Cuando Shirley abrió la puerta del dormitorio, sólo vio dos camas vacías. La justicia requería un Howard dormido; tendría que aconsejarle que volviera a acostarse.
Pero no llegaba ningún sonido de la cocina ni del baño. ¿Se habría cruzado con él al volver por el camino del río? Howard debía de haberse marchado a trabajar; quizá ya estuviera con Maureen en la trastienda, hablando de ella, planeando divorciarse y casarse con Maureen, ahora que el juego había terminado y ya no había que fingir.
Fue a la sala casi corriendo, para llamar a la cafetería. Entonces vio a Howard tendido en la alfombra, en pijama. Tenía la cara muy colorada y los ojos se le salían de las órbitas. De sus labios escapaba un débil resuello y se aferraba el pecho con una mano. La parte de arriba del pijama se le había subido y Shirley vio la zona en carne viva y llena de costras en la que había previsto clavarle la aguja.
Él le lanzó una mirada de muda súplica.
Ella lo miró fijamente, aterrorizada, y luego salió como una exhalación. Escondió la EpiPen en la lata de galletas, pero al punto la sacó y la metió detrás de los libros de cocina.
Volvió corriendo a la sala y marcó el número de emergencias.
—¿Llama de Pagford? De Orrbank Cottage, ¿verdad? La ambulancia ya está en camino.
—Oh, gracias, gracias a Dios —repuso Shirley, y casi había colgado cuando comprendió las palabras de la mujer, y chilló—: ¡No, no es Orrbank Cottage…! —Pero la operadora ya había colgado.
Shirley volvió a llamar. Estaba tan nerviosa que se le cayó el auricular. A su lado, en la alfombra, el resuello de Howard se debilitaba.
—¡No es Orrbank Cottage! —gritó—. Es el treinta y seis de Evertree Crescent, en Pagford… A mi marido le ha dado un infarto.