Para gran desilusión de Gavin, todo parecía indicar que al final tendría que asistir a la fiesta de cumpleaños de Howard Mollison. Si Mary, clienta del bufete y viuda de su mejor amigo, le hubiera pedido que se quedara a cenar, habría considerado más que justificado escaquearse, pero ella no se lo había pedido. Habían ido a visitarla unos parientes, y cuando Gavin se presentó en su casa, le pareció que se agobiaba un poco.
«No quiere que lo sepan», se dijo, mientras ella lo acompañaba hasta la puerta, y atribuyó esa actitud a su timidez.
Así que volvió a The Smithy; por el camino iba recordando su conversación con Kay.
—Creía que era tu mejor amigo. ¡Sólo hace unas semanas que murió!
—Sí, y yo me he ocupado de ella —replicaba él—, porque eso es lo que él habría querido. Ninguno de los dos esperaba que pasara esto. Pero Barry está muerto. Ahora ya no puede dolerle.
A solas en The Smithy, buscó un traje limpio para ir a la fiesta, porque en la invitación se especificaba «traje oscuro», y trató de imaginarse cómo disfrutarían los corrillos de Pagford con el cotilleo de su relación con Mary.
«¿Y qué? —pensó, asombrado de su propia valentía—. ¿Acaso tiene que pasar sola el resto de su vida? Estas cosas ocurren. Lo único que he hecho ha sido cuidarla.»
Y pese a su reticencia a asistir a una fiesta que sin duda resultaría aburrida y agotadora, sintió que una pequeña burbuja de emoción y felicidad le levantaba el ánimo.
En Hilltop House, Andrew Price se arreglaba el pelo con el secador de su madre. Nunca había tenido tantas ganas de ir a una discoteca o una fiesta como de ir a la recepción de esa noche. Howard los había contratado a los tres para servir la comida y las bebidas en el centro parroquial, y a él le había alquilado un uniforme para la ocasión: camisa blanca, pantalones negros y pajarita. Trabajaría al lado de Gaia, y no como chico de almacén, sino como camarero.
Pero su nerviosismo no se debía sólo a eso. Gaia había cortado con el legendario Marco de Luca. Esa tarde, Andrew la había encontrado llorando en el patio trasero de La Tetera de Cobre cuando había salido a fumar un cigarrillo.
—Él se lo pierde —le había dicho, tratando de disimular el júbilo que sentía.
Y ella, sorbiendo por la nariz, había respondido:
—Gracias, Andy.
—Menudo mariquita estás hecho —le dijo Simon cuando Andrew apagó por fin el secador.
Llevaba unos minutos en el rellano, a oscuras, esperando para decir aquello, observando por la rendija de la puerta entreabierta cómo su hijo se acicalaba ante el espejo.
Andrew se sobresaltó y luego rió. Su buen humor desconcertó a Simon.
—Vaya pinta —insistió al salir Andrew del cuarto de baño con la camisa y la pajarita—. Con ese lacito pareces un gilipollas integral.
«Y tú estás en el paro gracias a mí, mamón.»
Los sentimientos de Andrew respecto a lo que le había hecho a su padre cambiaban según el momento. A veces lo abrumaba un sentimiento de culpa que lo contaminaba todo, pero luego desaparecía y se regodeaba con su triunfo. Esa noche, su secreta satisfacción avivaba la emoción que ardía bajo su fina camisa blanca y aportaba un hormigueo adicional a la piel de gallina provocada por el frío que lo azotó al bajar por la colina en la bicicleta de Simon. Se sentía ilusionado, lleno de esperanza. Gaia estaba libre y vulnerable. Y su padre vivía en Reading.
Cuando llegó con la bicicleta ante la puerta del centro parroquial, Shirley Mollison, con su vestido de cóctel, estaba atando a la verja unos enormes globos de helio con forma de cincos y seises.
—Hola, Andrew —saludó emocionada—. Aparta la bicicleta de la entrada, por favor.
Andrew la llevó hasta la esquina y pasó junto a un flamante BMW verde descapotable aparcado a pocos metros. Al volver hacia la entrada del local, rodeó el coche y se fijó en sus lujosos acabados interiores.
—¡Y aquí tenemos a Andy!
Por lo visto, el buen humor y la expectación de su jefe igualaban a los suyos. Howard iba hacia él enfundado en un enorme esmoquin de terciopelo; parecía un prestidigitador. Sólo había otras cinco o seis personas más, pues todavía faltaban veinte minutos para que empezara la fiesta. Por todas partes se veían globos azules, blancos y dorados, y en una gran mesa de caballetes habían distribuido bandejas tapadas con servilletas; al fondo de la sala, un disc-jockey de mediana edad preparaba su equipo.
—¿Puedes ir a ayudar a Maureen, Andy, por favor?
Maureen, iluminada desde arriba por una lámpara de techo, ponía vasos en un extremo de la larga mesa.
—Pero ¡qué guapo estás! —exclamó con voz ronca, al acercarse Andrew.
Llevaba un vestidito brillante de tejido elástico que marcaba cada contorno de su huesudo cuerpo, del que colgaban inesperados michelines, realzados por la despiadada prenda. Se oyó un débil «hola» de misteriosa procedencia: era Gaia, que estaba en cuclillas junto a una caja llena de platos.
—Saca los vasos de las cajas, Andy —dijo Maureen—, y ponlos aquí arriba, donde vamos a montar el bar.
El chico obedeció. Mientras abría la caja, se le acercó una mujer desconocida con varias botellas de champán.
—Esto habría que ponerlo en la nevera, si hay.
Tenía la nariz recta, los grandes ojos azules y el cabello rubio y rizado de Howard, pero así como las facciones de éste eran femeninas, suavizadas por su gordura, su hija —porque tenía que ser su hija—, sin ser guapa, resultaba muy atractiva, con sus pobladas cejas, grandes ojos y un hoyuelo en la barbilla. Llevaba pantalones y camisa de seda con el cuello desabrochado. Dejó las botellas en la mesa y se dio la vuelta. Su porte, y tal vez su ropa, convencieron a Andrew de que era la propietaria del BMW aparcado fuera.
—Es Patricia —le dijo Gaia al oído, y a él otra vez se le puso piel de gallina, como si ella transmitiera electricidad—. La hija de Howard.
—Ya me lo ha parecido —repuso, pero le interesó mucho más ver que Gaia desenroscaba el tapón de una botella de vodka y se servía un poco en un vaso.
Bajo la atenta mirada de Andrew, se lo bebió de un trago y se estremeció ligeramente. Acababa de tapar la botella cuando Maureen pasó cerca de ellos con una cubitera.
—Menudo zorrón —comentó Gaia mirándola alejarse, y él percibió el olor a vodka de su aliento—. Mira qué pinta.
Andrew rió, pero al darse la vuelta paró en seco, porque Shirley estaba justo a su espalda, con su sonrisa felina.
—¿Y la señorita Jawanda? ¿Todavía no ha llegado? —preguntó.
—Está en camino. Acaba de mandarme un mensaje —contestó Gaia.
Pero a Shirley no le importaba mucho dónde pudiera estar Sukhvinder. Había oído las palabras de Andrew y Gaia sobre Maureen, y eso la había hecho recuperar por completo su buen humor, que se había resentido ligeramente ante la evidente satisfacción que Maureen sentía por su propio atavío. Hacer mella con eficacia en la autoestima de una mujer tan lerda y tan ilusa no era nada fácil, pero al alejarse hacia el disc-jockey, Shirley planeó que, el siguiente momento que estuvieran a solas, le diría a Howard: «Me temo que los chicos estaban… bueno, ya sabes, riéndose de Maureen. Qué lástima que se haya puesto ese vestido. No me gusta nada verla hacer el ridículo.»
Shirley se recordó que tenía muchos motivos para estar contenta, pues esa noche necesitaba tener alta la moral. Howard, Miles y ella iban a estar juntos en el concejo; sería maravilloso, sencillamente maravilloso.
Comprobó que el disc-jockey estuviera al corriente de que la canción favorita de Howard era la versión de Tom Jones de The Green, Green Grass of Home, y echó un vistazo a su alrededor en busca de más tareas pendientes; pero su mirada fue a posarse en la razón por la que esa noche su felicidad no había alcanzado las cotas de perfección que había previsto.
Patricia estaba de pie, sola, observando el escudo de armas de Pagford colgado en la pared y sin hacer ningún esfuerzo por relacionarse con nadie. Shirley lamentaba que no se pusiera falda de vez en cuando; pero al menos había ido sola. Porque de aquel deportivo BMW podría haber salido otra persona, y para Shirley esa ausencia ya constituía una pequeña victoria.
No era normal que una madre le tuviera aversión a su propia hija: se suponía que los hijos tenían que gustar tal como eran, aunque no fueran como uno quería, aunque resultaran ser la clase de persona que haría que uno cruzara la calle para evitarla si no fueran parientes de uno. Howard se lo tomaba con filosofía, incluso bromeaba sobre ese tema, con comedimiento, cuando Patricia no podía oírlo. Shirley, en cambio, era incapaz de alcanzar ese nivel de indiferencia. Se sintió obligada a acercarse a su hija, con la vaga e inconsciente esperanza de atenuar la rareza que sin duda todos los asistentes detectarían en su peculiar atuendo y su comportamiento.
—¿Quieres beber algo, querida?
—Todavía no —contestó Patricia sin apartar la vista del escudo de armas—. Anoche bebí más de la cuenta. Seguramente todavía daría positivo. Salimos de copas con los compañeros de trabajo de Melly.
Shirley contempló también el emblema y esbozó una vaga sonrisa.
—Melly está muy bien, gracias por preguntar —añadió Patricia.
—Ah, me alegro.
—Me encantó la invitación. «Pat y acompañante.»
—Lo siento, querida, pero eso es lo que suele ponerse cuando dos personas no están casadas.
—Ah, ya. Eso dice el Debrett's, ¿no? Bueno, Melly decidió no venir porque no la mencionabais en la invitación, así que tuvimos una discusión de miedo, y aquí estoy, sola. Has conseguido lo que querías, ya ves.
Patricia se dirigió hacia las bebidas y dejó a Shirley un poco turbada. Los arrebatos de su hija siempre la habían intimidado, desde que era una niña.
—Llega tarde, señorita Jawanda —dijo, y recobró la compostura al ver que Sukhvinder venía presurosa hacia ella, aturullada.
Desde su punto de vista, aquella joven demostraba cierta insolencia al presentarse allí, después de lo que su madre le había dicho a Howard en aquella misma sala. La contempló mientras iba a reunirse con Andrew y Gaia, y pensó en decirle a Howard que tenían que prescindir de Sukhvinder. Era un poco corta, y probablemente el eccema que ocultaba bajo la camiseta negra de manga larga entrañaba un problema de higiene; comprobaría si era contagioso en su web médica favorita.
A las ocho en punto empezaron a llegar los invitados. Howard le pidió a Gaia que se pusiera a su lado y recogiera los abrigos, para que todos vieran cómo daba órdenes y llamaba por su nombre a aquella chica tan guapa del vestidito negro y el delantal con volantes. Pero al poco rato, Gaia ya no podía hacerse cargo de tantos abrigos, así que Howard llamó a Andrew para que la ayudara.
—Pilla una botella y escóndela en la cocina —le pidió Gaia a Andrew mientras colgaban los abrigos, de tres en tres y luego de cuatro en cuatro, en el pequeño guardarropa—. Podemos ir turnándonos para echar un trago.
—Vale —contestó él, eufórico.
—¡Gavin! —exclamó Howard al ver entrar al socio de su hijo por la puerta, solo, a las ocho y media.
—¿Y Kay, Gavin? ¿No ha venido? —preguntó Shirley al instante. (Maureen se estaba poniendo unos zapatos brillantes de tacón de aguja detrás de la mesa de caballetes, de modo que tenía muy poco tiempo para sacarle ventaja.)
—No; es una pena pero no ha podido venir —dijo el interpelado; y entonces, horrorizado, se encontró de frente con Gaia, que esperaba para cogerle el abrigo.
—Mi madre podría haber venido —terció la chica en voz clara y dura y mirándolo a la cara—. Pero Gavin la ha dejado, ¿verdad, Gav?
Howard le dio unas palmadas en el hombro a Gavin y, fingiendo no haber oído nada, bramó:
—Me alegro de verte. Ve a buscarte algo para beber.
Shirley mantuvo una expresión imperturbable, pero la emoción del momento no desapareció enseguida y al saludar a los siguientes invitados seguía un poco aturdida. Cuando Maureen se acercó tambaleante con su horroroso vestido para unirse al comité de bienvenida, Shirley sintió un inmenso regocijo y, en voz baja, le dijo:
—Acabamos de presenciar una escenita muy desagradable. Verdaderamente muy desagradable. Gavin y la madre de Gaia… Ay, querida, si lo hubiéramos sabido…
—¿Qué? ¿Qué ha pasado?
Pero Shirley se limitó a negar con la cabeza y saborear el exquisito placer que le procuraba la frustrada curiosidad de Maureen. Abrió los brazos al ver entrar a Miles, Samantha y Lexie.
—¡Por fin! ¡El concejal Miles Mollison!
Samantha tuvo la impresión de que veía a Shirley abrazar a Miles desde una gran distancia. Había pasado tan bruscamente de la felicidad y la expectación al pasmo y la decepción que sus pensamientos se habían convertido en un rumor confuso que le obstaculizaba percibir el mundo exterior.
(—¡Estupendo! —dijo Miles—. Así podrás venir a la fiesta de papá. Acababas de decirme que…
—Sí —respondió ella—. Ya lo sé. Qué bien, ¿verdad?
Pero cuando Miles vio que se enfundaba en los vaqueros y la camiseta del grupo musical que ella llevaba más de una semana soñando con ponerse, se quedó perplejo.
—Es una fiesta formal.
—En el centro parroquial de Pagford, Miles.
—Sí, pero en la invitación…
—Pues yo voy a ir así.)
—Hola, Sammy —la saludó Howard—. ¡Vaya, vaya! ¡No hacía falta que te arreglaras tanto!
Pero el abrazo que le dio fue más lascivo de lo habitual, y lo acompañó con unas palmaditas en el trasero, prieto bajo los ceñidos vaqueros.
Samantha le dedicó una fría y tensa sonrisa a Shirley y pasó por su lado camino del bar. En su cabeza, una vocecilla impertinente le preguntó: «Pero a ver, ¿qué esperabas que ocurriera en el concierto? ¿Qué pretendías? ¿Qué buscabas?»
«Nada. Sólo un poco de diversión.»
El sueño de unas risas y unos brazos jóvenes y fuertes, que esa noche debería haber experimentado en una especie de catarsis; su delgada cintura rodeada otra vez, y el sabor intenso de lo nuevo, lo inexplorado; su fantasía había perdido las alas y caía en picado…
«Sólo quería ver el ambiente.»
—Estás muy guapa, Sammy.
—Gracias, Pat.
—Hacía más de un año que no veía a su cuñada. «Eres la que mejor me cae de esta familia, Pat.»
Miles, que ya la había alcanzado, le dio un beso a su hermana.
—¿Cómo estás? ¿Cómo está Mel? ¿No ha venido?
—No, no ha querido —respondió Patricia. Estaba bebiendo champán, pero por su expresión se habría dicho que era vinagre—. En la invitación ponía «Pat y acompañante». Tuvimos una discusión tremenda. Mamá se ha anotado un punto.
—Anda, no seas así, Pat —dijo Miles, sonriente.
—¿Que no sea así, dices? ¿Y cómo coño quieres que sea, Miles?
Una oleada de intenso placer inundó a Samantha: ya tenía un pretexto para atacar.
—Me parece una forma muy grosera de invitar a la pareja de tu hermana, y tú lo sabes, Miles. A tu madre le vendrían bien unas lecciones de buenos modales, la verdad.
Desde luego, estaba más gordo que hacía un año. Y la papada le sobresalía por el cuello de la camisa. Enseguida le olía mal el aliento. Últimamente tenía la costumbre de balancearse sobre las puntas de los pies, como hacía su padre. Samantha sintió una súbita repugnancia física y se dirigió hacia un extremo de la mesa, donde Andrew y Sukhvinder se afanaban llenando y repartiendo vasos.
—¿Hay ginebra? —preguntó—. Prepárame un gin-tonic. Fuertecito.
Apenas reconoció a Andrew. Él empezó a prepararle el cóctel e intentó no mirarle los enormes pechos, cuyo esplendor realzaba la camiseta, pero era como tratar de no entornar los ojos cuando el sol te daba de lleno en la cara.
—¿Los conoces? —preguntó Samantha tras beberse medio gin-tonic de un trago.
Andrew se ruborizó antes de poner en orden sus pensamientos. Y aún se horrorizó más cuando Samantha, soltando una risita socarrona, añadió:
—Al grupo. Me refiero al grupo.
—Sí. Sí, he oído hablar de ellos. Pero no… no son mi estilo.
—¿Ah, no? —dijo ella, y se acabó la copa—. Sírveme otro, anda.
Entonces cayó en la cuenta de quién era: aquel chico insignificante de la tienda de delicatessen. Con el uniforme parecía mayor. Quizá un par de semanas trajinando cajas por la escalera del sótano le habían fortalecido la musculatura.
—Ah, mira —dijo, al fijarse en una persona que iba hacia el grueso de los invitados, en continuo aumento—, ahí está Gavin. El segundo hombre más aburrido de Pagford. Después de mi marido, claro.
Se fue con la cabeza alta, satisfecha consigo misma, con otra copa en la mano; la ginebra le había dado donde ella más lo necesitaba, anestesiándola y estimulándola al mismo tiempo, y mientras se alejaba pensó: «Le han gustado mis tetas, veamos qué opina de mi culo.»
Gavin vio que Samantha se acercaba y sólo podía esquivarla uniéndose a alguna conversación, la de quien fuera; la persona que tenía más cerca era Howard, así que se introdujo precipitadamente en el grupo que rodeaba al anfitrión.
—Me arriesgué —les estaba diciendo Howard a los otros; agitaba un puro en el aire y un poco de ceniza le había caído en las solapas del esmoquin de terciopelo—. Me arriesgué y trabajé duro. Así de sencillo. No hay ninguna fórmula mágica. Nadie me regaló… Ah, aquí está Sammy. ¿Quiénes son esos jovencitos, Samantha?
Los cuatro ancianos se quedaron mirando al grupo de música pop desplegado sobre sus pechos, y Samantha se volvió hacia Gavin.
—Hola —dijo; se inclinó hacia él, obligándolo a darle un beso—. ¿Y Kay? ¿No ha venido?
—No —contestó Gavin, cortante.
—Estábamos hablando de negocios, Sammy —dijo Howard alegremente, y Samantha pensó en su tienda, que estaba a punto de cerrar—. Soy una persona con iniciativa —informó al grupo, repitiendo lo que sin duda era un tema recurrente—. Ésa es la clave. Eso es lo único que se necesita. Y yo soy una persona con iniciativa.
Enorme y redondo como un globo, parecía un aterciopelado sol en miniatura que irradiaba satisfacción. El brandy que tenía en la mano ya había empezado a suavizar su tono.
—Estaba dispuesto a arriesgarme. Podría haberlo perdido todo.
—Bueno, querrás decir que tu madre podría haberlo perdido todo —lo corrigió Samantha—. ¿No hipotecó Hilda su casa para aportar la mitad de la entrada de la tienda?
Percibió el brevísimo parpadeo de Howard, cuya sonrisa, sin embargo, no vaciló.
—Sí, en realidad todo el mérito es de mi madre —repuso—, por trabajar, ahorrar y vigilar los gastos, y por ofrecerle a su hijo algo con que empezar. Yo multiplico lo que me dieron, y se lo devuelvo a la familia: pago para que tus hijas puedan ir al St. Anne. Se cosecha lo que se siembra, ¿verdad, Sammy?
Que Shirley le hubiera hecho un comentario así no la habría sorprendido, pero sí que se lo hiciera Howard. Los dos apuraron sus copas; Gavin aprovechó ese momento para escabullirse, y Samantha no trató de impedírselo.
Gavin se preguntó si conseguiría marcharse de allí inadvertidamente. Estaba nervioso, y el ruido que había en la sala no contribuía a que se tranquilizara. Una idea espantosa se había apoderado de él desde el encontronazo con Gaia en la puerta. ¿Y si Kay se lo había contado todo a su hija? ¿Y si Gaia sabía que estaba enamorado de Mary Fairbrother y se lo había dicho a alguien? Era el tipo de cosa que haría una chica de dieciséis años sedienta de venganza.
Lo peor que podía pasarle era que todo Pagford supiera que estaba enamorado de Mary antes de haber tenido ocasión de confesárselo a ella. Pensaba hacerlo pasados unos meses, quizá un año; dejar que se cumpliera el primer aniversario de la muerte de Barry y, entretanto, cultivar los diminutos brotes de confianza ya existentes, para que los sentimientos de Mary fueran revelándose poco a poco, como a él se le habían revelado los suyos.
—¡No tienes nada para beber, Gav! —dijo Miles—. ¡Hay que poner remedio a esta situación!
Condujo con decisión a su socio hasta la mesa de las bebidas y le sirvió una cerveza sin parar de hablar y, como Howard, radiante de felicidad y orgullo.
—¿Te has enterado de que he ganado la votación?
Gavin no sabía nada, pero no se sintió capaz de fingir sorpresa.
—Claro. Felicidades.
—¿Cómo está Mary? —preguntó Miles, expansivo; esa noche se sentía amigo de todo el pueblo: lo habían elegido—. ¿Más animada?
—Sí, creo que…
—He oído que planea mudarse a Liverpool. Quizá sea lo mejor.
—¿Cómo? —saltó Gavin.
—Me lo ha contado Maureen esta mañana. Por lo visto, la hermana de Mary intenta persuadirla de que vuelva allí con los niños. Todavía tiene mucha familia en…
—Pero tiene su vida aquí.
—Me parece que era a Barry a quien le gustaba Pagford. No sé si Mary querrá quedarse ahora, dadas las circunstancias.
Gaia observaba a Gavin por la rendija de la puerta de la cocina. Tenía en la mano un vaso de plástico con vodka del que Andrew había robado para ella.
—Es un hijo de puta —farfulló—. Si no hubiera engañado a mi madre, todavía estaríamos en Hackney. Es una estúpida. Siempre supe que él no iba en serio. Nunca la llevaba a ningún sitio. Y después de follar se largaba corriendo.
Andrew, que estaba detrás de ella poniendo más bocadillos en una bandeja casi vacía, no podía creer que Gaia empleara palabras como «follar». La Gaia quimérica que protagonizaba sus fantasías era una virgen sexualmente imaginativa y audaz. No sabía qué había hecho o dejado de hacer la Gaia de carne y hueso con Marco de Luca, pero por cómo juzgaba a su madre se diría que sabía cómo se comportaban los hombres después de mantener relaciones sexuales, y si su interés era sincero.
—Bebe un poco —le ofreció ella cuando Andrew fue hacia la puerta con la bandeja. Le acercó su vaso de plástico a los labios, y él bebió un sorbo de vodka. Con una risita tonta, Gaia se apartó para dejarlo salir y le dijo—: ¡Dile a Suks que venga a beber un poco!
En la abarrotada sala había mucho ruido. Andrew dejó la bandeja de bocadillos en la mesa, pero por lo visto el interés por la comida había disminuido; en el bar, Sukhvinder se esforzaba por atender a los invitados, muchos de los cuales habían empezado a servirse ellos mismos las copas.
—Gaia te necesita en la cocina —le dijo Andrew, y la sustituyó.
No tenía sentido hacer de barman, así que se limitó a llenar tantos vasos como encontró y dejarlos encima de la mesa para que la gente se sirviera ella misma.
—¡Hola, Peanut! —lo saludó Lexie Mollison—. ¿Me sirves champán?
Habían estudiado juntos en el St. Thomas, pero Andrew llevaba mucho tiempo sin verla. Su acento había cambiado desde que iba al St. Anne, y él no soportaba que lo llamaran «Peanut».
—Lo tienes delante —contestó, y lo señaló.
—Nada de alcohol, Lexie —dijo Samantha con firmeza, saliendo de entre la multitud—. Ni hablar.
—Me ha dicho el abuelo…
—No me importa.
—Pero si todo el mundo…
—¡He dicho que no!
Lexie se marchó muy enfadada. Andrew, contento de no tener que hablar con ella, sonrió a Samantha y se sorprendió cuando ella le devolvió una sonrisa radiante.
—¿Tú también contestas a tus padres?
—Sí —respondió él, y Samantha rió.
Tenía unos pechos francamente enormes.
—¡Damas y caballeros! —bramó una voz por el micrófono, y todos dejaron de hablar para escuchar a Howard—. Me gustaría pronunciar unas palabras… Seguramente la mayoría ya sabéis que mi hijo Miles acaba de ser elegido miembro del concejo parroquial.
Hubo algunos aplausos y Miles alzó su copa por encima de la cabeza para agradecerlos. Andrew se sobresaltó al oír a Samantha decir claramente por lo bajo: «Uy, sí… ¡hurra! Ya ves…»
Como ya nadie iba a buscar bebidas, Andrew volvió discretamente a la cocina. Encontró a Gaia y Sukhvinder riendo y bebiendo; al ver a Andrew, ambas gritaron:
—¡Andy!
Él también rió.
—¿Estáis borrachas?
—Sí —contestó Gaia.
—No —dijo Sukhvinder—. Yo no, pero ella sí.
—No me importa —añadió Gaia—. Mollison puede despedirme si quiere. Ya no tengo que ahorrar para el billete a Hackney.
—No te despedirá —dijo Andrew, y se sirvió vodka—. Eres su preferida.
—Ya —admitió Gaia—. Es un viejo verde asqueroso.
Y los tres volvieron a reír.
La ronca voz de Maureen, amplificada por el micrófono, traspasaba la puerta de cristal.
—¡Vamos, Howard! ¡Vamos, un dueto para celebrar tu cumpleaños! ¡Adelante! ¡Damas y caballeros, la canción favorita de Howard!
Los adolescentes se miraron horrorizados. Gaia tropezó, riendo, y abrió la puerta de un empujón.
Sonaron los primeros compases de The Green, Green Grass of Home, y a continuación la voz de bajo de Howard y la bronca voz de contralto de Maureen:
The old home town looks the same,
As I step down from the train… [4]
Gavin fue el único que oyó las risas y los resoplidos, pero al darse la vuelta lo único que vio fue la puerta de la cocina, que oscilaba un poco sobre los goznes.
Miles se había acercado a charlar con Aubrey y Julia Fawley, que habían llegado tarde prodigando sonrisas para excusar su retraso. Gavin se sentía atenazado por aquella mezcla de temor y ansiedad con la que ya se estaba familiarizando. Su breve sueño de libertad y felicidad se había enturbiado por obra de aquellas dos amenazas: que Gaia contara lo que él le había dicho a su madre y que Mary se marchara de Pagford para siempre. ¿Qué podía hacer?
Down the lane I walk, with my sweet Mary,
Hair of gold and lips like cherries… [4]
—¿Y Kay? ¿No ha venido?
Era Samantha; se apoyó en la mesa, a su lado, con una sonrisita de suficiencia.
—Ya me lo has preguntado —dijo Gavin—. No.
—¿Va todo bien entre vosotros?
—¿Es asunto tuyo?
Lo dijo sin pensar; estaba harto de que Samantha intentara sonsacarle información y se burlara de él. Por una vez, estaban los dos solos; Miles seguía ocupado con los Fawley.
Ella fingió que su actitud la sorprendía. Tenía los ojos enrojecidos y hablaba despacio; por primera vez, Gavin se sintió más disgustado que intimidado.
—Lo siento. Yo sólo…
—Ya, sólo preguntabas —dijo él, mientras Howard y Maureen se balanceaban cogidos del brazo.
—Me gustaría verte sentar la cabeza. Kay y tú hacíais buena pareja.
—Ya. Es que aprecio mi libertad. No conozco a muchas parejas felizmente casadas.
Samantha había bebido demasiado para captar toda la carga de esa indirecta, pero tuvo la vaga impresión de que se la habían lanzado.
—Los matrimonios son un misterio para los de fuera —dijo con cautela—. Sólo los entienden las dos personas implicadas. Así que no deberías juzgar, Gavin.
—Gracias por el consejo —repuso él, y, agotada su capacidad de aguante, dejó la lata de cerveza vacía en la mesa y se dirigió hacia el guardarropa.
Samantha lo miró marcharse, convencida de que había ganado el asalto, y centró la atención en su suegra, a la que veía entre la muchedumbre, contemplando la actuación de Howard y Maureen. Saboreó la rabia de Shirley, reflejada en la sonrisa más tensa y fría que había esbozado en toda la noche. Howard y Maureen habían cantado juntos muchas veces a lo largo de los años; a él le encantaba cantar, y ella había hecho los coros de un grupo de música folklórica. Cuando terminó la canción, Shirley dio una sola palmada; lo hizo como si llamara a un lacayo, y Samantha soltó una carcajada y se dirigió hacia el extremo de la mesa donde estaba el bar, pero se llevó un chasco al ver que el chico de la pajarita ya no se hallaba allí.
Andrew, Gaia y Sukhvinder seguían desternillándose en la cocina. Se reían del dueto de Howard y Maureen, y por haberse bebido dos tercios de la botella de vodka; pero sobre todo se reían por el placer de reír, contagiándose unos a otros hasta que ya no se tenían en pie.
La ventanita que había encima del fregadero, entreabierta para que la cocina se airease, se acabó de abrir y la cabeza de Fats asomó por ella.
—Buenas noches —dijo.
Resultó evidente que se había subido a algo que había fuera, porque, a medida que su cuerpo iba apareciendo por la ventana, se oían chirridos y, finalmente, el golpazo de un objeto pesado. Fats aterrizó por fin en el escurridero y tiró varios vasos, que se rompieron contra el suelo.
Sukhvinder salió de la cocina sin decir nada. A Andrew tampoco le hizo ninguna gracia ver a Fats allí. Gaia fue la única que permaneció impasible. Sin parar de reír, dijo:
—Hay una puerta, no sé si lo sabes.
—¿En serio? —dijo Fats—. ¿Qué tenemos para beber?
—Esto es nuestro —dijo Gaia, y abrazó la botella de vodka—. La ha birlado Andy. Tendrás que buscarte la vida.
—Vale —repuso Fats con serenidad, y salió por la puerta hacia la sala.
—Voy al lavabo —masculló Gaia; escondió la botella de vodka bajo el fregadero y se marchó también de la cocina.
Andrew salió también. Sukhvinder había vuelto a la zona de la barra y Fats estaba apoyado en la mesa, con una cerveza en una mano y un bocadillo en la otra.
—Me sorprende que hayas venido a una cosa así —dijo Andrew.
—Me han invitado, tío. Lo ponía en la invitación: «Familia Wall.»
—¿Sabe Cuby que estás aquí?
—Ni idea. Está escondido. No ha conseguido la plaza de Barry. Ahora todo el tejido social se vendrá abajo, porque Cuby no estará allí para sostenerlo. ¡Joder! ¡Esto es asqueroso! —añadió, y escupió el trozo de bocadillo que tenía en la boca—. ¿Vamos a fumar?
En la sala había tanto ruido, y los invitados estaban tan borrachos y gritaban tanto, que a nadie debía de importarle ya lo que hiciera Andrew. Cuando salieron a la calle, encontraron a Patricia Mollison sola junto a su deportivo, fumando y contemplando un cielo colmado de estrellas.
—Coged de éstos si queréis —dijo, ofreciéndoles su paquete.
Después de encenderles los cigarrillos, siguió allí de pie, tan tranquila, con una mano en el bolsillo. Tenía algo que a Andrew lo intimidaba; ni siquiera se atrevía a mirar a Fats para evaluar su reacción.
—Me llamo Pat —dijo ella al cabo de un rato—. Soy la hija de Howard y Shirley.
—Hola. Yo Andrew.
—Y yo Stuart —dijo Fats.
No parecía que la joven tuviera intención de prolongar la conversación. Andrew lo interpretó como una especie de cumplido e intentó emular su indiferencia. Entonces, unos pasos y unas voces femeninas amortiguadas interrumpieron el silencio.
Gaia arrastraba a Sukhvinder tirándole de una mano. Iba riendo, y Andrew se percató de que su borrachera todavía no había alcanzado el punto álgido.
—Oye, tío —le dijo Gaia a Fats—, ¿por qué eres tan capullo con Sukhvinder?
—Vale ya —dijo ésta intentando liberarse de su mano—. En serio, suéltame…
—¡Es la verdad! —dijo Gaia con voz entrecortada—. ¡Eres un capullo! ¿Eres tú el que le pone cosas en Facebook?
—¡Vale ya! —gritó Sukhvinder.
Consiguió soltarse y volvió corriendo a la fiesta.
—Eres un cerdo —le espetó Gaia sujetándose a la verja—. Eso de llamarla lesbiana…
—No hay nada malo en ser lesbiana —terció Patricia entornando los ojos detrás del humo al inhalar—. Pero yo qué voy a decir.
Andrew se fijó en que Fats la miraba de reojo.
—Yo nunca he dicho que hubiera nada malo en serlo. Sólo son bromas —dijo Fats.
Gaia, con la espalda apoyada en la verja, resbaló hasta quedar sentada en la fría acera y se tapó la cabeza con los brazos.
—¿Estás bien? —le preguntó Andrew.
De no haber estado Fats allí, también se habría sentado.
—Estoy borracha —murmuró ella.
—Deberías meterte los dedos en la garganta —le recomendó Patricia, observándola impertérrita.
—Bonito coche —comentó Fats, mirando el BMW.
—Sí —dijo Patricia—. Es nuevo. Gano el doble que mi hermano —añadió—, pero Miles es el Niño Jesús. Miles el Mesías… El concejal Mollison segundo… del Concejo Parroquial de Pagford. ¿Te gusta Pagford? —le preguntó a Fats mientras Andrew observaba a Gaia, que respiraba hondo con la cabeza entre las rodillas.
—No. Es un pueblo de mierda.
—Ya… Yo estaba deseando largarme de aquí. ¿Conocías a Barry Fairbrother?
—Un poco.
Algo en su tono hizo que Andrew se pusiera en guardia.
—Era mi guía de lectura en St. Thomas —dijo Patricia con la vista fija en el extremo de la calle—. Un tipo encantador. Me habría gustado asistir a su funeral, pero Melly y yo estábamos en Zermatt. ¿Qué es todo ese rollo del que hablaba mi madre? Eso del Fantasma de Barry.
—Alguien que colgaba cosas en la página web del concejo parroquial —se apresuró a contestar Andrew, temiendo lo que pudiera decir Fats—. Rumores y tal.
—Ya. A mi madre le encantan esas cosas.
—Me pregunto qué será lo próximo que diga el Fantasma —comentó Fats, mirando de soslayo a Andrew.
—Seguramente dejará de colgar mensajes ahora que se han celebrado las elecciones —masculló él.
—Bueno, no está tan claro. Si todavía hay cosas que al Fantasma de Barry le cabrean…
Sabía que estaba poniendo nervioso a Andrew, y se alegraba. Últimamente, su amigo dedicaba todo su tiempo libre a aquel puñetero empleo, y pronto se mudaría. Él no le debía nada. La autenticidad verdadera no podía coexistir con el sentimiento de culpa y la obligación.
—¿Estás bien? —le preguntó Patricia a Gaia, que asintió con la cabeza sin descubrirse la cara—. ¿Qué ha sido lo que te ha mareado, el alcohol o el dueto?
Andrew rió un poco, por educación y porque quería que dejaran de hablar del Fantasma de Barry Fairbrother.
—A mí también me ha revuelto el estómago —continuó Patricia—. Maureen y mi padre cantando juntos. Cogidos del brazo. —Dio una última e intensa calada al cigarrillo y tiró la colilla, que luego aplastó con el tacón—. Cuando tenía doce años, la sorprendí haciéndole una mamada. Y él me dio un billete de cinco para que no se lo contara a mi madre.
Andrew y Fats se quedaron petrificados, sin atreverse siquiera a mirarse. Patricia se pasó el dorso de la mano por la cara: estaba llorando.
—No tendría que haber venido —dijo—. Ha sido un error.
Subió al BMW, y los dos chicos se quedaron mirándola embobados mientras encendía el motor, salía del aparcamiento marcha atrás y se perdía en la noche.
—Joder —dijo Fats.
—Me parece que voy a vomitar —susurró Gaia.
—El señor Mollison quiere que entréis. Para ocuparnos de las bebidas.
Una vez transmitido el mensaje, Sukhvinder desapareció otra vez.
—Yo no puedo —susurró Gaia.
Andrew la dejó sentada en la acera y entró. Al abrir la puerta, el barullo de la sala lo golpeó como una bofetada. La pista de baile estaba muy animada. Tuvo que apartarse para dejar pasar a Aubrey y Julia Fawley, que ya se iban. Los dos, de espaldas a la fiesta, parecían aliviados de marcharse de allí por fin.
Samantha Mollison no bailaba, sino que estaba apoyada en la mesa donde, hasta hacía poco, había hileras y más hileras de bebidas. Mientras Sukhvinder iba de un lado para otro recogiendo vasos, Andrew abrió la última caja de vasos limpios, los puso en la mesa y empezó a llenarlos.
—Llevas la pajarita torcida —le dijo Samantha; se inclinó por encima de la mesa y se la enderezó.
Abochornado, Andrew se metió en la cocina en cuanto ella lo soltó. Mientras metía los vasos en el lavavajillas, iba dando sorbos de la botella de vodka que se había agenciado. Quería emborracharse tanto como Gaia; quería recuperar aquel momento en que habían reído a carcajadas juntos, antes de que apareciera Fats.
Pasados diez minutos, volvió a salir para ver cómo estaba la mesa de las bebidas; Samantha seguía apoyada en ella, con la mirada vidriosa, y todavía había muchos vasos llenos a su alcance. Howard se contoneaba en medio de la pista de baile, con el sudor resbalándole por la cara, riendo a carcajadas de algo que le había dicho Maureen. Andrew se abrió paso entre la multitud y salió a la calle.
Al principio no la veía, pero luego los vio a los dos: Gaia y Fats estaban abrazados a unos diez metros de la puerta, contra la verja, apretados el uno contra el otro, morreándose.
—Mira, lo siento, pero no puedo hacerlo todo yo sola —dijo Sukhvinder, desesperada, a sus espaldas.
Entonces vio a Fats y Gaia y soltó algo entre un grito y un sollozo.
Andrew dio media vuelta y entró con ella en el centro parroquial, completamente aturdido. Fue derecho a la cocina, vertió el resto del vodka en un vaso y se lo bebió de un trago. Con movimientos mecánicos, llenó de agua el fregadero y se puso a lavar los vasos que no cabían en el lavavajillas.
El alcohol no era como el hachís. Lo hacía sentirse vacío, pero también despertaba en él el deseo de pegarle a alguien. A Fats, por ejemplo.
Al cabo de un rato, se dio cuenta de que el reloj de plástico de la pared de la cocina ya no marcaba las doce sino la una, y que los invitados empezaban a marcharse.
Se suponía que tenía que entregarles los abrigos. Lo intentó un rato, pero luego volvió precipitadamente a la cocina y dejó a Sukhvinder a cargo de la tarea.
Samantha estaba apoyada en la nevera, sola, con un vaso en la mano. Andrew lo veía todo de forma extrañamente entrecortada, como una serie de fotogramas. Gaia no había vuelto; seguro que se había ido con Fats. Samantha estaba diciéndole algo; ella también estaba borracha. Andrew ya no se sentía intimidado ante su presencia; seguro que no tardaría en vomitar.
—… odio el maldito Pagford… —decía Samantha, y añadió—: Pero tú eres joven, todavía puedes largarte.
—Sí —dijo él, y se dio cuenta de que no se notaba los labios—. Y me largaré. Me largaré.
Samantha le apartó el pelo de la frente y lo llamó «cariño». La imagen de Gaia metiéndole la lengua en la boca a Fats amenazaba con borrar todo lo demás. A Andrew le llegaba el perfume de Samantha, que rezumaba en oleadas de su piel caliente.
—Ese grupo es una mierda —dijo, señalándole el pecho, pero no le pareció que ella lo oyera.
Samantha tenía los labios agrietados y calientes, y sus pechos eran enormes, apretados contra el torso de Andrew; su espalda era tan ancha como la de él…
—¿Qué demonios…?
De pronto, Andrew se vio desplomado sobre el escurridero, y un hombre corpulento de pelo cano y muy corto arrastró a Samantha fuera de la cocina. Andrew tuvo la vaga percepción de que había pasado algo malo, pero aquel extraño parpadeo de la realidad se estaba acentuando, hasta que lo único que pudo hacer fue tambalearse por la cocina y vomitar en el cubo de la basura, y vomitar y vomitar…
—¡Lo siento, no se puede entrar! —oyó que Sukhvinder le decía a alguien—. ¡Hay cosas amontonadas detrás de la puerta!
Andrew anudó fuertemente la bolsa de la basura en la que había vomitado. Sukhvinder lo ayudó a limpiar la cocina. Vomitó dos veces más, pero en ambas ocasiones consiguió llegar al lavabo.
Eran casi las dos de la madrugada cuando Howard, sudoroso pero sonriente, les dio las gracias y les deseó buenas noches.
—Buen trabajo, chicos —dijo—. Nos vemos mañana. Muy bien… Por cierto, ¿dónde está la señorita Bawden?
Andrew dejó que Sukhvinder se inventara algo. Fuera, en la calle, desató la bicicleta de Simon y se fue empujándola por el manillar.
La larga caminata hasta Hilltop House con aquel frío le despejó la cabeza, pero no alivió su amargura ni su tristeza.
¿Le había dicho alguna vez a Fats que le gustaba Gaia? Quizá no, pero él lo sabía. Sí, Fats lo sabía. ¿Y si… y si estaban follando en ese preciso instante?
«De todas formas, me iré —pensó Andrew, cabizbajo y temblando mientras empujaba la bicicleta por la ladera de la colina—. Que los jodan…»
Entonces pensó: «Lo mejor que puedo hacer es irme…» ¿Lo había soñado o acababa de morrearse con la madre de Lexie Mollison? ¿Había entrado su marido en la cocina y los había sorprendido? ¿Se lo había imaginado?
Le daba miedo Miles, pero también quería contarle a Fats lo que había pasado, verle la cara…
Cuando entró en su casa, agotado, lo recibieron la oscuridad y la voz de Simon proveniente de la cocina:
—¿Has guardado mi bicicleta en el garaje? —Estaba sentado a la mesa, comiendo un cuenco de cereales. Eran casi las dos y media—. No podía dormir —dijo.
Por una vez no estaba furioso. Como Ruth no estaba allí, no tenía que demostrar que era más listo ni más fuerte que sus hijos. Parecía cansado y empequeñecido.
—Creo que tendremos que irnos a vivir a Reading, Carapizza —añadió.
Ese mote se había convertido casi en una expresión de cariño.
Temblando ligeramente, sintiéndose mayor, traumatizado y tremendamente culpable, Andrew quiso compensar de algún modo a su padre por el perjuicio que le había causado. Ya era hora de hacer borrón y cuenta nueva y convertir a Simon en un aliado. Formaban una familia. Iban a marcharse juntos de allí. Quizá todo les fuera mejor en otro sitio.
—Tengo algo para ti —dijo—. Ven. En clase nos han enseñado cómo se hace…
Y lo llevó hasta el ordenador.