XI

Howard le dijo a Shirley que no se encontraba bien, que se quedaría en la cama para descansar y que La Tetera de Cobre podría pasar sin él una tarde.

—Llamaré a Mo —añadió.

—No, ya la llamo yo —respondió Shirley.

Cuando cerraba la puerta del dormitorio, se dijo: «Está usando el corazón como excusa.»

Howard le había dicho: «No seas tonta, Shirl» y «Es un disparate, un maldito disparate», y ella no había insistido. Por lo visto, tantos años eludiendo remilgadamente temas escabrosos (se había quedado literalmente sin habla cuando Patricia, que entonces tenía veintitrés años, le había dicho: «Soy lesbiana, mamá») la habían vuelto incapaz de exteriorizar las cosas.

Llamaron al timbre. Era Lexie.

—Papá me ha dicho que viniera. Mamá y él tienen que hacer no sé qué. ¿Y el abuelo?

—Está en la cama —respondió Shirley—. Anoche se excedió un poco.

—Qué buena fiesta, ¿verdad? —comentó Lexie.

—Sí, estupenda —repuso su abuela, mientras en su interior se iba formando una tempestad.

Al cabo de un rato, Shirley se cansó del parloteo de su nieta.

—Vámonos a comer a la cafetería —propuso, y a través de la puerta cerrada del dormitorio dijo—: Howard, me llevo a Lexie a comer algo a La Tetera.

Él contestó con voz preocupada y Shirley se alegró. No temía a Maureen, la miraría a los ojos…

Pero cuando caminaba con su nieta hacia la cafetería, se le ocurrió que Howard podía haber llamado a Maureen en cuanto ella había salido. Qué estúpida era… Había creído que, si llamaba a Maureen para decirle que Howard se encontraba mal, evitaría que ambos se pusieran en contacto. Había olvidado que…

Las calles que tan bien conocía y que tanto amaba le parecieron distintas, extrañas. Cada cierto tiempo, Shirley hacía inventario de la fachada que ofrecía a aquel mundo pequeño y encantador: esposa y madre, voluntaria de hospital, secretaria del concejo parroquial, hija predilecta del pueblo; y Pagford había sido para ella un espejo que reflejaba, con educado respeto, su importancia y su valía. Pero el Fantasma había cogido un sello de goma y había estampado en la prístina superficie de su vida una revelación que lo anulaba todo: «su marido se acostaba con su socia, y ella nunca se enteró…».

Eso sería lo que dirían todos cuando hablaran de ella; y lo que recordarían para siempre.

Shirley empujó la puerta de la cafetería y la campanilla tintineó.

—Ahí está Peanut Price —dijo Lexie.

—¿Y Howard? ¿Cómo se encuentra? —graznó Maureen.

—Sólo está cansado —respondió Shirley, y se sentó a una mesa con el corazón tan acelerado que se preguntó si a ella también iba a darle un infarto.

—Pues dile que las chicas no han aparecido —repuso Maureen de mal humor—, y que ninguna se ha molestado en llamar. Menos mal que hay pocos clientes.

Lexie se acercó al mostrador para hablar con Andrew, al que habían puesto de camarero. Sentada a la mesa, consciente de su excepcional soledad, Shirley se acordó de Mary Fairbrother, tan tiesa y demacrada en el funeral de Barry, con la viudedad rodeándola como el séquito de una reina; de la lástima y admiración que suscitaba. Al perder a su marido, se había convertido en la destinataria pasiva y silenciosa de la admiración general, mientras que a ella, encadenada a un hombre que la había traicionado, la envolvía un manto de vergüenza, y era objeto de escarnio…

(Tiempo atrás, en Yarvil, Shirley había tenido que aguantar las burlas de muchos hombres por la reputación de su madre, aunque ella, Shirley, había sido todo lo pura que se puede ser.)

—Mi abuelo se encuentra mal —le estaba contando Lexie a Andrew—. ¿De qué son esos pasteles?

Andrew se agachó detrás de la barra, ocultando lo ruborizado que estaba.

«Me morreé con tu madre.»

Había estado a punto de faltar al trabajo. Temía que Howard lo pusiera de patitas en la calle por besar a su nuera y lo aterrorizaba que Miles Mollison irrumpiera en la cafetería buscándolo. Por otra parte, no era tan ingenuo como para no comprender que Samantha, con sus cuarenta y largos años según sus crueles cálculos, sería la mala de la película. La defensa de Andrew era simple: «Ella estaba borracha y se me echó encima.»

En la vergüenza que sentía había un ápice de orgullo. Tenía ganas de ver a Gaia, contarle que una mujer mayor se había abalanzado sobre él. Confiaba en que los dos se rieran de la escena como se habían reído de Maureen, pero que en el fondo Gaia se quedara impresionada; y en que, entre risa y risa, él lograra averiguar qué habían hecho exactamente ella y Fats, hasta dónde le había dejado llegar. Andrew estaba dispuesto a perdonarla: Gaia también estaba bastante borracha. Pero no se había presentado a trabajar.

Fue en busca de una servilleta para Lexie y casi chocó con la mujer del jefe, que estaba detrás del mostrador con su EpiPen en la mano.

—Howard quería que comprobase una cosa —le dijo Shirley—. Esta jeringuilla no puede estar aquí. La dejaré en la trastienda.