El Yarvil and District Gazette se mostró cauteloso a la hora de informar sobre la reunión del concejo parroquial de Pagford más enconada que se recordaba. Pero no sirvió de nada. El expurgado artículo, y la suma de vívidas descripciones de primera mano ofrecidas por los asistentes, dieron pie a una avalancha de cotilleos. Para empeorar las cosas, un artículo en portada describía con detalle los ataques anónimos en internet con el nombre del fallecido Barry Fairbrother, ataques que, en palabras de Alison Jenkins, «han provocado un grado de especulación e indignación considerable. Véase el artículo completo en la página 4». Si bien no se facilitaban los nombres de los acusados ni los detalles de sus supuestas fechorías, ver las expresiones «graves imputaciones» y «actividad criminal» en letras impresas inquietó aún más a Howard que los mensajes originales en la web.
—Deberíamos haber reforzado la seguridad de la página web en cuanto apareció aquel primer mensaje —les dijo a su mujer y su socia plantado ante su chimenea de gas.
Una silenciosa lluvia de primavera salpicaba la ventana, y en el jardín trasero relucían minúsculos puntitos de luz roja. Howard tenía escalofríos y monopolizaba el calor que irradiaban las falsas brasas. Desde hacía varios días, prácticamente cada visitante de la tienda de delicatessen había entrado con la intención de cotillear sobre los mensajes anónimos, el Fantasma de Barry Fairbrother y el estallido de Parminder Jawanda en la reunión del concejo. Howard detestaba que las cosas que le había gritado ella se airearan por todas partes. Por primera vez en su vida, se sentía incómodo en su propia tienda y preocupado por su posición en Pagford, antes incontestable. La elección del sustituto de Barry Fairbrother tendría lugar al día siguiente, y mientras que antes se había sentido optimista y emocionado, ahora estaba preocupado y nervioso.
—Todo esto ha hecho mucho daño, muchísimo daño —repetía.
Se llevó inconscientemente la mano al vientre para rascarse, pero se contuvo y soportó el picor con expresión de mártir. Tardaría mucho en olvidar lo que la doctora Jawanda había gritado ante el concejo y la prensa. Shirley y él ya habían consultado la información en el Colegio de Médicos, habían acudido a ver al doctor Crawford y formulado una queja formal. Desde entonces no se había visto a Parminder en su consulta, de modo que sin duda lamentaba su estallido. Aun así, Howard no conseguía olvidar su expresión cuando le gritaba aquellas cosas. Lo había impresionado terriblemente ver tanto odio en otro ser humano.
—Todo esto pasará —dijo Shirley para tranquilizarlo.
—No estoy tan seguro —repuso él—. No estoy tan seguro. Da una imagen bastante mala de nosotros. Del concejo. Peleándonos delante de la prensa. Nos hace parecer divididos. Aubrey dice que los del ayuntamiento no están nada contentos. Todo este asunto ha minado nuestra credibilidad en el asunto de los Prados. Que la gente se tire de los pelos en público, que se saquen trapos sucios de esta manera… No da la impresión de que el concejo represente al pueblo.
—Pero sí lo representamos —replicó Shirley con una risita—. En Pagford nadie quiere los Prados… Bueno, casi nadie.
—El artículo hace que parezca que nuestro bando fue a cargarse a los pro-Prados. Que trató de intimidarlos. —Al final sucumbió a la tentación y se rascó ferozmente—. Bueno, Aubrey sabe que nadie de nuestro bando hizo eso, pero la periodista esa ha conseguido que lo parezca. Y te diré una cosa: como Yarvil nos presente como ineptos o corruptos… Bueno, llevan años tratando de hacerse con el dominio del pueblo.
—Eso no va a pasar —declaró su esposa—. No puede pasar.
—Creía que todo había acabado —prosiguió Howard, ignorando a su mujer y pensando en los Prados—. Creía que lo habíamos conseguido. Creía que nos habíamos librado de ellos.
El artículo al que había dedicado tanto tiempo, en el que explicaba por qué el barrio y la clínica para toxicómanos eran sumideros y borrones en el honor de Pagford, había quedado eclipsado por los escándalos del estallido de Parminder y el Fantasma de Barry Fairbrother. Howard había olvidado por completo cuánto placer le produjeron las acusaciones contra Simon Price, y que no se le había ocurrido quitarlas de la web hasta que la mujer de Price lo había pedido.
—La Junta Comarcal de Yarvil me ha mandado un correo electrónico con un montón de preguntas sobre la web —informó a Maureen—. Quieren saber qué pasos hemos dado contra la difamación. Dicen que la seguridad deja mucho que desear.
Shirley, que detectaba un reproche personal en todo aquello, dijo con frialdad:
—Ya te lo he dicho, Howard: he tomado medidas al respecto.
El sobrino de unos amigos había acudido a la casa el día anterior, cuando Howard estaba en la tienda. El chico estaba a media carrera de informática y le había recomendado a Shirley que cerraran aquella web, tierra abonada para los hackers, buscaran a alguien «experto de verdad» y crearan una completamente nueva.
Shirley apenas había entendido una palabra de cada diez de la jerga técnica que le había soltado el joven. Sabía que un «hacker» era alguien que entraba ilegalmente en una página web, y cuando el estudiante terminó de soltar toda aquella jerigonza, ella había acabado con la confusa impresión de que el Fantasma había conseguido averiguar de algún modo las contraseñas de los usuarios, quizá interrogándolos astutamente en una conversación relajada.
Por tanto, había enviado un correo a todos para pedirles que cambiaran sus contraseñas y se aseguraran de no darles las nuevas a nadie. A eso se refería con «he tomado medidas al respecto».
En cuanto a la recomendación de cerrar la página web, de la que ella era guardiana y conservadora, no había dado ningún paso para hacerlo, ni le había comentado la idea a Howard. Shirley temía que una web provista de todas las medidas de seguridad que el altanero joven había propuesto quedara muy por encima de sus capacidades administrativas y técnicas. Ya estaba actuando al límite de sus habilidades, y estaba resuelta a no perder su papel de administradora.
—Si Miles resulta elegido… —empezó, pero Maureen la interrumpió con su voz grave:
—Esperemos que este asunto tan feo no lo haya perjudicado. Confiemos en que no haya ninguna reacción violenta contra él.
—La gente sabrá que Miles no tuvo nada que ver —repuso Shirley con frialdad.
—¿Tú crees que lo sabrán? —preguntó Maureen.
Shirley la odió con toda su alma. ¿Cómo se atrevía a sentarse en su salón y contradecirla? Y, aún peor, Howard asentía con la cabeza, de acuerdo con Maureen.
—Eso es lo que me preocupa —dijo Howard—, y ahora necesitamos a Miles más que nunca. Tenemos que conseguir que vuelva a haber cohesión en el concejo. Después de que la Pelmaza dijera lo que dijo, después de todo el revuelo, ni siquiera sometimos a votación lo de Bellchapel. Necesitamos a Miles.
Shirley había salido ya de la habitación a modo de silenciosa protesta porque Howard se pusiera de parte de Maureen. Se afanó con las tazas de té en la cocina, ardiendo de ira, preguntándose por qué no poner sólo dos tazas para lanzarle a Maureen la indirecta que tanto merecía.
Shirley continuaba sin sentir más que una rebelde admiración por el Fantasma. Sus acusaciones habían revelado la verdad sobre unas personas a las que despreciaba, personas destructivas e insensatas. Estaba segura de que el electorado de Pagford vería las cosas desde su punto de vista y votaría por Miles, no por aquel hombre tan desagradable, Colin Wall.
—¿Cuándo iremos a votar? —le preguntó a Howard al volver al salón con la tintineante bandeja del té, teniendo buen cuidado de ignorar a Maureen (pues el nombre que marcarían en la papeleta era el del hijo de ambos).
Pero, para su irritación, Howard propuso que fueran los tres juntos después de cerrar la tienda.
Como a su padre, a Miles Mollison también le preocupaba que el inaudito mal humor que planeaba sobre la votación del día siguiente afectara a sus posibilidades electorales. Aquella misma mañana, al entrar en el quiosco de detrás de la plaza, había oído parte de la conversación que mantenían la cajera y un anciano cliente.
—… Mollison siempre se ha creído el rey de Pagford —estaba diciendo el anciano, ajeno a la cara de palo de la tendera—. A mí me gustaba Barry Fairbrother. Eso sí fue una tragedia. Una verdadera tragedia. El joven Mollison nos hizo el testamento, y me pareció un engreído.
Miles se había amilanado y había vuelto a salir del quiosco, ruborizado como un colegial. Se preguntó si aquel anciano de expresión distinguida habría sido el autor de aquella carta anónima. Su cómoda convicción de que contaba con las simpatías de la gente se había hecho añicos, y no dejaba de pensar cómo se sentiría si al día siguiente nadie votaba por él.
Esa noche, cuando se desvestía para meterse en la cama, observó el reflejo de su mujer en el espejo del tocador. Samantha llevaba días sin dar muestras de otra cosa que no fuera sarcasmo cuando él mencionaba las elecciones. Esa noche no le habría venido mal algo de apoyo y consuelo. Además, estaba un poco excitado. Había pasado mucho tiempo. Haciendo memoria, calculó que la última vez había sido la víspera de la muerte de Barry Fairbrother. Samantha estaba un pelín borracha. Últimamente hacía falta alguna copa de más.
—¿Qué tal el trabajo? —le preguntó Miles; por el espejo, la vio desabrocharse el sujetador.
Samantha no contestó de inmediato. Se frotó las profundas marcas que le había dejado el ceñido sujetador bajo las axilas, y luego, sin mirar a Miles, dijo:
—En realidad, hace tiempo que quiero hablarte del tema. —Detestaba tener que decirlo. Llevaba varias semanas tratando de evitarlo—. Roy cree que debería cerrar la tienda. No va bien.
A Miles lo asombraría saber hasta qué punto iba mal. Ella misma se había llevado una desagradable sorpresa cuando el contable le había expuesto la situación con el mayor realismo posible. Samantha no lo sabía y sí lo sabía. Qué extraño que el cerebro pudiera saber lo que el corazón se negaba a aceptar.
—Vaya —dijo Miles—. Pero ¿conservarás la página web?
—Sí. Seguiremos vendiendo por internet.
—Bueno, pues no está tan mal —dijo él para animarla un poco. Esperó un minuto, como muestra de respeto por la muerte de su tienda, y luego añadió—: Supongo que hoy no habrás leído el Gazette, ¿no?
Samantha tendió una mano para coger el camisón de la almohada, y Miles disfrutó de una breve y satisfactoria visión de sus pechos. El sexo lo ayudaría a relajarse, sin duda.
—Es una pena, Sam —dijo. Reptó por la cama hacia ella y, cuando se ponía el camisón, la rodeó con los brazos desde atrás—. Lo de tu tienda. Era preciosa. ¿Cuánto hacía ya que la tenías… diez años?
—Catorce.
Ella sabía qué quería Miles. Estuvo a punto de mandarlo al cuerno e irse a dormir a la habitación de invitados, pero el problema era que entonces habría discusión y mal ambiente, y lo que más deseaba en el mundo era poder escaparse a Londres con Libby al cabo de dos días, vestidas las dos con las camisetas que había comprado, y estar cerca de Jake y los otros músicos durante toda una velada. Esa excursión constituía la síntesis de la felicidad actual de Samantha. Además, el sexo quizá mitigara la irritación de Miles ante el hecho de que ella fuera a perderse la fiesta de cumpleaños de Howard.
Así pues, dejó que la abrazara y besara. Cerró los ojos, se colocó sobre él y se imaginó cabalgando a Jake en una playa desierta de arena blanca, ella con diecinueve años y él con veintiuno. Llegó al orgasmo mientras imaginaba a Miles observándolos con prismáticos, con avidez, desde un patín a pedales.