I

Terri Weedon estaba acostumbrada a que la dejaran. El primer gran abandono había sido el de su madre, que, sin siquiera despedirse, un buen día se fue con una maleta mientras ella estaba en el colegio.

Terri se fugó a los catorce años, y pasó por las manos de diversos asistentes sociales y funcionarios de Protección de Menores; algunos eran buenas personas, pero todos se marchaban una vez finalizada su jornada laboral. Cada nueva partida añadía una fina capa a la costra que iba envolviendo el corazón de Terri.

Tenía amigos que estaban bajo tutela, pero a los dieciséis años todos se las arreglaban ya por su cuenta, y la vida los había ido desperdigando. Conoció a Ritchie Adams y tuvo dos hijos con él, unas cositas rosadas, puras y hermosas como nada en el mundo, salidas de sus entrañas; y en el hospital, las dos veces, durante unas horas magníficas, se había sentido renacer.

Y entonces se llevaron a sus hijos, y jamás volvió a verlos.

Banger la había abandonado. La abuelita Cath la había abandonado. Casi todos se iban, muy pocos se quedaban. Ya debería estar acostumbrada.

El día que volvió Mattie, su asistente social de siempre, Terri le preguntó:

—¿Dónde está la otra?

—¿Kay? Sólo cubría mi baja por enfermedad. Bueno, ¿dónde tenemos a Liam? Perdón. Es Robbie, ¿no?

A Terri no le caía bien Mattie. Para empezar, no tenía hijos, así que ¿cómo podía alguien que no tenía hijos decirte cómo criar a los tuyos? ¿Cómo iba a entenderlo? Y tampoco era que Kay le cayera bien, pero le suscitaba un sentimiento extraño, el mismo que en su momento le había suscitado la abuelita Cath antes de que la llamara «zorra» y le dijera que no quería volver a verla. Con Kay, aunque llevara carpetas como las demás, y aunque hubiera iniciado la revisión del caso, sentía que quería que las cosas salieran bien porque le importaba ella, no sólo los formularios. Sí, daba esa impresión. Pero se había ido, «y seguro que ya ni se acuerda de nosotros», pensó resentida.

El viernes por la tarde, Mattie le dijo que era casi seguro que cerrarían Bellchapel.

—Es una decisión política —explicó enérgicamente—. Quieren ahorrar dinero, pero el Ayuntamiento de Yarvil no es partidario de los tratamientos con metadona. Además, Pagford quiere que se marchen del edificio. Ha salido en el periódico local, no sé si lo habrás visto.

A veces le hablaba así, con un tono desenfadado de «a fin de cuentas estamos en el mismo barco» que chirriaba, porque iba acompañado de preguntas como si se había acordado de darle de comer a su hijo. Pero esa vez fue lo que dijo, más que cómo lo dijo, lo que molestó a Terri.

—¿Que la van a cerrar? —preguntó.

—Eso parece —contestó Mattie como si nada—, pero a ti eso no te afectará mucho. Bueno, es evidente que…

Terri había empezado tres veces el programa de Bellchapel. El polvoriento interior de la iglesia transformada en clínica, con sus mamparas divisorias, sus folletos informativos y su lavabo con luces fluorescentes azules (para que no pudieran encontrarse las venas e inyectarse), se había convertido en un sitio familiar, casi agradable. Últimamente notaba que los empleados de la clínica se dirigían a ella de otra manera. Al principio todos daban por hecho que volvería a fracasar, pero habían empezado a hablarle como le hablaba Kay: como si supieran que dentro de aquel pellejo quemado y plagado de cicatrices vivía una persona de verdad.

—… es evidente que te afectará, pero la metadona puede suministrártela tu médico de cabecera. —Hojeó la abultada carpeta que contenía el historial de Terri—. Te corresponde la doctora Jawanda, del consultorio de Pagford, ¿verdad? Pagford… ¿Por qué vas al consultorio tan lejos?

—Porque le pegué a una enfermera de Cantermill —contestó Terri casi sin pensar.

Cuando Mattie se fue, Terri permaneció un buen rato sentada en la sucia silla de la sala de estar, mordiéndose las uñas hasta que le sangraron.

Nada más llegar Krystal a casa, después de recoger a Robbie en la guardería, Terri le contó que iban a cerrar Bellchapel.

—Todavía no lo han decidido —precisó su hija con autoridad.

—¿Cómo coño lo sabes? La van a cerrar, y ahora dicen que tendré que ir a Pagford a ver a esa zorra que mató a la abuelita Cath. Pues va a ir su puta madre.

—Tienes que ir.

Krystal llevaba días así: mangoneando a su madre, comportándose como si ella fuera la adulta.

—¡No tengo que hacer una puta mierda! —repuso Terri con furia—. Puta descarada —añadió, por si no había quedado claro.

—Si vuelves a chutarte —le advirtió Krystal con la cara encendida—, se llevarán a Robbie.

El niño, que todavía sujetaba la mano de su hermana, rompió a llorar.

—¡¿Lo ves?! —se chillaron ambas a la vez.

—¡Le vas a joder la vida! —gritó Krystal—. ¡Y además, esa doctora no le hizo nada a la abuelita Cath! ¡Sólo son mentiras que se inventan Cheryl y los demás!

—¡Mírala, la sabelotodo! —chilló Terri—. ¡No tienes ni puta idea de…!

Krystal le escupió.

—¡Largo de aquí! —gritó Terri, y como su hija era más alta y más fuerte que ella, cogió un zapato del suelo y la amenazó con él—. ¡Vete!

—¡Sí, me voy! ¡Y me llevo a Robbie! ¡Y tú puedes quedarte aquí y follarte a Obbo y tener otro hijo!

Antes de que su madre pudiera impedírselo, Krystal arrastró a Robbie, que lloraba, y salió de la casa.

Se llevó a su hermano a su refugio de siempre, pero no cayó en la cuenta de que a esa hora de la tarde Nikki no estaría en casa, sino dando una vuelta por ahí. La madre de Nikki le abrió la puerta vestida con su uniforme de Asda.

—El niño no puede quedarse —le dijo a Krystal, tajante, mientras Robbie gimoteaba e intentaba soltarse de la mano de ésta—. ¿Dónde está tu madre?

—En casa —contestó ella, y todo lo otro que quería decir se evaporó bajo la severa mirada de aquella mujer.

Así que no tuvo más remedio que volver a Foley Road con Robbie. Terri abrió la puerta y, con rencor triunfal, agarró a su hijo por el brazo, lo metió dentro y le cerró el paso a Krystal.

—Ya lo has tenido bastante, ¿no? —se burló por encima de los llantos de Robbie—. Ahora vete a la mierda.

Y cerró de un portazo.

Esa noche Terri acostó a Robbie a su lado en su colchón. Allí tumbada, despierta, pensó en lo poco que le hacía falta Krystal, aunque la necesitaba tanto como a la heroína.

Su hija llevaba días enfadada. Aquello que había dicho sobre Obbo…

(«¿Que te ha dicho qué?», se había reído él, incrédulo, cuando se encontraron en la calle y Terri le dijo, entre dientes, que Krystal estaba disgustada.)

… no podía ser. Él jamás haría eso.

Obbo era de las pocas personas que no la habían dejado en la estacada. Terri lo conocía desde los quince años. Habían ido juntos al colegio, salían por Yarvil cuando ella estaba bajo tutela, bebían sidra juntos bajo los árboles del sendero que atravesaba los últimos restos de tierras de cultivo lindantes con los Prados. Habían fumado juntos su primer porro.

A Krystal nunca le había caído bien. «Son celos», pensó Terri mientras observaba a Robbie, dormido, a la luz de la farola que atravesaba las finas cortinas. «Sólo son celos. Él me ha ayudado más que nadie», se reafirmó, desafiante, porque cuando hacía recuento de los actos de generosidad descontaba los abandonos. Del mismo modo, todas las atenciones de la abuelita Cath habían sido fulminadas por su rechazo.

En cambio, Obbo la había escondido de Ritchie, el padre de sus dos primeros hijos, cuando ella había huido de la casa, descalza y ensangrentada. A veces le regalaba heroína, gestos que ella también consideraba de generosidad. Los refugios de Obbo eran más fiables que la casita de Hope Street que, durante tres días magníficos, ella había creído que era su hogar.

Krystal no volvió el sábado por la mañana, pero eso no era ninguna novedad; Terri sabía que debía de estar en casa de Nikki. Rabiosa porque se estaba acabando la comida, ya no le quedaba ni un cigarrillo y Robbie lloriqueaba preguntando por su hermana, fue a la habitación de su hija y se puso a revolver entre su ropa en busca de dinero o algún cigarrillo suelto. Al lanzar el viejo y arrugado uniforme de remo de Krystal, algo hizo ruido y Terri vio el pequeño joyero de plástico, volcado, con la medalla de remo ganada por su hija y, debajo, el reloj de Tessa Wall.

Cogió el reloj y se quedó mirándolo. Era la primera vez que lo veía. Se preguntó de dónde lo habría sacado Krystal. Lo primero que pensó fue que lo había robado, pero entonces pensó que tal vez se lo había regalado la abuelita Cath, incluso que quizá se lo hubiera dejado en su testamento. Ese pensamiento era más perturbador que la idea del robo. Pensar que su hija lo atesoraba y lo tenía escondido, que no se lo había mencionado…

Se guardó el reloj en el bolsillo de los pantalones de chándal y llamó a gritos a Robbie para que la acompañara a comprar. El niño tardó una eternidad en ponerse los zapatos, y Terri perdió la paciencia y le dio un cachete. Habría preferido ir a comprar sola, pero a las asistentes sociales no les gustaba que se dejara a los hijos en casa, aunque sin ellos se pudieran hacer mejor las cosas.

—¿Dónde está Krystal? —lloriqueó Robbie mientras su madre se lo llevaba de malos modos por la puerta—. ¡Quiero Krystal!

—No sé dónde está esa zorra —le espetó Terri, arrastrándolo calle abajo.

Obbo estaba en la esquina, junto al supermercado, hablando con dos hombres. Al verla la saludó con la mano, y sus acompañantes se alejaron.

—¿Qué hay, Ter?

—Bastante bien —mintió ella—. Suéltame, Robbie.

El niño se le aferraba a una pierna.

—Oye —dijo Obbo—, ¿podrías guardarme unas cosas unos días?

—¿Qué cosas? —preguntó Terri, arrancando los dedos de Robbie de su delgada pierna y cogiéndolo de la mano.

—Un par de bolsas de mierda. Me harías un gran favor, Ter.

—¿Cuántos días?

—No sé, no muchos. Te las llevo esta noche, ¿vale?

Terri pensó en Krystal, y en qué diría si se enteraba.

—Sí, vale —concedió.

Entonces se acordó de otra cosa y se sacó el reloj de Tessa del bolsillo.

—Voy a vender esto. ¿Cuánto crees que me darán?

—No está mal —dijo Obbo sopesándolo—. Yo puedo darte veinte. ¿Te las llevo esta noche?

Terri había calculado que el reloj valía más, pero no quiso llevarle la contraria.

—Sí, vale.

Siguió hacia la entrada del supermercado, con Robbie de la mano, pero de pronto se dio la vuelta.

—Pero no me chuto —dijo—. No me traigas…

—¿Sigues tomando el jarabe ese? —dijo él sonriendo y mirándola a través de sus gruesas gafas—. Ya sabes que van a cerrar Bellchapel, ¿no? Lo dice el periódico.

—Sí —repuso ella, abatida, y tiró de Robbie hacia el supermercado—. Ya lo sé.

«No pienso ir a Pagford —pensó mientras cogía unas galletas de un estante—. Ni hablar.»

Se había hecho casi inmune a las críticas y evaluaciones constantes, a las miradas de soslayo de los transeúntes, al desprecio de los vecinos; pero no pensaba ir a aquel pueblecito pretencioso a que le dieran una ración doble de todo aquello; no pensaba viajar en el tiempo una vez por semana hasta el sitio donde la abuelita Cath le había dicho que se la quedaría para luego abandonarla. Tendría que pasar por delante de aquella bonita escuela que le había enviado unas cartas horribles sobre Krystal, diciendo que iba sucia, que la ropa le venía pequeña y su comportamiento era inaceptable. Temía que salieran de Hope Street esos parientes a los que ya había olvidado, y que ahora se peleaban por la casa de la abuelita Cath, y lo que diría Cheryl si se enteraba de que Terri se relacionaba voluntariamente con la paqui de mierda que había matado a la abuelita. Otro hito en su lista de afrentas a la familia que la odiaba.

—No van a conseguir que vaya a ese pueblo de mierda —masculló, tirando de Robbie hacia la caja.