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Gavin llevaba gafas de sol para protegerse de la intensa luz de la mañana, pero como disfraz no le servían de mucho, porque sin duda Samantha Mollison reconocería su coche. Cuando la vio acercarse por la acera, con las manos en los bolsillos y cabizbaja, viró bruscamente a la izquierda en lugar de seguir calle abajo hasta la casa de Mary, cruzó el antiguo puente de piedra y aparcó en una calle lateral en la ribera opuesta del río.

No quería que Samantha lo viera aparcar ante la casa de Mary. No importaba los días laborables, cuando llevaba traje y un maletín; no le había importado antes de que admitiera ante sí mismo lo que sentía por Mary, pero ahora sí importaba. En cualquier caso, aquella era una mañana preciosa, y un paseo le serviría para hacer tiempo.

«Aún no hay que descartar ninguna posibilidad», se dijo, mientras cruzaba el puente a pie. Debajo de él, sentado en un banco, había un niño pequeño comiendo caramelos. «No tengo que decir nada de entrada… Improvisaré sobre la marcha.»

Pero le sudaban las palmas. Había pasado una noche de perros imaginando que Gaia les contaba a las gemelas Fairbrother que él estaba enamorado de su madre.

Mary pareció alegrarse de verlo.

—¿Y tu coche? —preguntó, mirando más allá de Gavin.

—He aparcado en el río. Hace una mañana preciosa, me apetecía dar un paseo, y de pronto se me ha ocurrido que podría cortarte el césped si…

—Bueno, Graham ya me hizo ese favor —repuso Mary—, pero es un detalle por tu parte. Pasa y tómate un café.

Mary charlaba de esto y aquello mientras se movía por la cocina. Llevaba unos vaqueros viejos recortados y una camiseta; revelaban lo delgada que estaba, pero volvía a tener el cabello tan brillante como él recordaba. Gavin veía a las gemelas tumbadas sobre una manta en el césped recién cortado, ambas con auriculares y escuchando sus iPods.

—¿Cómo estás? —preguntó Mary, sentándose a su lado.

Gavin no entendió a qué venía su tono de preocupación; entonces se acordó de que la noche anterior, durante su breve visita, había encontrado tiempo para contarle que Kay y él habían roto.

—Estoy bien —repuso—. Probablemente ha sido lo mejor.

Ella sonrió y le dio palmaditas en el brazo.

—Anoche me enteré —dijo él con la boca seca— de que quizá te vayas a vivir a otro sitio.

—En Pagford las noticias viajan deprisa —comentó ella—. Sólo es una posibilidad. Theresa quiere que vuelva a Liverpool.

—¿Y qué les parece a los chicos?

—Bueno, esperaría a que Fergus y las chicas acabaran los exámenes de junio. Declan no supone tanto problema. No es que ninguno de nosotros quiera alejarse de…

Y se deshizo en lágrimas ante sus ojos, pero él se sintió tan feliz que tendió una mano para tocarle la delicada muñeca.

—No, claro que no…

—… la tumba de Barry.

—Ah —repuso Gavin, y su alegría se apagó como una vela.

Mary se secó las lágrimas con el dorso de la mano. A él aquello le parecía un poco morboso. En su familia incineraban a los muertos. El entierro de Barry había sido el segundo al que asistía en su vida, y todo le había parecido horrible. Para él, una tumba no era más que el indicador de un sitio donde se descomponía un cuerpo; una idea bien desagradable, y sin embargo la gente se empeñaba en visitarlo y llevarle flores, como si aún pudiera recuperarse.

Mary se levantó para coger pañuelos de papel. Fuera, en el jardín, las gemelas compartían ahora unos auriculares y cabeceaban al ritmo de una canción.

—Así que Miles ha conseguido la plaza de Barry —dijo Mary—. Anoche, la celebración se oía desde aquí.

—Bueno, Howard festejaba su… Sí, exacto.

—Y Pagford prácticamente se ha librado de los Prados.

—Ajá, eso parece.

—Y ahora que Miles está en el concejo, les costará menos cerrar Bellchapel —añadió Mary.

Gavin siempre tenía que recordarse qué era Bellchapel; esas cuestiones no le interesaban en absoluto.

—Sí, supongo.

—O sea que se acabó todo por lo que Barry luchaba.

Ella ya no lloraba y un rubor airado volvía a teñirle las mejillas.

—Ya lo sé —admitió Gavin—. Es muy triste.

—No sé si lo es —repuso Mary, aún enfadada—. ¿Por qué ha de pagar Pagford las facturas de los Prados? Barry sólo veía una cara de la moneda. Pensaba que todos los habitantes de los Prados eran como él. Creía que Krystal Weedon era como él, pero no es cierto. Nunca se le ocurrió que la gente de los Prados fuera feliz donde estaba.

—Ya —dijo Gavin, alegrándose de que ella no compartiera las opiniones de Barry, y tuvo la sensación de que la sombra de su tumba ya no se cernía sobre ellos—. Entiendo lo que quieres decir. Por lo que he oído sobre Krystal Weedon…

—Barry le dedicaba más tiempo y atención que a sus propias hijas —prosiguió Mary—. Y ella no puso ni un penique para su corona de flores. Me lo contaron las niñas. Participaron todas las del equipo de remo menos Krystal. Y tampoco acudió a su funeral, después de todo lo que Barry había hecho por ella.

—Ya, bueno, eso demuestra…

—Lo siento, pero no puedo dejar de pensar en todo eso —lo interrumpió ella, furibunda—. No puedo dejar de pensar que él habría querido que yo tomara su relevo en atender a la maldita Krystal Weedon. No consigo superarlo. Todo su último día, y le dolía la cabeza y no hizo nada por remediarlo… ¡Pasó todo el último día de su vida escribiendo aquel maldito artículo!

—Sí, lo sé. —Y, con la sensación de poner un vacilante pie en un endeble puente de cuerda, añadió—: Es algo típicamente masculino. Miles es igual. Samantha no quería que se presentara como candidato al concejo, pero él se obstinó. Hay tíos a los que les encanta tener un poco de poder…

—Barry no estaba en esto por el poder —dijo Mary, y Gavin se apresuró a dar marcha atrás.

—No, no, Barry no. Él hacía todo eso por…

—No podía evitarlo —zanjó Mary—. Creía que todo el mundo era como él, que si les echabas una mano se volvían mejores.

—Ya, pero la cuestión es que hay otros a los que les vendría bien que les echaras una mano, a los de casa…

—¡Pues sí, exactamente! —exclamó Mary, y rompió a llorar otra vez.

—Mary… —Gavin se levantó para acercarse a ella (ya estaba en medio del puente de cuerda, sintiendo una mezcla de pánico y expectación)—. Oye, ya sé que ha pasado poco tiempo… poquísimo, pero conocerás a otra persona.

—¿A mis cuarenta y con cuatro hijos?… —sollozó.

—Hay muchos hombres… —empezó él, pero por ahí no iba bien; mejor no hacerle creer que tenía muchas opciones, así que se corrigió—: Al hombre adecuado no le importará que tengas hijos. Además, son unos chicos estupendos, acogerlos sería un placer para cualquiera.

—Oh, Gavin, eres un encanto —repuso ella, y volvió a secarse las lágrimas.

Él le rodeó los hombros con un brazo y Mary no lo rechazó. Permanecieron así, de pie y en silencio, mientras ella se sonaba la nariz, y cuando Gavin notó que hacía ademán de apartarse, dijo:

—Mary…

—¿Qué?

—Tengo que… Mary, creo que estoy enamorado de ti.

Por unos segundos experimentó el sublime orgullo del paracaidista que se arroja al espacio ilimitado.

Entonces ella retrocedió bruscamente.

—Gavin…

—Lo siento —dijo él, alarmado ante el rechazo que vio en su cara—. Quería que lo supieras por mí. Le dije a Kay que ése era el motivo por el que rompía con ella, y temía que te enteraras por otra persona. Habría esperado meses para decírtelo. Años —añadió, tratando de que sonriera de nuevo, de que volviera a pensar que él era un encanto.

Pero Mary negaba con la cabeza, con los brazos cruzados.

—Gavin, yo nunca, nunca…

—Olvida lo que he dicho —dijo él como un tonto—. Olvídalo y ya está.

—Creía que lo entendías.

Gavin concluyó que debería haber sabido que a Mary la ceñía la protectora armadura invisible del duelo.

—Y lo entiendo —mintió—. No pensaba decírtelo, sólo que…

—Barry siempre dijo que yo te gustaba.

—No, no —respondió él, desesperado.

—Gavin, creo que eres un hombre muy agradable —dijo ella casi sin aliento—. Pero no… Quiero decir, aunque no estuviera…

—No —la interrumpió él en voz alta, tratando de ahogar sus palabras—. Lo comprendo. Oye, me voy a ir yendo.

—No hace falta que…

Pero ahora él casi la odiaba. Había entendido lo que trataba de decirle: «Aunque no estuviera llorando a mi marido, te rechazaría.»

La visita de Gavin había sido tan breve que cuando Mary, un poco temblorosa, tiró el café que él no se había tomado, todavía estaba caliente.