XII

A medio paquete de Rolos, a Robbie le entró mucha sed. Su hermana no le había comprado nada de beber. Bajó del banco y se agachó en la hierba; desde ahí entreveía a Krystal en los arbustos con aquel desconocido. Al cabo de un rato, descendió por el talud hacia ellos.

—Tengo sed —gimoteó.

—¡Robbie, sal de ahí! —chilló Krystal—. ¡Vuelve a esperarme en el banco!

—¡Quiero beber!

—Joder… vuelve al banco y te llevo algo dentro de un momento. ¡Vamos, lárgate, Robbie!

Sollozando, el crío volvió a subir por el resbaladizo talud hasta el banco. Estaba habituado a que no le dieran lo que pedía y era desobediente por costumbre, porque el enfado y las normas de los adultos eran arbitrarios, y él había aprendido a obtener lo que quería donde y cuando pudiera.

Enfadado con Krystal, se bajó del banco y se alejó un poco por la calle. Un hombre con gafas de sol caminaba por la acera hacia él.

(Gavin había olvidado dónde tenía aparcado el coche. Había salido de casa de Mary y echado a andar por Church Row, y al llegar a la altura de donde vivían Miles y Samantha se percató de que iba en la dirección equivocada. Como no quería volver a pasar por la casa de los Fairbrother, había dado un rodeo para regresar al puente.

Vio al niño, con la cara manchada de chocolate y aspecto desaliñado, y pasó de largo; su felicidad se había hecho añicos y casi deseaba ir a casa de Kay para que ella lo consolara en silencio. Siempre se mostraba encantadora cuando lo veía triste, eso era lo primero que lo había atraído de ella.)

El borboteo del río aún le daba más sed a Robbie. Lloró un poco más y cambió de dirección, alejándose del puente, más allá del sitio donde se escondía Krystal. Los arbustos habían empezado a moverse. Robbie siguió andando hasta que descubrió una abertura en un largo seto a la izquierda de la calle. Se acercó y vio un campo de deportes al otro lado.

Robbie se coló por el agujero y contempló la amplia superficie verde, con un enorme castaño y porterías en los extremos. Sabía qué eran porque su primo Dane le había enseñado a chutar una pelota de fútbol en el parque infantil. Robbie nunca había visto una extensión de verde como aquélla.

Una mujer cruzaba el campo deprisa, cabizbaja y con los brazos cruzados.

(Samantha llevaba mucho rato caminando, sin destino concreto siempre y cuando no fuera Church Row. Se había hecho muchas preguntas y encontrado muy pocas respuestas; y una de esas preguntas era si no habría ido demasiado lejos al soltarle a Miles lo de aquella estúpida carta, que había escrito borracha y mandado por puro rencor, y que ahora le parecía bastante menos ingeniosa…

Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Robbie. Los niños solían colarse a través del seto para jugar en el campo los fines de semana. Sus propias hijas lo habían hecho de pequeñas.

Samantha saltó la verja y se alejó del río en dirección a la plaza principal. El asco de sí misma la embargaba, por mucho que intentara dejarlo atrás.)

Robbie volvió a cruzar el agujero del seto y siguió un rato por la acera a la mujer que caminaba deprisa, pero no tardó en perderla de vista. El paquete mediado de Rolos se le estaba fundiendo en la mano y tenía mucha sed. A lo mejor Krystal ya había acabado. Volvió sobre sus pasos.

Cuando llegó al primer grupo de matorrales en la ribera, vio que ya no se movían, y pensó que no pasaba nada si se acercaba.

—Krystal —llamó.

Pero en los arbustos no había nadie. Su hermana había desaparecido.

Robbie se echó a llorar y la llamó a gritos. Trepó de nuevo por el talud y miró desesperado a un lado y otro de la calle; no había rastro de su hermana.

—¡Krystal! —gritó.

Una mujer de pelo corto y canoso lo miró con el entrecejo fruncido cuando pasaba por la acera de enfrente.

Shirley había dejado a Lexie en La Tetera de Cobre, donde parecía muy a gusto, pero cuando empezaba a cruzar la plaza había visto a lo lejos a Samantha, que era la última persona que deseaba ver, así que había tomado la dirección contraria.

Los lloriqueos y chillidos del niño resonaron a su espalda mientras ella se alejaba. Aferraba con fuerza la EpiPen que llevaba en el bolsillo. No sería el blanco de bromas lascivas. Quería ser pura y digna de lástima, como Mary Fairbrother. Su rabia era tan enorme, tan peligrosa, que le impedía pensar de forma coherente: quería actuar, castigar, acabar de una vez.

Justo antes de llegar al puente de piedra, unos matorrales se agitaron a su izquierda. Miró hacia abajo y vislumbró algo inmundo y repugnante que la hizo seguir caminando.