A las nueve de la mañana del día de las elecciones para cubrir la vacante dejada por Barry, Parminder salió de la antigua vicaría y recorrió Church Row hasta la casa de los Wall. Llamó a la puerta con los nudillos y esperó. Por fin, Colin le abrió.
Éste tenía ojeras, los ojos enrojecidos y sombras bajo los pómulos; su piel parecía más fina, y la ropa, demasiado grande. Aún no había vuelto a trabajar. La noticia de que Parminder había revelado a gritos en público información médica confidencial sobre Howard había retrasado su vacilante recuperación; el Colin más robusto de unas noches atrás, que se había sentado en su puf de cuero y fingido tener confianza en la victoria, podría no haber existido nunca.
—¿Va todo bien? —preguntó, y cerró la puerta detrás de Parminder con expresión precavida.
—Sí, bien —repuso ella—. Pensaba que igual te apetecía acompañarme al centro parroquial para votar.
—Yo… no me parece apropiado —contestó él débilmente—. Lo siento.
—Sé cómo te sientes, Colin —dijo Parminder con una vocecita tensa—. Pero si no votas, significará que ellos habrán ganado. No pienso dejarlos ganar. Pienso ir hasta allí y votarte, y quiero que vengas conmigo.
Parminder había dejado su trabajo temporalmente. Los Mollison se habían quejado a todos los organismos profesionales que encontraron, y el doctor Crawford le había aconsejado que cogiera una excedencia. Para su enorme sorpresa, se sentía extrañamente liberada.
Pero Colin negaba con la cabeza. A ella le pareció ver lágrimas en sus ojos.
—No puedo, Minda.
—¡Sí puedes! ¡Ya lo creo, Colin! ¡Tienes que plantarles cara! ¡Piensa en Barry!
—No puedo… lo siento… yo…
Soltó un grito ahogado y se echó a llorar. Parminder lo había visto llorar otras veces, en su consulta; el peso del temor que arrastraba consigo desde siempre lo hacía sollozar de desesperación.
—Vamos —dijo, sin sentir la más mínima incomodidad, y lo cogió del brazo para guiarlo hasta la cocina, donde le tendió el rollo de papel y dejó que sollozara hasta que le dio hipo. Luego preguntó—: ¿Dónde está Tessa?
—En el trabajo —boqueó él, y se enjugó las lágrimas.
Sobre la mesa de la cocina había una invitación a la fiesta del sexagésimo quinto cumpleaños de Howard Mollison; alguien la había roto limpiamente en dos.
—Yo también recibí una, antes de que le gritara. Escúchame, Colin, si votamos…
—No puedo —susurró él.
—… les demostraremos que no nos han vencido.
—Pero es que sí lo han hecho.
Parminder se echó a reír. Después de contemplarla boquiabierto unos instantes, él la imitó con grotescas carcajadas, como ladridos de un mastín.
—Bueno, nos han echado de nuestro trabajo —dijo la doctora—, y ninguno de los dos tiene ganas de salir de casa, pero, aparte de eso, creo que estamos en perfecta forma.
Él se quitó las gafas y se frotó los ojos, sonriendo.
—Vamos, Colin. Quiero votarte. Esto no ha acabado todavía. Cuando estallé y le dije a Howard Mollison que no era mejor que un yonqui, delante de todo el concejo y de aquella periodista…
Colin se echó a reír otra vez, y ella se alegró; no lo oía reír tanto desde Nochevieja, y entonces había sido Barry el causante.
—… se olvidaron de votar para sacar la clínica de toxicómanos de Bellchapel. O sea que, por favor, coge tu abrigo. Iremos juntos dando un paseo hasta allí.
Los bufidos y risitas de Colin se extinguieron. Se miró las grandes manos, una sobre otra como si se las estuviese lavando.
—Colin, aún no ha terminado. Tu papel es importante. A la gente no le gustan los Mollison. Si entras en el concejo, estaremos en una posición mucho más fuerte para luchar. Por favor, Colin.
—De acuerdo —repuso él al cabo de unos instantes, sorprendido ante su propia audacia.
Recorrieron el breve trayecto con el aire fresco y limpio, cada uno con su tarjeta del censo en la mano. En el centro parroquial no había otros votantes. Ambos marcaron con una cruz, con un lápiz grueso, la casilla en la papeleta junto al nombre de Colin, y se fueron con la sensación de haber salido impunes de algo.
Miles Mollison no votó hasta mediodía. Cuando salía, se detuvo ante la puerta del despacho de su socio.
—Me voy a votar, Gav —anunció.
Gavin le señaló el teléfono que sujetaba contra la oreja; esperaba para hablar con la compañía de seguros de Mary.
—Ah, vale. —Miles se volvió hacia la secretaria—. Me voy a votar, Shona.
Recordarles a ambos que necesitaba su apoyo no hacía ningún daño. Bajó con agilidad las escaleras y se dirigió a La Tetera de Cobre, donde, en una pequeña charla poscoital, había quedado en encontrarse con su mujer para ir juntos al centro parroquial.
Samantha se había pasado la mañana en casa, dejando a su ayudante al frente de la tienda. Sabía que ya no podía postergar más decirle a Carly que cerraban y que se había quedado sin trabajo, pero no había tenido valor para hacerlo antes del fin de semana y el concierto en Londres. Cuando apareció Miles y ella vio su sonrisita de excitación, la inundó una oleada de furia.
—¿Papá no viene? —fue lo primero que dijo su marido.
—Irán después de cerrar la tienda —explicó Samantha.
Cuando Miles y ella llegaron, en las cabinas para votar había dos ancianas. Samantha esperó, fijándose en la parte posterior de sus canosas permanentes, los gruesos abrigos y los tobillos, aún más gruesos. La más encorvada de las dos vio a Miles cuando salían, sonrió y exclamó:
—¡Acabo de votarle a usted!
—¡Vaya, pues muchas gracias! —contestó él sonriendo.
Samantha entró en la cabina y miró fijamente los dos nombres: Miles Mollison y Colin Wall, y el lápiz, atado al extremo de un cordel. Entonces garabateó «Odio este maldito pueblo» en la papeleta, la dobló, se acercó a la urna y la dejó caer por la ranura, sin sonreír.
—Gracias, cariño —dijo Miles en voz baja, y le dio una palmadita en la espalda.
Tessa Wall, que jamás había dejado de votar en unas elecciones, pasó con el coche por delante del centro parroquial de vuelta del trabajo y no se detuvo. Ruth y Simon Price pasaron el día hablando muy seriamente de la posibilidad de mudarse a Reading. Ruth tiró esa noche a la basura las tarjetas censales de los dos cuando recogió la mesa de la cocina tras la cena.
Gavin nunca había tenido intención de votar; de haber estado vivo Barry para presentarse, quizá lo habría hecho, pero no deseaba ayudar a Miles a conseguir otro de los objetivos de su vida. A las cinco y media cogió el maletín, irritable y deprimido por haberse quedado sin excusas para no cenar en casa de Kay. Le fastidiaba especialmente porque había indicios esperanzadores de que la compañía de seguros se decantara a favor de Mary, y habría preferido ir a decírselo. Eso significaba que tendría que guardarse la noticia hasta el día siguiente; no quería desperdiciarla en una llamada de teléfono.
Cuando Kay abrió la puerta, se lanzó de inmediato a hablar como una metralleta, lo que solía significar que estaba de mal humor.
—Lo siento, he tenido un día espantoso —le explicó, aunque él no se había quejado y apenas se habían saludado—. He vuelto muy tarde, tenía intención de tener la cena más adelantada. Pasa.
Del piso de arriba llegaba el estruendo insistente de una batería y un bajo. Gavin se sorprendió de que los vecinos no se quejaran. Kay lo vio levantar la vista hacia el techo.
—Gaia está furiosa porque un chaval de Hackney que le gustaba ha empezado a salir con otra chica —explicó.
Cogió la copa de vino que ya se había servido y tomó un buen trago. Le había remordido la conciencia al llamar a Marco de Luca «un chaval». Prácticamente se había mudado a su casa durante las semanas anteriores a su marcha de Londres. Kay lo encontraba encantador, considerado y servicial. Le habría gustado tener un hijo como Marco.
—Sobrevivirá —añadió, y se quitó el recuerdo de la cabeza para volver a las patatas que estaba cociendo—. Tiene dieciséis años. A esa edad te recuperas rápido. Sírvete un poco de vino.
Gavin se sentó a la mesa y deseó que Kay obligara a Gaia a bajar la música. Prácticamente tenía que hablarle a gritos para hacerse oír por encima la vibración del bajo, el traqueteo de tapas de sartén y el ruidoso extractor. Volvió a anhelar la melancólica calma de la gran cocina de Mary, su gratitud y el hecho de que lo necesitara.
—¿Cómo? —dijo en voz alta, porque advirtió que Kay acababa de preguntarle algo.
—He dicho si has votado.
—¿Votado?
—¡En las elecciones al concejo!
—Ah, no —contestó Gavin—. No puede importarme menos.
No tuvo la seguridad de que ella lo hubiese oído. Kay estaba hablando otra vez, y sólo cuando se acercó a la mesa con los cubiertos fue capaz de oírla.
—… absolutamente repugnante, en realidad, la forma en que el concejo se está confabulando con Aubrey Fawley. Supongo que, si Miles resulta elegido, se acabó Bellchapel…
Coló las patatas, y el ruido que hizo volvió a ahogar momentáneamente su voz.
—… si esa estúpida mujer no hubiese perdido los estribos, quizá tendríamos más posibilidades. Le di un montón de material sobre la clínica, y no creo que lo haya utilizado para nada. Se limitó a gritarle a Howard Mollison que estaba demasiado gordo. Si eso no es ser poco profesional, ya me dirás…
Gavin había oído rumores sobre el exabrupto en público de la doctora Jawanda. Lo había encontrado ligeramente divertido.
—… toda esta incertidumbre le hace mucho daño a la gente que trabaja en esa clínica, y no digamos a los pacientes.
Pero Gavin era incapaz de experimentar lástima o indignación: sólo sentía consternación ante el profundo conocimiento que Kay parecía tener de los entresijos y personalidades involucrados en ese intrincado asunto. Era otra señal de que echaba raíces más y más profundas en Pagford. Ahora iba a costar mucho arrancarla de allí.
Volvió la cabeza y miró a través de la ventana el crecido jardín. Se había ofrecido a ayudar a Fergus ese fin de semana con el de su madre. Con un poco de suerte, se dijo, Mary volvería a invitarlo a quedarse a cenar y, si lo hacía, se libraría de la fiesta de cumpleaños de Howard Mollison, a la que Miles parecía pensar que estaba deseando ir.
—… yo quería seguir con los Weedon, pero no, Gillian dice que no podemos «andar escogiendo». ¿Tú llamarías a eso «andar escogiendo»?
—Perdona, ¿qué? —preguntó Gavin.
—Mattie ha vuelto —explicó Kay, y él tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que era la colega de cuyos casos se había estado ocupando—. Yo quería seguir trabajando con los Weedon, porque a veces notas un vínculo especial con una familia, pero Gillian no me lo permite. Es una locura.
—Debes de ser la única persona en el mundo que quiere tener algo que ver con los Weedon —comentó Gavin—. Por lo que he oído por ahí.
A Kay le hizo falta casi toda su fuerza de voluntad para no soltarle un bufido. Sacó los filetes de salmón del horno. La música de Gaia estaba tan alta que la sintió vibrar a través de la bandeja, que dejó entonces con estrépito en la placa.
—¡Gaia! —gritó, haciendo dar un respingo a Gavin, y pasó a su lado hacia el pie de las escaleras—. ¡¡¡Gaia!!! ¡Baja la música! ¡Lo digo en serio! ¡¡¡Bájala!!!
El volumen disminuyó quizá un decibelio. Kay volvió a la cocina echando chispas. Poco antes de que llegara Gavin, había tenido una de sus peores discusiones con su hija. La chica había declarado su intención de llamar por teléfono a su padre y pedirle que la dejara irse a vivir con él.
—¡Bueno, pues que tengas mucha suerte! —le había espetado Kay.
Pero cabía la posibilidad de que Brendan dijera que sí. Había dejado a Kay cuando Gaia sólo tenía un mes. Ahora estaba casado y era padre de otros tres hijos. Tenía una casa enorme y un buen trabajo. ¿Y si le decía que sí?
Gavin se alegró de que no tuviesen que hablar mientras cenaban; el potente latido de la música llenaba el silencio, y podía pensar en Mary en paz. Al día siguiente le diría que la compañía de seguros empezaba a hacer gestos conciliadores, y sería objeto de su gratitud y admiración…
Gavin casi tenía el plato limpio cuando advirtió que Kay no había tocado la comida. Lo miraba fijamente desde el otro lado de la mesa, y su expresión lo alarmó. Quizá él había revelado de algún modo sus pensamientos más íntimos…
En el piso de arriba, la música de Gaia se interrumpió de repente. A Gavin, el palpitante silencio le pareció espantoso; deseó que la chica pusiera otro disco, cuanto antes.
—Ni siquiera lo intentas —dijo Kay con abatimiento—. Ni siquiera finges que te importe, Gavin.
Él trató de tomar la salida más fácil.
—Kay, he tenido un día muy largo —dijo—. Perdona si no me apetece oír las minucias de la política local en cuanto entro por…
—No estoy hablando de la política local —lo cortó ella—. Te quedas ahí sentado con pinta de preferir estar en otro sitio, y es… es insultante. ¿Qué quieres, Gavin?
Él vio la cocina de Mary, su dulce rostro.
—Tengo que suplicar para verte —continuó Kay—, y cuando vienes aquí no puedes dejar más claro que no te apetecía venir.
Ella deseaba oírle decir «Eso no es verdad». El punto en que una negativa podría haber contado pasó de largo. Se deslizaban, a velocidad vertiginosa, hacia la crisis que Gavin deseaba tanto como temía.
—Dime qué quieres —insistió ella con cansancio—. Dímelo y ya está.
Ambos sentían que su relación se hacía añicos bajo el peso de todo lo que Gavin se negaba a decir. A fin de que ambos superaran esa incertidumbre, él recurrió a unas palabras que no tenía intención de pronunciar entonces, quizá nunca, pero que, en cierto sentido, parecían excusarlos a los dos.
—Yo no quería que pasara esto —dijo de todo corazón—. De verdad que no era mi intención. Kay, lo siento muchísimo, pero creo que estoy enamorado de Mary Fairbrother.
Por la expresión de ella, vio que no estaba preparada para algo así.
—¿De Mary Fairbrother? —repitió.
—Creo que hace tiempo que lo estoy —explicó Gavin (y sintió cierto placer agridulce al hablar de ello, pese a saber que estaba hiriéndola; no había sido capaz de contárselo a nadie más)—. Nunca había reconocido que… Me refiero a que cuando Barry estaba vivo, jamás habría…
—Pensaba que era tu mejor amigo —susurró Kay.
—Lo era.
—¡Sólo lleva muerto unas semanas!
A Gavin no le gustó oír eso.
—Mira —dijo—, intento ser franco contigo. Trato de ser justo.
—¿Que tratas de ser justo?
Gavin siempre había imaginado que la cosa acabaría en una explosión de furia, pero Kay se limitó a observarlo con lágrimas en los ojos mientras él se ponía el abrigo.
—Lo siento —dijo, y salió de su casa por última vez.
En la acera, experimentó una oleada de euforia, y corrió hacia su coche. Después de todo, aún podría contarle esa misma noche a Mary lo de la compañía de seguros.