El trayecto en autobús trasladó a Krystal a su infancia. Cuando estudiaba en el St. Thomas lo hacía todos los días, sola. Sabía cuándo aparecería la abadía y se la señaló a Robbie.
—¿Ves el castillo en ruinas?
Robbie tenía hambre, pero la emoción de ir en autobús lo distrajo un poco. Krystal le sujetaba la mano con fuerza. Le había prometido comprarle algo de comer cuando llegaran a su destino, pero no sabía cómo lo conseguiría. Quizá pudiera pedirle dinero prestado a Fats para una bolsa de patatas fritas, y también para el billete de vuelta.
—Yo iba a ese colegio —le dijo a su hermano mientras él hacía dibujos abstractos con un dedo en la sucia ventanilla—. Y tú también irás.
Cuando la realojaran a causa de su embarazo, muy probablemente le facilitarían otra vivienda en los Prados; nadie quería comprarlas porque estaban muy deterioradas. Pero, pese al mal estado de esas casas, Krystal lo consideraba una ventaja, porque podría matricular a Robbie y el bebé en el St. Thomas. Además, seguro que los padres de Fats le darían dinero para una lavadora cuando naciera su nieto. Quizá hasta le compraran un televisor.
El autobús bajaba por una cuesta hacia Pagford, y Krystal entrevió el reluciente río, que asomó brevemente antes de que la carretera descendiera demasiado. Cuando había empezado a entrenar con el equipo de remo, la había decepcionado no hacerlo en el Orr, sino en el sucio canal de Yarvil.
—Ya hemos llegado —le dijo a Robbie cuando el autobús entró lentamente en la plaza engalanada con flores.
Fats no había caído en que esperar delante del Black Canon significaba estar enfrente de Mollison y Lowe y La Tetera de Cobre. Todavía faltaba más de una hora para el mediodía, que era cuando abría la cafetería los domingos, pero Fats no sabía a qué hora empezaba a trabajar Andrew. Esa mañana no le apetecía encontrarse con su amigo, así que se quedó junto a la fachada lateral del pub, donde no pudieran verlo, y no salió hasta que vio llegar y detenerse el autobús. Cuando éste volvió a arrancar, Krystal apareció en la acera con un niño pequeño y sucio cogido de la mano.
Desconcertado, fue hacia ellos.
—Es mi hermano —dijo la chica con brusquedad, en respuesta a algo que detectó en la cara de Fats.
Éste tuvo que recordarse lo que significaba una vida dura y auténtica. Lo había tentado brevemente la idea de dejar embarazada a Krystal (y demostrarle a Cuby lo que los hombres de verdad son capaces de conseguir sin esfuerzo, con toda naturalidad), pero aquel crío agarrado a la mano y la pierna de su hermana lo había desconcertado.
Fats lamentó haber aceptado quedar allí con Krystal. Lo hacía parecer ridículo. Ahora que la veía en la plaza, habría preferido volver a aquella casa apestosa y sórdida.
—¿Tienes dinero? —le preguntó Krystal.
—¿Qué?
El cansancio le impedía pensar con claridad. Ya no se acordaba de por qué había querido pasar toda la noche despierto; había fumado tanto que le dolía la lengua.
—Dinero —repitió Krystal—. Tiene hambre, y he perdido un billete de cinco. Luego te lo devuelvo.
Fats metió una mano en el bolsillo de los vaqueros y palpó un billete arrugado. No sabía muy bien por qué, pero delante de Krystal no quería que pareciera que le sobraba el dinero, así que hurgó un poco más en busca de cambio, y al final sacó unas monedas.
Fueron al quiosco que había a dos calles de la plaza, y Fats se quedó en la acera mientras Krystal le compraba a Robbie patatas fritas y un paquete de Rolos. Nadie dijo nada, ni siquiera Robbie, quien parecía temer a Fats. Al final, cuando Krystal le hubo dado las patatas a su hermano, le dijo a Fats:
—¿Adónde vamos?
No podía ser que estuviera proponiéndole echar un polvo con el niño allí. Le había pasado por la cabeza llevarla al Cubículo: era un sitio que sólo conocían Andrew y él, y representaría la profanación definitiva de su amistad; ya no le debía nada a nadie. Pero rechazó la idea de echar un polvo delante de un niño de tres años.
—No nos molestará —añadió Krystal—. Ya tiene sus chocolatinas. No, luego —le dijo a Robbie, que gimoteaba para que su hermana le diera los Rolos—. Cuando te hayas terminado las patatas.
Echaron a andar hacia el viejo puente de piedra.
—No nos molestará —repitió ella—. Es muy obediente. ¿Verdad? —le dijo en voz alta a Robbie.
—Quiero chocolate —dijo el niño.
—Dentro de un rato.
Krystal se dio cuenta de que ese día Fats necesitaba un empujoncito. En el autobús ya había pensado que llevar a Robbie con ella, aunque fuera necesario, sería complicado.
—¿Qué te cuentas? —le preguntó.
—Anoche fui a una fiesta —contestó él.
—¿Ah, sí? ¿Quién estaba?
Fats soltó un gran bostezo y Krystal se quedó esperando su respuesta.
—Arf Price. Sukhvinder Jawanda. Gaia Bawden.
—¿Ésa vive en Pagford? —preguntó Krystal con aspereza.
—Sí, en Hope Street.
Lo sabía porque a Andrew se le había escapado. Andrew nunca le había dicho que le gustara, pero en las pocas clases que tenían en común, Fats se había fijado en que no le quitaba ojo y en lo cohibido que se mostraba en presencia de la chica o cuando alguien la mencionaba.
En cambio, Krystal pensaba en la madre de Gaia, la única asistente social que le había caído bien, la única que había conseguido que Terri la escuchara. Vivía en Hope Street, igual que la abuelita Cath. Seguramente estaría allí ahora. ¿Y si…?
Pero Kay las había dejado tiradas. Ahora Mattie volvía a ser su asistente social. Además, se suponía que uno no debía molestarlas cuando estaban en su casa. En cierta ocasión, Shane Tully siguió a su asistente social hasta su casa, y se ganó una orden de alejamiento. Claro que anteriormente había amenazado con lanzarle un ladrillo contra el parabrisas del coche…
De todas formas, razonó Krystal entornando los ojos cuando el camino describió una curva y el río la deslumbró con un millar de cegadores puntitos de luz, Kay seguía siendo la portadora de carpetas, la que llevaba la cuenta y la jueza. Parecía una tía enrollada, pero ninguna solución que les propusiera conseguiría que Krystal y Robbie siguieran juntos…
—Podríamos bajar allí —propuso, señalando un tramo de orilla con la hierba crecida, un poco más allá del puente—. Robbie podría esperarnos allí, en ese banco.
Pensó que desde allí podría vigilarlo y, al mismo tiempo, asegurarse de que no viera nada. Aunque ya lo había visto otras veces, en la época en que Terri llevaba a desconocidos a su casa…
Pese a lo agotado que estaba, a Fats le repugnó esa idea. No podía hacerlo en la hierba, a la vista de un niño pequeño.
—No —dijo con fingida naturalidad.
—No nos molestará —insistió Krystal—. Tiene sus Rolos. Ni siquiera se enterará —mintió.
Robbie sabía más de la cuenta. En la guardería había habido un incidente cuando lo habían pillado imitando el acto sexual, haciendo el perrito con una niña.
Fats recordó que la madre de Krystal era una prostituta. Le repugnaba lo que ella le estaba proponiendo, pero ¿no era su reticencia poco auténtica?
—¿Qué pasa? —preguntó la chica con agresividad.
—Nada.
Dane Tully lo haría. Pikey Pritchard lo haría. Cuby no lo haría ni que lo mataran.
Krystal condujo a Robbie hasta el banco. Fats se agachó y miró por encima del respaldo hacia el trecho de malas hierbas y matorrales; le pareció que el crío probablemente no vería nada, pero se propuso acabar cuanto antes por si acaso.
—Toma —le dijo Krystal a su hermano, sacando el paquete cilíndrico de Rolos mientras el niño intentaba alcanzarlo, entusiasmado—. Si te quedas aquí sentado un minuto, puedes acabártelos, ¿vale? Siéntate aquí, Robbie, y yo estaré allí, en los matorrales. ¿Me has entendido, Robbie?
—Sí —dijo el niño, muy contento. Ya tenía las mejillas manchadas de chocolate y tofe.
Krystal descendió por la orilla hacia el tramo de hierba crecida y confió en que Fats no pusiera objeciones a hacerlo sin condón.