VI

Shirley se duchó y sacó unas prendas del armario mientras Howard seguía roncando. Estaba abrochándose la rebeca cuando oyó la campana de la iglesia de St. Michael and All Saints, que llamaba al oficio de las diez. Siempre pensaba que debía de oírse mucho en casa de los Jawanda, que vivían justo enfrente, y confió en que para ellos fuera una proclama de la adhesión de Pagford a costumbres y tradiciones de las que ellos, evidentemente, no participaban.

De forma casi inconsciente, porque lo hacía muy a menudo, Shirley recorrió el pasillo, entró en el antiguo dormitorio de Patricia y se sentó ante el ordenador.

Su hija debería haber estado allí, durmiendo en el sofá cama que Shirley le había preparado. Era un alivio no tener que tratar con ella esa mañana. Howard, que seguía tarareando The Green, Green Grass of Home cuando llegaron a Ambleside de madrugada, no había reparado en que Patricia no iba con ellos hasta que Shirley hubo sacado la llave de la puerta.

—¿Dónde está Pat? —preguntó, resollando y apoyándose en el porche.

—Estaba muy disgustada porque Melly no ha querido venir —dijo Shirley suspirando—. Creo que discutieron. Supongo que habrá vuelto a casa para arreglar las cosas.

—Éstas siempre están entretenidas —repuso Howard, apoyándose alternativamente en las paredes del estrecho pasillo por el que avanzaba con cuidado hacia el dormitorio.

Shirley abrió su web médica favorita. Cuando tecleó la primera letra del nombre de la enfermedad que quería investigar, la página volvió a explicarle qué eran las EpiPens, y Shirley revisó rápidamente su modo de empleo y su composición, porque tal vez todavía tuviera una oportunidad de salvarle la vida a aquel chico. A continuación, tecleó «eccema» y descubrió, con cierta desilusión, que esa afección no era contagiosa; por tanto, no podría utilizarla como pretexto para despedir a Sukhvinder Jawanda.

Entonces, por pura costumbre, tecleó la dirección de la web del Concejo Parroquial de Pagford y abrió el foro.

Ya era capaz de reconocer al instante la forma y longitud del nombre de usuario «El Fantasma de Barry Fairbrother», igual que un enamorado reconoce al instante la nuca de su ser querido, o la curva de sus hombros, o sus andares.

Bastó con un vistazo al primer mensaje para que la invadiera la emoción: el Fantasma no la había abandonado. Shirley sabía que el arrebato de la doctora Jawanda no podía quedar sin castigo.

El lío secreto del hijo predilecto de Pagford.

Shirley leyó el título, pero al principio no lo entendió, tal vez porque lo que ella esperaba encontrar allí era el nombre de Parminder. Volvió a leerlo y dio un grito ahogado, el aspaviento de una mujer que recibe un chorro de agua helada.

Howard Mollison, hijo predilecto de Pagford, y Maureen Lowe son, desde hace muchos años, algo más que socios. Todo el mundo sabe que Maureen realiza con regularidad degustaciones del salami más exquisito de Howard. La única persona que parece no estar al corriente de ese secreto es Shirley, la mujer de Howard.

Completamente inmóvil, Shirley pensó: «No es verdad.»

No podía ser verdad.

Sí, había sospechado en un par de ocasiones, y alguna vez se lo había insinuado a Howard…

No, no iba a creérselo. No podía creérselo.

Pero había quienes sí se lo creerían. Creerían al Fantasma. Todos le creían.

Sus manos parecían dos guantes vacíos, torpes y débiles, y cometieron numerosos errores antes de conseguir borrar el mensaje. Cada segundo que permaneciera allí, alguien más podía leerlo, darle crédito, reírse de él, enviarlo al periódico local… Howard y Maureen, Howard y Maureen…

El mensaje ya estaba borrado. Shirley se quedó sentada con los ojos fijos en la pantalla; sus pensamientos correteaban como ratones tratando de escapar de un recipiente de cristal, pero no había escapatoria, no había punto de apoyo firme, no había forma de volver a trepar a la feliz posición que Shirley ocupaba antes de leer aquel espantoso mensaje, colgado donde todos podían haberlo leído…

Howard se había reído muchas veces de Maureen.

No; era ella la que se había reído de Maureen. Howard se había reído de Kenneth.

Siempre juntos: días festivos y laborables, excursiones de fin de semana…

«… la única persona que parece no estar al corriente del secreto…»

Howard y Shirley no necesitaban sexo: llevaban años durmiendo en camas separadas, tenían un acuerdo tácito…

«… realiza con regularidad degustaciones del salami más exquisito de Howard…»

(Shirley creyó que su madre había vuelto a la vida y estaba allí con ella: riendo a carcajadas y burlándose y derramando el vino de la copa que sostenía… Shirley no soportaba esa risa asquerosa. Nunca había soportado las procacidades ni el ridículo.)

Se levantó de un brinco, tropezando con las patas de la silla, y volvió precipitadamente al dormitorio. Howard dormía tumbado boca arriba, emitiendo fuertes ruidos porcinos.

—Howard. ¡Howard!

Tardó más de un minuto en despertar. Estaba desorientado y confuso. Sin embargo, Shirley, de pie a su lado, todavía veía en él al caballero protector que podía salvarla.

—Howard, el Fantasma de Barry Fairbrother ha colgado otro mensaje.

Contrariado por ese brusco despertar, él hundió la cara en la almohada y soltó un gruñido atronador.

—Sobre ti —añadió Shirley.

Howard y Shirley no solían hablarse con franqueza. Eso era algo que a ella siempre le había gustado. Pero ese día no tenía más remedio que hablar claro.

—Sobre ti —repitió— y Maureen. Dicen que tenéis… una aventura.

Howard se llevó una manaza a la cara y se frotó los ojos. Shirley creyó que se los frotaba más de lo necesario.

—¿Qué? —dijo luego, sin descubrirse la cara.

—Que Maureen y tú tenéis una aventura.

—¿De dónde ha sacado eso?

Ni desmentido, ni indignación, ni risa mordaz. Sólo una prudente interrogación sobre las fuentes.

En adelante, Shirley recordaría ese momento como una muerte, el verdadero final de una vida.