Andrew había dicho que no hacía falta que lo llevaran a Hilltop House, de modo que en el coche sólo iban Tessa y Fats.
—No quiero ir a casa —dijo Fats.
—De acuerdo —repuso Tessa, y siguió conduciendo mientras hablaba con Colin por el móvil—. Está conmigo… Lo ha encontrado Andy. Volveremos dentro de un rato… Sí… Sí, lo haré…
Fats tenía el rostro surcado de lágrimas; su cuerpo lo traicionaba, exactamente igual que aquella vez, cuando la orina caliente le había corrido por la pierna hasta el calcetín, cuando Simon Price lo había hecho orinarse encima. Las lágrimas saladas le resbalaban por la barbilla y le caían en el pecho como gotas de lluvia.
No cesaba de imaginar el funeral. Un féretro diminuto.
Él no había querido hacerlo con el crío allí cerca.
¿Dejaría de pesarle alguna vez en la conciencia el niño muerto?
—O sea, que has salido corriendo —dijo Tessa fríamente, ignorando sus lágrimas.
Le había pedido a Dios encontrarlo vivo, pero ahora lo que sentía era sobre todo indignación. Las lágrimas de Fats no la ablandaban. Estaba acostumbrada a ver llorar a un hombre. Una parte de ella se avergonzaba de que, a pesar de todo, Fats no se hubiera arrojado al río.
—Krystal le ha dicho a la policía que estabais los dos en los matorrales. Dejasteis que el crío se las arreglara solo, ¿no?
Fats se quedó sin habla. No podía creer que su madre fuese tan cruel. ¿Acaso no entendía la desolación que lo devoraba, lo horrorizado y desgraciado que se sentía?
—Bueno, pues espero que al menos la hayas dejado embarazada —espetó Tessa—. Así tendrá algo por lo que vivir.
Cada vez que doblaban una esquina, Fats pensaba que lo llevaba a casa. Había temido enfrentarse a Cuby, pero ahora no veía diferencia alguna entre sus padres. Deseaba bajarse del coche, pero Tessa había bloqueado las puertas.
Sin previo aviso, ella viró bruscamente y frenó. Fats, agarrado a los costados del asiento, vio que estaban en un área de descanso de la carretera de circunvalación de Yarvil. Temiendo que le ordenara bajarse, volvió su hinchado rostro hacia Tessa.
—Tu madre biológica —dijo ella, mirándolo como no lo había hecho nunca, sin lástima ni cariño— tenía catorce años. Era, según nos dijeron, de clase media, una chica muy lista. Se negó rotundamente a revelar quién era el padre. Nadie supo si trataba de proteger a un novio menor de edad o algo peor. Nos contaron todo eso por si tú tenías algún tipo de problema mental o físico. —Y con toda claridad, como una profesora que pone énfasis en un tema que sin duda saldrá en el examen, añadió—: Por si eras el resultado de un incesto.
Fats se encogió para alejarse de ella. Habría preferido que le pegaran un tiro.
—Yo estaba ansiosa por adoptarte —continuó—. Casi desesperada. Pero papá estaba muy enfermo. Me dijo: «No puedo hacerlo. Me da miedo hacerle daño a un bebé. Necesito estar mejor antes de que hagamos una cosa así, no puedo mejorar teniendo un niño en casa.»
»Pero yo estaba tan decidida a tenerte que lo presioné para que mintiera, para que les dijera a los asistentes sociales que estaba bien, y que fingiera ser un hombre feliz y normal. Te llevamos a casa, diminuto y prematuro como eras, y la quinta noche después de tu llegada, papá se levantó de la cama, fue al garaje, puso una manguera en el tubo de escape del coche y trató de suicidarse, porque estaba convencido de que te asfixiaría. Y estuvo a punto de morir.
»De manera que puedes culparme a mí del mal comienzo que tuvisteis tu padre y tú, y quizá de todo lo que ha pasado desde entonces. Pero te digo una cosa, Stuart: tu padre se ha pasado la vida enfrentándose a cosas que nunca hizo. No espero que comprendas la clase de valentía que eso supone. —Y entonces, la voz se le quebró, y Fats finalmente oyó a la madre que conocía—. Pero él te quiere, Stuart.
Tessa añadió esa mentira sin poder evitarlo. Esa noche, por primera vez, estaba convencida de que era en efecto una mentira, y de que todo lo que ella había hecho en su vida, diciéndose que era lo mejor, sólo había sido ciego egoísmo que había generado confusión y desorden por doquier. «Pero ¿quién puede soportar saber qué estrellas están ya muertas? —se dijo, alzando la vista hacia el cielo nocturno—. ¿Podría alguien aguantar que todas lo estuvieran?»
Giró la llave en el contacto, metió la marcha con un chirrido y volvió a salir a la carretera de circunvalación.
—No quiero ir a los Prados —dijo Fats, aterrado.
—No vamos allí. Te llevo a casa.