VII

Hacía una mañana radiante y cálida, y en el aula de informática del instituto Winterdown el aire se notaba viciado al acercarse la hora de comer; la luz que entraba por las sucias ventanas cubría las polvorientas pantallas de molestas motas. Pese a que ni Fats ni Gaia estaban allí para distraerlo, Andrew Price no conseguía concentrarse. No dejaba de pensar en la conversación de sus padres que había escuchado a escondidas la noche anterior.

Estaban hablando, y muy en serio, de mudarse a Reading, donde vivían la hermana y el cuñado de Ruth. Con la atención puesta en la puerta abierta de la cocina, Andrew se había apostado en el pasillo a oscuras. Por lo visto, un tío de Simon, del que Andrew y Paul apenas sabían nada porque a su padre le caía fatal, le había ofrecido un empleo, o la posibilidad de un empleo.

—Es menos dinero —dijo Simon.

—Eso no lo sabes. No ha mencionado…

—Tiene que serlo. Y allí la vida es más cara.

Ruth profirió un sonido ambiguo.

En el pasillo, sin atreverse apenas a respirar, Andrew supo que su madre quería ir: así lo indicaba el mero hecho de que no se hubiese mostrado inmediatamente de acuerdo con su marido.

A Andrew se le hacía imposible imaginar a sus padres en una casa que no fuera Hilltop Hill, o con un escenario de fondo que no fuera Pagford. Había dado por sentado que se quedarían allí para siempre. Él se marcharía algún día a Londres, pero Simon y Ruth permanecerían allí arraigados como árboles, hasta la muerte.

Subió con sigilo a su habitación y miró a través de la ventana las titilantes luces de Pagford, acurrucado en su profunda y oscura hondonada entre colinas. Le pareció que era la primera vez que contemplaba aquella vista. Allí abajo, en algún sitio, Fats fumaba en su buhardilla, probablemente viendo porno en el ordenador. Gaia también estaba allí, absorta en los misteriosos ritos de su género. A Andrew se le ocurrió que ella ya había pasado por eso: la habían arrancado de su mundo para trasplantarla a otro. Por fin tenían algo profundo en común; casi le produjo cierto placer melancólico pensar que, al marcharse, compartiría algo con ella.

Pero Gaia no había provocado su propio destierro. Con la inquietud revolviéndole el estómago, Andrew cogió el móvil para escribirle un SMS a Fats: A Simoncete le ofrecen trabajo en Reading. Igual lo acepta.

Fats no le había contestado todavía, y Andrew llevaba toda la mañana sin verlo, pues no habían tenido clases en común. Tampoco lo había visto los dos fines de semana anteriores, porque él había trabajado en La Tetera de Cobre. La conversación más larga que habían mantenido recientemente se había ceñido al mensaje de Fats sobre Cuby en la web del concejo.

—Creo que Tessa sospecha de mí —había dicho Fats con despreocupación—. No para de mirarme como si supiera que fui yo.

—¿Qué vas a decir? —había musitado Andrew, asustado.

Conocía el deseo de gloria y reconocimiento de Fats, y también su pasión por blandir la verdad como un arma, pero no estaba seguro de que su amigo comprendiera que el decisivo papel del propio Andrew en las actividades del Fantasma de Barry Fairbrother no debía salir jamás a la luz. Nunca le había sido fácil explicarle a Fats lo que suponía en realidad tener un padre como Simon, y ahora, de algún modo, costaba más que nunca explicarle las cosas.

Esperó a que el profesor de informática hubiera pasado de largo y, cuando lo perdió de vista, buscó Reading en internet. Comparado con Pagford, era enorme. Celebraba un festival de música anual. Quedaba a poco más de sesenta kilómetros de Londres. Echó un vistazo al servicio de trenes; quizá fuera a la capital los fines de semana, como hacía ahora con el autobús a Yarvil. Pero todo le pareció irreal: el mundo que conocía se reducía a Pagford, y seguía sin poder imaginar a su familia viviendo en otro sitio.

A la hora de comer, Andrew salió del instituto en busca de Fats. En cuanto estuvo fuera de la vista, encendió un cigarrillo y, cuando volvía a meterse el mechero en el bolsillo, se llevó una alegría al oír una voz femenina que lo saludaba.

—Hola. —Gaia y Sukhvinder se le acercaron.

—Qué tal —contestó Andrew, y exhaló el humo hacia un lado para no echárselo a la preciosa cara de Gaia.

Últimamente, los tres tenían algo en común que nadie más compartía. Dos fines de semana en la cafetería habían creado un frágil vínculo entre ellos. Conocían el repertorio de frases hechas de Howard y habían soportado el lujurioso interés de Maureen por sus vidas familiares; se habían burlado juntos de las arrugadas rodillas de su jefa bajo el uniforme de camarera demasiado corto y, como mercaderes en una tierra extranjera, habían intercambiado pepitas de información personal. Y así, las chicas sabían que al padre de Andrew lo habían despedido; Andrew y Sukhvinder sabían que Gaia trabajaba para pagarse el billete de tren de vuelta a Hackney; y él y Gaia sabían que la madre de Sukhvinder detestaba que trabajara para Howard Mollison.

—¿Dónde está tu amigo Fati? —preguntó Gaia cuando los tres echaron a andar juntos.

—Ni idea. No lo he visto.

—Bueno, no te pierdes nada —contestó Gaia—. ¿Cuántos de ésos te fumas al día?

—No los cuento —dijo Andrew, alegrándose de su interés—. ¿Quieres uno?

—No. No me gusta el tabaco.

Él se preguntó si tampoco le gustaría besar a los chicos que fumaban. Niamh Fairbrother no se había quejado cuando la había besado con lengua en la discoteca del salón de actos.

—¿Marco no fuma? —quiso saber Sukhvinder.

—No; siempre está entrenando —contestó Gaia.

Para entonces, Andrew casi había llegado a acostumbrarse a la existencia de Marco de Luca. Tenía ciertas ventajas que Gaia estuviera protegida, por así decirlo, por una lealtad fuera de Pagford. El impacto de las fotografías de los dos juntos en el Facebook de Gaia se había mitigado de tanto mirarlas. Y no creía que se hiciera meras ilusiones al pensar que los mensajes que ella y Marco se dejaban mutuamente eran cada vez menos frecuentes y menos amistosos. Claro que no podía saber qué estaba sucediendo entre ellos por teléfono o correo electrónico, pero estaba seguro de que, cuando se mencionaba a Marco, Gaia parecía un poco abatida.

—Oh, ahí está —dijo ella.

No era el apuesto Marco quien había aparecido ante su vista, sino Fats Wall, que charlaba con Dane Tully delante del quiosco.

Sukhvinder frenó en seco, pero Gaia la agarró del brazo.

—Puedes caminar por donde te dé la gana —le recordó, tirando de ella suavemente, y entornó sus ojos verdes cuando se acercaron a donde estaban fumando Fats y Dane.

—Qué tal, Arf —dijo Fats cuando los vio.

—Fats —respondió Andrew. Y tratando de evitar problemas, en especial que Fats se metiera con Sukhvinder delante de Gaia, añadió—: ¿Recibiste mi mensaje?

—¿Qué mensaje? Ah, sí… lo de Simoncete. O sea que te vas, ¿no?

Lo dijo con una desdeñosa indiferencia que Andrew sólo pudo atribuir a la presencia de Dane Tully.

—Sí, es posible.

—¿Adónde te vas? —quiso saber Gaia.

—A mi padre le han ofrecido un empleo en Reading.

—¡Anda, si mi padre vive allí! —exclamó ella con cara de sorpresa—. Cuando vaya a su casa podemos salir por ahí. El festival es alucinante. Bueno, ¿quieres un bocadillo, Suks?

Andrew se quedó tan estupefacto que, para cuando consiguió reaccionar, ella ya había entrado en el quiosco. Por unos instantes, la sucia parada de autobús, el quiosco y hasta Dane Tully, con sus tatuajes y su andrajoso atuendo de camiseta y pantalón de chándal, parecieron irradiar un resplandor celestial.

—Bueno, tengo cosas que hacer —dijo Fats.

Dane soltó una risita y Fats se alejó con paso rápido antes de que Andrew pudiera responder u ofrecerse a acompañarlo.

Fats sabía que Andrew se sentiría desconcertado y dolido por su fría actitud, y se alegraba. No se preguntó por qué se alegraba, o por qué, desde hacía unos días, el deseo de causar dolor era su principal impulso. Últimamente había llegado a la conclusión de que cuestionarse sus propios motivos era poco auténtico; se trataba de un refinamiento de su filosofía personal que la volvía más fácil de seguir.

Cuando entraba en los Prados, Fats pensó en lo sucedido en su casa la noche anterior, cuando su madre había subido a su habitación por primera vez desde que Cuby le había pegado.

—Ese mensaje sobre tu padre en la web del concejo parroquial… Tengo que preguntártelo, Stuart, y ojalá… Stuart, ¿lo escribiste tú?

A su madre le había llevado unos días encontrar el valor necesario para acusarlo, y él estaba preparado.

—No —contestó.

Quizá habría sido más auténtico admitir que sí, pero prefirió no hacerlo, y no veía por qué tenía que justificar su actitud.

—¿No fuiste tú? —insistió ella sin cambiar el tono ni la expresión.

—No —repitió él.

—Porque resulta que muy poca gente sabe lo que papá… lo que le preocupa.

—Bueno, pues no fui yo.

—El mensaje se colgó la misma noche en que papá y tú discutisteis, y cuando él te pegó…

—Ya te lo he dicho: no fui yo.

—Sabes que está enfermo, Stuart.

—Ya, no paras de decírmelo.

—¡No paro de decírtelo porque es verdad! No puede evitarlo… Tiene una enfermedad mental grave que le provoca una angustia y un sufrimiento indecibles.

El móvil de Fats emitió un pitido. Bajó la mirada y vio un SMS de Andrew. Lo leyó, y fue como si le diesen un puñetazo en el estómago: Arf se marchaba para siempre.

—Te estoy hablando, Stuart…

—Ya lo sé… ¿Qué?

—Todos esos mensajes, sobre Simon Price, Parminder, papá… son todos de gente que tú conoces. Si estás detrás de todo esto…

—Ya te he dicho que no.

—… estarás causando un daño incalculable. Un daño muy grave, horroroso, Stuart, a las vidas de otras personas.

Pero él trataba de imaginar una vida sin Andrew. Se conocían desde los cuatro años.

—No he sido yo —insistió.)

«Un daño muy grave, horroroso, a las vidas de otras personas.»

«Ellos mismos se han buscado esas vidas», se dijo con desdén cuando doblaba la esquina de Foley Road. Las víctimas del Fantasma estaban enfangadas en hipocresía y mentiras, y no les gustaba verse expuestas. Eran unas chinches estúpidas que huían de la luz. No sabían nada sobre la vida real.

Más allá se veía una casa con un neumático viejo tirado en la hierba del jardín. Supuso que se trataba de la de Krystal, y cuando vio el número comprobó que así era. Nunca había estado allí. Un par de semanas antes no habría accedido a encontrarse con ella en su casa a la hora de comer, pero las cosas cambiaban. Él había cambiado.

Decían que su madre era una prostituta. Sin duda era una yonqui. Krystal le había dicho que no habría nadie en casa porque su madre estaría en la clínica Bellchapel recibiendo su dosis de metadona. Fats recorrió el sendero del jardín sin aflojar el paso, pero con una inquietud inesperada.

Krystal estaba vigilando su llegada desde la ventana de su habitación. Había cerrado todas las puertas del piso de abajo para que Fats sólo viera el pasillo; todos los trastos desparramados en él los había metido en la sala y la cocina. La alfombra estaba sucia y quemada en algunos sitios, y el papel de la pared manchado, pero eso no podía arreglarlo. No quedaba ni gota del desinfectante con aroma a pino, pero había encontrado un poco de lejía y rociado la cocina y el baño, las fuentes de los peores olores de la casa.

Cuando Fats llamó, corrió escaleras abajo. No tenían mucho tiempo; probablemente Terri volvería con Robbie a la una. Era poco tiempo para fabricar un bebé.

—Hola —dijo al abrir la puerta.

—¿Qué tal? —saludó Fats, y exhaló humo por la nariz.

Él no sabía qué se iba a encontrar. Su primera impresión del interior de la casa fue una caja mugrienta y vacía. No había muebles. Las puertas cerradas a su izquierda y al fondo le parecieron extrañamente siniestras.

—¿Estamos solos? —preguntó al cruzar el umbral.

—Sí —repuso Krystal—. Podemos subir a mi habitación.

Ella le mostró el camino. Cuanto más se adentraban en la casa, peor olía, una mezcla de lejía y suciedad. Fats intentó que no le importara. En el rellano, todas las puertas estaban cerradas excepto una, por la que Krystal entró.

Fats no quería dejarse impresionar, pero en aquella habitación no había nada a excepción de un colchón, cubierto con una sábana y un edredón sin funda, y un pequeño montón de ropa en un rincón. En la pared había unas cuantas fotos recortadas de la prensa amarilla y pegadas con celo: una mezcla de estrellas del rock y famosos.

Krystal había hecho aquel collage el día anterior, a imitación del que tenía Nikki en la pared de su habitación. Sabiendo que Fats iría a su casa, había pretendido que el dormitorio resultara más acogedor. Había corrido las finas cortinas, que conferían un tono azulado a la luz.

—Dame un piti —pidió Krystal—. Me muero de ganas de fumar.

Fats le encendió uno. Nunca la había visto tan nerviosa; la prefería sobrada y desenvuelta.

—No tenemos mucho tiempo —dijo ella, y, con el cigarrillo en los labios, empezó a desvestirse—. Mi madre no tardará en volver.

—Ya, de Bellchapel, ¿no? —dijo Fats, tratando de visualizar a la dura Krystal de siempre.

—Ajá —repuso ella, y se sentó en el colchón para quitarse el pantalón de chándal.

—¿Y si la cierran? —preguntó Fats, quitándose el blazer—. He oído que andan pensando hacerlo.

—Ni idea —contestó Krystal, aunque estaba asustada.

La fuerza de voluntad de su madre, frágil y vulnerable como un pajarito, podía venirse abajo a la mínima.

Ella ya estaba en ropa interior. Fats se estaba quitando los zapatos cuando advirtió algo metido entre la ropa de Krystal: un pequeño joyero de plástico abierto y, en su interior, un reloj que le resultaba familiar.

—¿No es el de mi madre? —preguntó sorprendido.

—¿Cómo? —Krystal fue presa del pánico—. No —mintió—. Era de mi abuelita Cath. ¡No lo…!

Pero Fats ya lo había sacado del joyero.

—Sí, es el suyo —dijo. Reconocía la correa.

—¡Que no, joder!

Krystal estaba aterrada. Casi había olvidado que lo había robado, de dónde había salido. Fats no decía nada, y eso no le gustaba.

El reloj en su mano parecía representar un desafío y un reproche al mismo tiempo. En rápida sucesión, Fats se imaginó largándose de allí, mientras se lo guardaba como si tal cosa en el bolsillo, o devolviéndoselo a Krystal con un encogimiento de hombros.

—Es mío —dijo ella.

Él no quería ser un policía. Quería vivir fuera de la ley. Pero le hizo falta acordarse de que el reloj había sido un regalo de Cuby para devolvérselo a Krystal y seguir desvistiéndose. Sonrojada, ella se quitó el sujetador y las bragas y, desnuda, se deslizó debajo del edredón.

Fats se acercó a ella en calzoncillos, con un condón sin abrir en la mano.

—No necesitamos eso —le dijo ella con la lengua pastosa—. Ahora tomo la píldora.

—¿Ah, sí?

Krystal se movió para hacerle sitio en el colchón. Fats se metió bajo el edredón. Cuando se quitaba los calzoncillos, se preguntó si le habría mentido con lo de la píldora, como con el reloj. Pero hacía tiempo que quería probar a hacerlo sin condón.

—Venga —susurró ella, y le arrebató el preservativo y lo arrojó sobre su blazer, que estaba tirado en el suelo.

Fats la imaginó embarazada de su hijo, las caras de Tessa y Cuby cuando se enteraran. Un hijo suyo en los Prados, de su propia sangre. Sería más de lo que Cuby había conseguido en su vida.

Se encaramó encima de ella; aquello sí que era la vida real.