadas para guardianes.
2ª clase: Teoría de la protección personal y el guardaespaldas 3.
3ª clase: Entrenamiento con pesas y puesta en forma.
4ª clase: Artes del lenguaje (para novicios).
—Almuerzo—
5ª clase: Comportamiento y fisiología animal.
6ª clase: Cálculo elemental.
7ª clase: Cultura moroi 4.
8ª clase: Arte eslavo.
Buf. Había olvidado lo larga que se hacía la jornada escolar en la Academia. Los novicios y los moroi asistían a clases separadas durante la primera mitad del día, lo cual implicaba que no vería a Lissa hasta después del almuerzo… si es que luego teníamos alguna clase en común. La mayoría eran asignaturas normales del último curso de enseñanza media, así que me pareció que teníamos grandes probabilidades de que así fuera. La de Arte eslavo me llamó la atención, pues me parecía el tipo de elección que nadie haría estando en sus cabales y concebí la esperanza de que también se la hubiesen asignado a ella, tal como habían hecho conmigo.
Dimitri y Alberta me escoltaron hasta el gimnasio de los guardianes para la primera sesión del día y ambos hicieron caso omiso de mi presencia. Como caminaba detrás de ellos, pude observar que Alberta llevaba el pelo corto al estilo duende, de modo que se veía abiertamente su marca de la promesa y las molnija. Muchas guardianas seguían esa costumbre. Ahora no es que me importase mucho, ya que mi cuello aún no exhibía ese tipo de tatuajes, pero ni aun entonces querría cortarme el cabello.
Ni ella ni Dimitri pronunciaron una sola palabra y caminaron hacia delante como si fuera un día cualquiera. Cuando llegamos a nuestro destino, las reacciones de mis colegas dejaron bien claro que de eso nada. Estaban en la mitad de un enfrentamiento por parejas cuando entramos en el gimnasio y exactamente igual que había sucedido en las zonas comunes, todos clavaron sus ojos en mí. No me decidía del todo entre si me sentía como una estrella del rock o como un mono de circo.
Pues muy bien, vale. Si al final me iba a ver atrapada allí durante un rato, no iba a actuar como si me sintiera intimidada por ellos ni una vez más. Lissa y yo habíamos conseguido que se nos respetase en la escuela y ya era hora de recordarle eso a todo el mundo. Paseé la mirada por los novicios que nos observaban con los ojos dilatados y la boca abierta, buscando algún rostro familiar. La mayoría eran chicos. Uno de ellos captó mi atención, y apenas pude contener la sonrisa.
—Eh, Mason, sécate las babas. Si vas a imaginarme desnuda, hazlo en tu tiempo libre.
Unos cuantos bufidos y chistes rompieron el silencio asombrado y Mason Ashford se recuperó bruscamente de su embobamiento, dedicándome una sonrisa torcida. Tenía muy buen aspecto, aunque no era lo que se dice un tío bueno, con su pelo rojo revuelto y aquella cantidad inmensa de pecas. También era uno de los chicos más divertidos que conocía, y en su momento, habíamos sido muy buenos amigos.
—Éste es mi turno, Hathaway. Hoy soy yo quien dirige la sesión.
—¿Ah, sí? —le repliqué burlona—. Pues vaya. En fin, supongo entonces que es una buena ocasión para que pienses en mí desnuda.
—Siempre es un buen momento para imaginarte desnuda —añadió alguien por allí cerca, haciendo que se rompiera la tensión. Era Eddie Castile, otro de mis amigos.
Dimitri sacudió la cabeza y se marchó murmurando entre dientes algo en ruso que no sonó precisamente como un cumplido. Pero en cuanto a mí… bien, qué le íbamos a hacer, allí estaba de nuevo siendo una vez más una novicia. Eran una panda de buena gente, menos preocupados por el pedigrí y la política que los estudiantes moroi.
La clase atrapó mi atención y me encontré riéndome de buena gana y recordando lo que ya casi se me había olvidado. Todo el mundo quería saber dónde habíamos estado, ya que al parecer Lissa y yo nos habíamos convertido en verdaderas leyendas. No podía revelar la razón de nuestra fuga, claro, así que les obsequié con un montón de burlas y de «ya os gustaría a vosotros saberlo» con las cuales tuvieron que conformarse.
La alegre reunión duró unos cuantos minutos hasta que vino el guardián adulto encargado de supervisar el entrenamiento y riñó a Mason por desatender sus obligaciones. Con una sonrisa aún en los labios, éste se puso a ladrar órdenes a todo el mundo, explicando con qué ejercicios debían empezar. Me sentí incómoda al darme cuenta de que no conocía la mayoría de ellos.
—Ven para acá, Hathaway —me dijo, cogiéndome del brazo—. Tú serás mi compañera. Déjame ver qué has estado haciendo todo este tiempo.
Una hora más tarde tenía ya la respuesta.
—No has practicado nada, ¿a que no?
—Ay —gruñí yo, incapaz de emitir una palabra por el momento.
Extendió una mano en mi dirección y me ayudó a levantarme de la colchoneta en la que me había tumbado… más de cincuenta veces.
—Te odio —le bufé, frotándome un punto dolorido en la cadera en el que mañana luciría seguro un maldito cardenal.
—Me habrías odiado más si te hubiera dejado ganar.
—Ah, sí, eso también es verdad —repliqué andando a trompicones mientras los de la clase recogían el equipo.
—La verdad es que lo has hecho bien.
—¿El qué? Me has zurrado de lo lindo.
—Bueno, por supuesto que sí. Han sido dos años. Pero oye, todavía puedes andar, y eso ya es algo —me sonrió en plan burlón.
—¿Te he dicho que te odio?
Me lanzó otra sonrisa que rápidamente se transformó en una expresión algo más seria.
—No te vayas a tomar esto a mal… quiero decir que de veras eres una buena luchadora, pero no hay forma de que puedas presentarte a los exámenes en primavera.
—Me van a dar clases extra —le expliqué, aunque no es que eso importara mucho, ya que planeaba que Lissa y yo estuviéramos bien lejos de aquí antes de que esas prácticas se convirtieran en una costumbre—. Estaré preparada.
—¿Y quién va a darte esas clases?
—Ese tío alto: Dimitri.
Mason se detuvo de pronto y me clavó la mirada.
—¿Belikov te va a dedicar tiempo aparte?
—Sí, ¿qué pasa?
—Pues que ese tío es Dios.
—¿No te parece que exageras? —inquirí.
—No, qué va, hablo en serio. Me refiero a que es tan tranquilo y antisocial por lo general, pero cuando lucha… guau. Si ahora crees que estás dolorida, prepárate a estar bien muerta cuando él acabe contigo.
Genial. Ya no me faltaba nada para alegrarme el día.
Le di un codazo y nos marchamos hacia la segunda clase, que cubría los conocimientos fundamentales necesarios para ser guardaespaldas y se les requería a todos los del último año. En realidad, era la tercera parte de una serie que había comenzado en primero. Eso quería decir que también iba la última en esa materia, pero esperaba que proteger a Lissa en el mundo real me hubiera dado una cierta perspicacia.
Nuestro instructor era Stan Alto, al cual nos referíamos como «Stan» a sus espaldas y «guardián Alto» en encuentros formales. Era algo mayor que Dimitri, aunque ni de lejos se le asemejaba en estatura y siempre tenía aspecto de estar cabreado. Pero ese día, su aspecto se intensificó cuando atravesó el aula y me vio allí sentada. Se le quedaron los ojos abiertos como platos de pura sorpresa y luego se le llenaron de burla cuando rodeó la habitación y se situó al lado de mi pupitre.
—Pero ¿esto qué es? Nadie me había dicho que teníamos aquí hoy un ponente invitado, Rose Hathaway, ¡qué privilegio! Qué generoso por tu parte dedicar un tiempo de tu atareado horario a compartir tu conocimiento con nosotros.
Sentí que las mejillas me ardían, pero con una gran exhibición de autocontrol, conseguí contenerme para no mandarle a la mierda. Estoy cien por cien segura de que mi rostro debió enviar claramente el mensaje, sin embargo, porque amplió aún más aquella mueca burlona. Me hizo un gesto para que me levantara.
—Oh, vamos, vamos, ¡no te sientes allí! Ven hacia aquí, delante, de modo que me ayudes a impartir la clase.
Me hundí en mi asiento.
—No dirá en serio que…
Su sonrisa provocadora se disipó.
—Quiero decir exactamente eso, Hathaway, así que vente al principio del aula.
Se hizo un profundo silencio en la sala. Stan era uno de esos instructores intimidantes y la mayoría de la clase estaba demasiado sobrecogida para empezar a reírse de mí por mi desgracia. No quise venirme abajo, así que recorrí el camino hasta el comienzo del aula y me volví para enfrentarme al resto. Les lancé una mirada intrépida y me arreglé el pelo sobre los hombros, ganándome unas cuantas sonrisas de simpatía por parte de mis amigos. Entonces me di cuenta de que tenía más público del que esperaba. Unos cuantos guardianes, entre los que se incluía Dimitri, se demoraban al otro extremo del aula. En el exterior de la Academia, los guardianes se concentraban en la protección individual, pero aquí había mucha más gente que proteger y además tenían que entrenar a los novicios. Así que más que andar a la zaga de una sola persona, trabajaban en turnos vigilando la escuela e impartiendo clases.
—Muy bien, Hathaway —comentó Stan con alegría, dirigiéndose hacia donde me encontraba yo—. Ilumínanos sobre tus técnicas de protección.
—¿Mis… técnicas?
—Pues claro. Sin duda debías tener algún tipo de plan que todos los demás no podíamos comprender cuando te llevaste fuera de la Academia a un moroi de la realeza, menor de edad, y la expusiste a la amenaza continua de los strigoi.
Se trataba otra vez del mismo sermón de Kirova, excepto que esta vez había más testigos.
—No nos encontramos jamás con ningún strigoi —repliqué con sequedad.
—Obviamente —repuso con una risita socarrona—, ya me lo había imaginado, teniendo en cuenta que ambas seguís de una pieza.
Me habría gustado poder gritarle que era capaz de derrotar a un strigoi, pero después de que me zurraran en la clase anterior, sospechaba que si no habría sobrevivido a un ataque de Mason, para qué hablar entonces de un strigoi de verdad.
Como no respondí nada, Stan comenzó a pasearse delante de la clase.
—Así que, ¿qué fue lo que hiciste? ¿Cómo te aseguraste de que ella estaba a salvo? ¿Evitaste salir por la noche?
—Algunas veces —esto era cierto, al menos al principio, al emprender la huida. Nos relajamos un poco cuando pasaron varios meses sin que sufriéramos ningún ataque.
—Algunas veces —repitió él con voz aguda, haciendo que mi respuesta sonara increíblemente estúpida—. Muy bien entonces, supongo que dormirías durante el día y permanecerías en guardia por la noche.
—Esto… no.
—¿No? Vaya, pues ésa es una de las primeras cosas que se mencionan en el capítulo de las guardias en solitario. Oh, espera, ¡es imposible que supieras eso, porque no estabas aquí!
Me tragué unos cuantos tacos más.
—Registraba el área de cualquier sitio al que íbamos —le dije, sintiéndome en la necesidad de defenderme.
—¿Ah, sí? Pues mira, ya es algo. ¿Usaste el método del cuadrante de vigilancia de Carnegie o el reconocimiento rotacional? —no respondí nada a eso—. Ah. Debo suponer que recurriste al método «echa-un-vistazo-cuando-te-acuerdes-marca-Hathaway».
—¡No! —exclamé enfadada—. Eso no es cierto, la vigilé bien. Está viva, ¿no es cierto?
Él se dirigió hacia mí y se inclinó hacia mi rostro.
—Porque tuvisteis suerte.
—Los strigoi no andan reptando por todas las esquinas ahí fuera —le repliqué en respuesta—. Las cosas no son como nos las habéis enseñado. Es mucho más seguro de lo que vosotros queréis hacernos creer.
—¿Más seguro? ¿Más seguro? ¡Estamos en guerra con los strigoi! —aulló, y pude oler un rastro de café en su aliento, de lo cerca que estaba de mí—. Cualquiera de ellos puede lanzarse directamente sobre ti y arrancarte ese precioso cuello que tienes antes de que hayas podido darte cuenta, y no le caería ni una sola gota de sudor del esfuerzo. Tal vez seas más rápida y fuerte que un moroi o un humano, pero al lado de un strigoi, no eres nada, ¡nada! Son letales, y poderosos. ¿Y sabes qué es lo que les da tanto poder?
De ninguna de las maneras le iba a permitir a ese imbécil que me hiciera llorar. Aparté la mirada e intenté concentrarme en cualquier otra cosa. Mis ojos descansaron en Dimitri y los otros guardianes, que observaban mi humillación con los rostros impasibles como piedras.
—La sangre moroi —susurré.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Stan en voz alta—. No lo he captado.
Me giré para enfrentarme a él.
—¡La sangre moroi! Eso es lo que les fortalece.
Él asintió, satisfecho, y dio unos cuantos pasos hacia atrás.
—Sí, así es. Los hace más fuertes y más difíciles de destruir. Matan a humanos o dhampir para beber de ellos, pero lo que quieren por encima de todo es la sangre de los moroi, y por eso los buscan. Se han vuelto al lado oscuro en pos de la inmortalidad y se han dado casos de strigoi desesperados que han llegado a atacar a un moroi en público. Y en otros, grupos de ellos han atacado academias como ésta. Algunos strigoi han logrado vivir miles de años a base de consumir generaciones enteras de moroi y es casi imposible matarlos. Y ése es el motivo por el que el número de moroi decrece, incluso contando con los guardias, ya que no son lo bastante fuertes para protegerse a sí mismos. Algunos moroi han dejado de verle sentido a la huida y escogen convertirse en strigoi. Y cuando los moroi desaparezcan…
—… también lo harán los dhampir —rematé yo en su lugar.
—Estupendo —repuso él, lamiéndose los labios para limpiarse la saliva—. Después de todo parece que has aprendido algo. Ahora debemos ver si puedes aprender lo suficiente para salir de esta clase y cualificarte para la experiencia de campo que tendrá lugar el próximo semestre.
Ay. Me pasé el resto de aquella horrible clase, gracias a Dios, sentada en mi silla, recordando una y otra vez sus últimas palabras. La experiencia de campo del último año era la parte más importante de la educación de un novicio. No teníamos clases durante medio semestre y en vez de eso, se nos asignaba un estudiante moroi al que seguir y proteger. Los guardianes adultos nos entrenaban y probaban escenificando ataques y otros tipos de amenazas. Que un novicio superara su experiencia de campo era casi tan importante como casi todo el resto de los años de estudio juntos y tenía mucha influencia sobre el moroi al que sería asignado después de la graduación.
¿Y yo? Sólo quería un moroi concreto.
Dos clases más tarde, al fin conseguí un descanso para almorzar. Mientras cruzaba a trompicones el campus en dirección a las zonas comunes, Dimitri acompasó sus zancadas a las mías, sin un aspecto especialmente divino en ese instante a no ser que se tomaran por tal las endiosadas miradas que me dedicaba.
—Supongo que viste lo que pasó en la clase de Stan —le espeté, sin andarme con miramientos.
—Sí.
—¿Y no te parece que fue un poco injusto?
—¿Tenía razón? ¿Realmente te crees preparada de verdad para proteger a Vasilisa?
Clavé la mirada en el suelo.
—La he mantenido con vida —mascullé entre dientes.
—¿Qué tal te fue la lucha hoy con tus compañeros de clase?
Era una pregunta mezquina. No contesté y sabía que no había necesidad de ello. Tenía otra clase de entrenamiento después de la de Stan y, sin duda, Dimitri había estado atento y me había visto caer vencida otra vez.
—Si ni siquiera puedes con ellos…
—Vale, vale, lo sé —repliqué con brusquedad.
Él disminuyó el ritmo de sus largas zancadas para acompasarse a mis pasos doloridos.
—Eres rápida y fuerte por naturaleza, lo que ocurre es que debes entrenarte bien. ¿Practicaste algún tipo de deporte mientras estuvisteis por ahí fuera?
—Ya lo creo —respondí con un encogimiento de hombros—. De vez en cuando.
—¿No te uniste a ningún equipo?
—Demasiado trabajo. Me habría quedado aquí si hubiera querido practicar a ese nivel.
Me lanzó una mirada exasperada.
—Nunca serás capaz de defender de verdad a la princesa si no afinas tus habilidades, y siempre tendrás carencias.
—Seré capaz de protegerla —repuse con fiereza.
—No tienes ninguna garantía de que te la asignen, ya lo sabes, después de tu período de experiencia de campo o de la graduación —la voz de Dimitri era fuerte y no mostraba arrepentimiento. Desde luego, no me habían dado un mentor cálido y comprensivo—. Nadie quiere desperdiciar la conexión existente entre vosotras, pero tampoco le van a dar un guardián poco capacitado. Si quieres estar con ella, entonces debes trabajártelo bien. Tienes tus clases, me tienes a mí, y puedes usarnos o no. Eres la opción ideal para proteger a Vasilisa cuando ambas os graduéis, pero para ello has de probar tu valía. Ojalá lo consigas.
—Lissa, llámala Lissa —le corregí. Ella odiaba que la llamaran por su nombre completo, y prefería con mucho su apodo americano.
Él se marchó y de repente no me sentí ya tan mala persona.
Pero a estas alturas había perdido un montón de tiempo al salir de clase. La mayoría de la gente había salido disparada hacia las zonas comunes para almorzar, deseosos de disfrutar en compañía todo lo que pudieran de su tiempo de esparcimiento. Esto me dio casi ganas de volverme por donde había venido cuando una voz me interpeló desde debajo de la cornisa de la puerta.
—¿Rose?
Entorné los ojos en la dirección de la que procedía la voz y capté la imagen de Victor Dashkov, que me sonreía con su rostro amable, reclinado en un bastón cerca de la pared del edificio. Sus dos guardianes andaban por allí cerca, a una distancia conveniente.
—Señor Dash… esto, su alteza, hola.
Me contuve a tiempo, ya que casi se me habían olvidado los modales que había que emplear con un moroi de sangre real, porque no los había usado mientras vivía entre los humanos. Los moroi elegían a sus gobernantes entre doce familias reales. El de más edad entre los familiares adquiría el título de «príncipe» o «princesa». Lissa había obtenido el suyo por el hecho de ser la única superviviente de su linaje.
—¿Qué tal te ha ido en tu primer día? —me preguntó.
—Todavía no ha terminado —intenté buscar algo con lo que poder entablar una conversación—. ¿Está por aquí de visita?
—Me marcharé esta tarde después de saludar a Natalie. Cuando oí que Vasilisa y tú habíais regresado, simplemente me acerqué para veros.
Yo asentí, no muy segura de qué decir a continuación. Era más amigo de Lissa que mío.
—Quería decirte… —comenzó con voz vacilante— que comprendo la gravedad de vuestros actos, pero creo que la directora Kirova se equivoca al no reconocer los hechos. La verdad es que fuiste capaz de mantener a Vasilisa a salvo durante todo ese tiempo, y eso es algo impresionante.
—Bueno, no es que haya tenido que enfrentarme a ningún strigoi ni nada parecido —repuse.
—Pero seguramente sí que te enfrentaste a alguna que otra cosa.
—Claro que sí. La escuela mandó sabuesos psíquicos una vez.
—Asombroso.
—Lo cierto es que no. Me resultó bastante fácil evitarlos.
Se echó a reír.
—He cazado con ellos alguna vez. No son tan fáciles de evadir, no desde luego con sus poderes e inteligencia —en eso llevaba razón, porque los sabuesos psíquicos eran un tipo de criaturas mágicas que vagabundeaba por el mundo, criaturas de las que los humanos no tenían noticia y cuya existencia no hubiesen creído aunque las hubieran visto con sus propios ojos. Los sabuesos viajaban en manadas y compartían algún tipo de comunicación psíquica que les hacía especialmente peligrosos para sus presas, aparte del hecho de su aspecto de lobos mutantes—. ¿Os enfrentasteis a algo más?
Me encogí de hombros.
—Alguna cosilla de vez en cuando.
—Asombroso —repitió de nuevo.
—Pura suerte, supongo. Al parecer, estoy bastante verde en todo este asunto de la protección —mi afirmación sonó exactamente como las palabras de Stan en ese momento.
—Eres una chica muy lista, y lo conseguirás. Además, tenéis vuestra conexión —aparté la mirada. Mi habilidad para percibir a Lissa había sido un secreto durante tanto tiempo que me resultaba extraño que otros estuvieran al tanto de eso. El príncipe agregó—: Las viejas historias están repletas de cuentos sobre guardianes capaces de percibir cuándo sus protegidos se encontraban en peligro. Estudiar este tema y otras de las viejas costumbres ha sido uno de mis pasatiempos y he oído que es algo extremadamente valioso.
—Eso supongo —me encogí de hombros. «Qué afición más aburrida», pensé para mis adentros, imaginándole absorto en historias del año de la catapulta en alguna húmeda biblioteca cubierta de telarañas.
Victor inclinó la cabeza, con el rostro lleno de curiosidad. Kirova y los demás habían adoptado la misma expresión cuando se mencionó nuestro lazo, como si fuéramos ratas de laboratorio.
—¿Y cómo es… si no te importa que te pregunte?
—Es… no sabría explicarlo. Es como si siempre estuviera presente en mi interior el modo en que ella se siente. Generalmente sólo son emociones, porque no nos podemos enviar mensajes ni nada parecido —no quise decirle nada de cuando me deslizaba dentro de su mente, ya que incluso a mí se me hacía difícil la comprensión de esa parte.
—Pero ¿no funciona en dirección opuesta? ¿Ella no puede sentirte?
Sacudí la cabeza.
Su rostro resplandeció maravillado.
—¿Cómo ocurrió?
—No lo sé —le contesté, aún con la mirada fija en otro sitio—. Simplemente sucedió hará unos dos años o así.
Él frunció el ceño.
—¿Por la época del accidente?
Asentí, llena de dudas. El accidente no era algo de lo que me gustase hablar, eso estaba más que claro. Los recuerdos de Lissa eran lo suficientemente malos sin mezclar los míos con los suyos. El metal retorcido, la sensación de calor, después frío y luego calor otra vez. Lissa chillaba encima de mí, gritándome para que me despertara, gritándoles también a sus padres y su hermano con la misma intención, pero ninguno de ellos lo hizo, sólo yo, y los médicos dijeron que fue un auténtico milagro, porque estaba claro que si no, yo no habría sobrevivido.
Aparentemente, al sentir mi incomodidad, Victor dejó pasar el tema y mostró su emoción de nuevo.
—Apenas puedo creérmelo. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez. Si ocurriera más a menudo… Sólo piensa en lo que supondría para la seguridad de todos los moroi el que otros pudieran compartir esa experiencia. Tendré que investigar más en el asunto y ver si se puede repetir eso en otros.
—Ah, vale —empezaba a impacientarme, a pesar de lo bien que me caía. Natalie parloteaba un montón y estaba claro de cuál de sus padres había heredado esa cualidad. El turno para el almuerzo se estaba acabando y aunque los moroi y los novicios compartían las clases de por la tarde, Lissa y yo no tendríamos mucho tiempo para hablar.
—Quizá si pudiéramos… —comenzó a toser, una tos tan fuerte que hizo que le temblara el cuerpo entero. Su enfermedad, el síndrome de Sandovsky, le destrozaba los pulmones mientras le conducía lentamente hacia la muerte. Lancé una mirada cargada de angustia a sus guardianes y uno de ellos dio un paso al frente.
—Su alteza —indicó con educación—, necesita volver al interior, aquí hace demasiado frío.
Victor asintió.
—Sí, sí. Y estoy seguro de que Rose quiere comer algo —se volvió hacia mí—. Gracias por esta conversación. No soy capaz de explicarte lo mucho que significa para mí que Vasilisa se encuentre a salvo… y que tú hayas colaborado en ello. Le prometí a su padre que cuidaría de ella si a él le pasaba algo y me sentí como si le hubiera fallado cuando desaparecisteis.
Sentí un peso en el estómago cuando le imaginé agobiado por la culpa y la preocupación después de que nos esfumáramos. Hasta ese momento, no había pensado en realidad en cómo podrían sentirse otros debido a nuestra marcha.
Nos despedimos y finalmente entré en la escuela. Cuando lo hice, sentí el pinchazo de la ansiedad de Lissa. Ignoré el dolor de las piernas y me apresuré hacia las zonas comunes.
Y casi me caigo encima de ella.
Sin embargo, no me habían visto ni ella ni sus acompañantes, Aaron y esa chica con aspecto de muñequita. Me detuve y escuché, captando sólo el final de la conversación. La chica se inclinaba hacia Lissa, que parecía más anonadada que otra cosa.
—Eso parece salido de un mercadillo. Pensaba que una preciosa Dragomir tendría más nivel —de la palabra «Dragomir» pendía una dosis considerable de desprecio.
Agarré a la muñequita del hombro y la aparté de un tirón. Era tan menuda que casi se cayó después de dar dos o tres pasos inseguros.
—Ella tiene nivel de verdad —repliqué—, motivo por el cual esta conversación se ha terminado.