VI

La siguiente reunión del concejo parroquial, la primera desde la muerte de Barry, sería crucial en la batalla que se estaba librando por la cuestión de los Prados. Howard se había negado a postergar la votación sobre el futuro de la Clínica Bellchapel para Drogodependientes o la consulta popular para transferir a Yarvil la jurisdicción sobre la barriada.

Parminder sugirió por tanto que Colin, Kay y ella se encontraran la víspera de la reunión para planear la estrategia.

—Pagford no puede tomar la decisión unilateral de alterar el límite territorial, ¿no? —preguntó Kay.

—No —respondió Parminder con paciencia (Kay no podía evitar ser una recién llegada)—, pero la Junta Comarcal de Yarvil ha pedido la opinión de los vecinos, y Howard está decidido a que sea su propia opinión la que se transmita.

Celebraban la reunión en la sala de los Wall, porque Tessa había presionado sutilmente a Colin para poder estar presente en su encuentro con las dos mujeres. Sirvió copas de vino, dejó un gran cuenco de patatas fritas sobre la mesa de centro y se sentó, guardando silencio mientras los tres hablaban.

Estaba agotada y enfadada. Aquel mensaje anónimo le había provocado a Colin uno de sus peores ataques de ansiedad, tan agudo y debilitante que no había podido ir al instituto. Parminder sabía lo enfermo que estaba —le había firmado la baja del trabajo—, y sin embargo lo había invitado a participar en aquella reunión preliminar, sin tener en cuenta, por lo visto, a qué nuevos arrebatos de paranoia y angustia tendría que enfrentarse Tessa esa noche.

—Sin duda hay muchos resentidos por la forma en que los Mollison están llevando las cosas —iba diciendo Colin con el tono grandilocuente y entendido que adoptaba a veces, cuando fingía no saber qué eran el miedo y la paranoia—. Creo que la gente empieza a estar harta de que se consideren los portavoces del pueblo. Me ha dado esa impresión cuando hacía campaña por ahí.

Habría sido un detalle, pensó Tessa con amargura, que Colin hubiese disimulado alguna vez de esa manera en beneficio de ella. Años atrás, le había gustado ser la única confidente de su marido, la única custodia de sus terrores y su fuente de consuelo, pero todo eso ya no le resultaba halagador. Esa noche la había tenido despierta entre las dos y las tres y media, sentado en el borde de la cama, meciéndose entre gemidos y llantos y diciendo que quería morirse, que no podía soportarlo, que ojalá nunca se hubiese presentado a la plaza en el concejo, que estaba acabado…

Tessa oyó a Fats en las escaleras y se puso tensa, pero su hijo pasó ante la puerta camino de la cocina y se limitó a dirigirle una mirada burlona a Colin, quien se había sentado en un puf de cuero delante del fuego, con las rodillas a la altura del pecho.

—Quizá el hecho de que Miles se presente a la elección lo ponga a malas con la gente, incluso con los partidarios naturales de los Mollison, ¿no? —sugirió Kay, esperanzada.

—Sí, es posible —repuso Colin asintiendo con la cabeza.

Kay se volvió hacia Parminder.

—¿Cree que el concejo votará realmente para que la clínica Bellchapel abandone el edificio? Sé que a la gente le preocupan las jeringuillas desechadas y que haya adictos merodeando por el barrio, pero la clínica está a kilómetros de distancia… ¿Qué más le da a Pagford?

—Howard y Aubrey se apoyan mutuamente —explicó Parminder, con el rostro tenso y marcadas ojeras. (Era ella quien tenía que asistir a la reunión del concejo al día siguiente, y luchar contra Howard Mollison y sus compinches sin Barry a su lado)—. Necesitan hacer recortes a nivel de la junta comarcal. Si Howard echa a la clínica de su barato edificio, será mucho más cara de mantener, y así Fawley podrá decir que los gastos han aumentado y justificar los recortes en la financiación municipal. Y entonces éste hará todo lo posible para que los Prados vuelvan al término municipal de Yarvil.

Cansada de dar explicaciones, Parminder fingió examinar el nuevo fajo de papeles sobre Bellchapel que Kay había traído, desmarcándose así de la conversación.

«¿Por qué hago todo esto?», se preguntó.

Podría estar sentada en casa con Vikram, quien estaba viendo una comedia en la televisión con Jaswant y Rajpal cuando ella había salido. El sonido de sus risas le había llegado al alma: ¿cuánto hacía que no se reía? ¿Qué hacía allí, bebiendo aquel vino tibio repugnante y luchando por una clínica que nunca necesitaría y por una barriada de gente que probablemente le parecería desagradable? Ella no era Bhai Kanhaiya, que no encontraba diferencia entre las almas de amigos y enemigos; ella no veía brillar la luz de Dios en Howard Mollison. Le producía más placer la idea de que éste perdiera que la de los niños de los Prados asistiendo al St. Thomas, o la de la gente de los Prados consiguiendo acabar con sus adicciones en Bellchapel, aunque, de manera desapasionada y distante, sí pensaba que todas esas cosas eran buenas…

(Pero en realidad sí sabía por qué lo hacía. Quería ganar por Barry. Él se lo había contado todo sobre su asistencia a la escuela de St. Thomas. Sus compañeros de clase lo invitaban a sus casas a jugar, y a él, que vivía entonces en una caravana con su madre y dos hermanos, le encantaban las viviendas impolutas y cómodas de Hope Street. Se había quedado apabullado por las victorianas de Church Row y había asistido a una fiesta de cumpleaños en la mismísima casa que acabó por comprar y en la que había criado a sus cuatro hijos.

Barry se había enamorado de Pagford, con su río, sus campos y sus sólidas casas. Había fantaseado con tener un jardín donde jugar, un árbol del que colgar un columpio, espacio y verdor por todas partes. Había recogido castañas para llevárselas a los Prados. Tras destacar en el St. Thomas, donde era el mejor de su clase, Barry se había convertido en el primer miembro de su familia que asistía a la universidad.)

«Amor y odio —se dijo Parminder, un poco asustada de sincerarse tanto consigo misma—. Por amor y por odio, por eso estoy aquí.»

Pasó la página de uno de los documentos de Kay, fingiendo concentración.

Ésta se alegró de que la doctora estudiara con tanto interés sus papeles, porque les había dedicado mucho tiempo. Le costaba creer que, al leerlos, alguien pudiese no quedar convencido de que la clínica Bellchapel debía permanecer donde estaba.

Pero a la luz de aquellas estadísticas, los estudios de casos anónimos y los testimonios en primera persona, en realidad Kay pensaba en la clínica en términos de una única paciente: Terri Weedon. Notaba que se había producido un cambio en aquella mujer, y eso la hacía sentirse orgullosa y la asustaba al mismo tiempo. Terri mostraba débiles signos de volver a ejercer cierto control sobre su vida. En dos ocasiones recientes le había dicho a Kay: «No van a llevarse a Robbie, no les dejaré», y no se trataba de quejas impotentes contra el destino, sino de la declaración de un propósito.

—Ayer lo llevé yo a la guardería —le dijo a Kay, quien cometió el error de quedarse perpleja—. ¿Por qué coño pones esa cara? ¿No soy lo bastante buena para ir a la puta guardería?

Kay estaba convencida de que, si a Terri le cerraban la puerta de Bellchapel en las narices, se destruiría la delicada estructura que trataban de ensamblar con los restos de una vida. Terri parecía tenerle un miedo visceral a Pagford que Kay no comprendía.

—Odio ese sitio de mierda —había soltado al mencionarlo Kay de pasada.

Más allá de que su difunta abuela vivía allí, Kay no sabía nada sobre la relación de Terri con el pueblo, pero temía que, si le pedían que acudiera allí cada semana para recibir metadona, su autocontrol se derrumbara, y con él la nueva y frágil estabilidad familiar.

Colin había tomado la palabra después de Parminder para explicar la historia de los Prados; Kay asentía con la cabeza, aburrida, y decía «Hum», pero sus pensamientos estaban muy lejos.

Colin se sentía profundamente halagado por la forma en que aquella atractiva joven estaba pendiente de sus palabras. Esa noche se notaba más tranquilo que en ningún otro momento desde que había leído aquel espantoso mensaje, afortunadamente ya desaparecido de la web. No se había producido ninguno de los cataclismos que había imaginado de madrugada. No estaba despedido. No había una multitud airada ante su puerta. Ni en la página web del concejo de Pagford, ni de hecho en ninguna otra parte de internet (había llevado a cabo varias búsquedas en Google), no había nadie que exigiera su arresto o encarcelamiento.

Fats volvió a pasar ante la puerta abierta, llevándose una cucharada de yogur a la boca. Miró hacia el interior y durante un fugaz instante sus ojos se cruzaron con los de Colin, que perdió el hilo de lo que estaba diciendo.

—… y… sí, bueno, eso es todo, en pocas palabras —concluyó con escasa convicción.

Miró a Tessa en busca de apoyo, pero su mujer contemplaba el vacío con expresión glacial. Colin se sintió un poco dolido; habría dicho que Tessa se alegraría de verlo mejor, tan dueño de sí, tras la noche insomne y horrible que habían pasado. Tenía el estómago encogido por vertiginosas oleadas de temor, pero lo consolaba la proximidad de Parminder, tan segundona y cabeza de turco como él, así como la comprensiva atención que le prestaba la atractiva asistente social.

A diferencia de Kay, Tessa había escuchado cada palabra que acababa de pronunciar Colin sobre el derecho de los Prados a seguir perteneciendo a Pagford. En su opinión, las palabras de su marido no transmitían convicción. Quería creer en lo que había creído Barry, y quería derrotar a los Mollison porque eso era lo que su amigo se había propuesto. Colin no le tenía simpatía a Krystal Weedon, pero Barry sí, y por eso suponía que la chica valía más de lo que él pensaba. Tessa sabía que su marido era una extraña mezcla de arrogancia y humildad, de convicción inquebrantable e inseguridad.

«Son unos completos ilusos —se dijo, mirándolos a los tres, que examinaban un gráfico que Parminder había sacado de entre las notas de Kay—. Creen que van a cambiar sesenta años de ira y rencor con unas cuantas estadísticas.» Ninguno de ellos era Barry. Él había constituido el vivo ejemplo de lo que ellos proponían en teoría: a través de la educación, había pasado de la pobreza a la opulencia, de la impotencia y la dependencia a hacer valiosas aportaciones a la sociedad. ¿Acaso no veían que, comparados con el malogrado Barry, eran un desastre como defensores de su legado?

—Desde luego, a la gente la irrita cada vez más que los Mollison traten de controlarlo todo —estaba diciendo Colin.

—Y en mi opinión —terció Kay—, si leen todo esto, va a costarles lo suyo fingir que la clínica no está cumpliendo una función crucial.

—No todos los miembros del concejo se han olvidado de Barry —intervino Parminder con voz ligeramente temblorosa.

Tessa reparó en que sus grasientos dedos tanteaban inútilmente. Mientras los demás hablaban, se había acabado ella sola el cuenco entero de patatas fritas.