IV

La policía había encontrado por fin a Krystal Weedon cuando corría inútilmente por la ribera del río, ya en las afueras de Pagford, llamando aún a su hermano con la voz quebrada. La agente que se le acercó la llamó por su nombre e intentó darle la noticia con delicadeza, pero Krystal trató de apartarla de sí a empujones. La agente tuvo que meterla en el coche prácticamente a la fuerza. Krystal no había visto a Fats desaparecer entre los árboles; para ella, ya no existía.

Los policías llevaron a Krystal a casa, pero cuando llamaron a la puerta, Terri se negó a abrirles. Los vio a través de una ventana del piso de arriba y creyó que su hija había hecho algo impensable e imperdonable: revelarle a la pasma la existencia de las bolsas de hachís de Obbo. Arrastró las pesadas bolsas hasta el piso de arriba mientras la policía aporreaba la puerta, y sólo abrió cuando consideró que ya no podía postergarlo más.

—¿Qué quieren? —exclamó, a través de un resquicio de un par de centímetros.

La agente pidió tres veces que la dejara pasar, y Terri se negó otras tantas, exigiendo saber qué querían. Varios vecinos habían empezado a escudriñar a través de las ventanas.

—Se trata de su hijo Robbie —dijo la agente por fin, pero Terri ni siquiera así entendió qué pasaba.

—Está bien, no le pasa nada. Está con Krystal —contestó.

Pero entonces vio a Krystal, que se había negado a quedarse en el coche y había recorrido ya medio sendero de entrada. La mirada de Terri descendió por su hija hasta el sitio en que Robbie debería haber estado agarrado a ella, asustado ante aquellos desconocidos.

Acto seguido salió de la casa hecha una furia, con las manos tendidas como garras, y la agente tuvo que cogerla por la cintura y apartarla de Krystal, impidiendo que le arañara la cara.

—¡Zorra, hijaputa, ¿qué le has hecho a Robbie?!

La chica esquivó a las dos mujeres que forcejeaban, salió corriendo hacia la casa y cerró de un portazo detrás de sí.

—Maldita sea —murmuró la agente por lo bajo.

A varios kilómetros de allí, en Hope Street, Kay y Gaia Bawden estaban frente a frente en el pasillo a oscuras. Ninguna de las dos era lo bastante alta como para cambiar la bombilla que llevaba días fundida, y no tenían escalera. Habían pasado casi todo el día discutiendo, haciendo unas frágiles paces y volviendo a discutir. Finalmente, cuando la reconciliación parecía inminente, ya que Kay había admitido que ella también odiaba Pagford y que todo había sido un error, y cuando había dicho que intentaría conseguir volver a Londres, le sonó el móvil.

—El hermano de Krystal Weedon se ha ahogado —susurró Kay tras hablar con Tessa.

—Vaya —respondió Gaia. Era consciente de que debería expresar lástima, pero temía dejar la discusión sobre Londres antes de que su madre se comprometiera—. Qué pena —añadió con un hilo de voz.

—Ha sucedido en Pagford, aquí mismo. Krystal estaba con el hijo de Tessa Wall.

Gaia se sintió aún más avergonzada de haber dejado que Fats Wall la besara. Su boca tenía un sabor horrible, a cerveza y tabaco, y había intentado meterle mano. Si al menos se hubiese tratado de Andy Price… Y Sukhvinder llevaba todo el día sin contestar a sus mensajes.

—Estará destrozada —dijo Kay con la mirada perdida.

—Pero tú no puedes hacer nada, ¿no? —soltó Gaia.

—Bueno…

—¡Ya estamos otra vez! ¡Siempre lo mismo! ¡Tú ya no eres su asistente social! —Y pateando el suelo como hacía de pequeña, añadió a voz en cuello—: ¡¿Qué pasa conmigo?!

En Foley Road, la agente de policía había llamado a un asistente social de guardia. Terri se debatía y chillaba y trataba de aporrear la puerta de la casa mientras, del otro lado, se oía ruido de muebles arrastrados para formar una barricada. Los vecinos iban asomándose a sus puertas, un público fascinado por el arrebato de Terri. En sus gritos incoherentes y la actitud ominosa de la policía, los curiosos adivinaron el motivo.

—Se ha muerto el niño —se decían unos a otros.

Nadie se acercó a ofrecer consuelo o palabras tranquilizadoras. Terri Weedon no tenía amigos.

—Ven conmigo —le pidió Kay a su obstinada hija—. Voy a la casa a ver si puedo hacer algo. Yo me llevaba bien con Krystal. Esa chica no tiene a nadie.

—¡Apuesto a que estaba follando con Fats Wall cuando ha ocurrido! —exclamó Gaia.

Pero fue su última protesta. Al cabo de unos minutos se estaba poniendo el cinturón en el viejo Vauxhall de Kay, contenta, a pesar de todo, de que su madre le hubiese pedido que la acompañara.

Sin embargo, para cuando llegaron a la carretera de circunvalación, Krystal había encontrado lo que buscaba: una bolsita de heroína escondida en el armario del lavadero, la segunda de las dos que Obbo le había dado a Terri como pago por el reloj de Tessa. Krystal se la llevó junto con los bártulos de su madre al cuarto de baño, la única habitación de la casa que tenía cerrojo en la puerta.

La tía Cheryl debía de haberse enterado de lo ocurrido, porque Krystal la oía chillar con su voz ronca por encima de los gritos de Terri, incluso a través de dos puertas.

—¡Vamos, zorra, abre la puta puerta! ¡Deja que tu madre te vea!

Y se oían gritos de la policía, que trataba de acallar a las dos mujeres.

Krystal nunca se había chutado, pero lo había visto hacer muchas veces. Sabía cómo eran los barcos vikingos y cómo hacer la maqueta de un volcán, pero también cómo calentar la cuchara y que hacía falta una bolita de algodón para absorber la droga disuelta y actuar de filtro cuando llenabas la jeringuilla. Sabía que la cara interior del codo era el mejor sitio para encontrar una vena, y que había que poner la aguja lo más plana posible contra la piel. Sabía, porque lo había oído muchas veces, que un novato no podría resistir la misma dosis que un adicto, y eso ya le iba bien, porque ella no quería resistir.

Robbie estaba muerto y era culpa suya. En su empeño por salvarlo, lo había matado. Mientras sus dedos se afanaban en conseguir lo que tenía que hacer, las imágenes parpadeaban en su mente. El señor Fairbrother, en chándal, corriendo por la orilla del canal mientras las ocho remaban. La cara de la abuelita Cath, transida de pena y amor. Un Robbie sorprendentemente limpio que la esperaba ante la ventana de la casa de acogida, y que daba saltitos de alegría cuando ella se acercaba a la puerta…

Oía al policía gritarle a través del buzón de la puerta que no hiciese tonterías, y a la agente tratando de calmar a Terri y Cheryl.

La aguja se deslizó con facilidad en la vena. Apretó el émbolo hasta el fondo, con esperanza y sin remordimiento.

Cuando llegaron Kay y Gaia y la policía decidió forzar la puerta, Krystal Weedon había cumplido su único anhelo: se había reunido con su hermano donde ya nadie podría separarlos.