Shirley Mollison estaba convencida de que su marido y su hijo exageraban el peligro que suponía para el concejo dejar los mensajes del Fantasma colgados en la web. No le parecían peores que cotilleos y, que ella supiera, de momento la ley no los sancionaba; tampoco creía que la ley fuera tan absurda y poco razonable como para castigarla a ella por algo escrito por otra persona: sería manifiestamente injusto. Por orgullosa que se sintiera del título de abogado de su hijo, estaba segura de que en ese asunto se equivocaba.
Ahora comprobaba el foro incluso con mayor frecuencia de la recomendada por Miles y Howard, pero no porque temiera las consecuencias legales. Tenía la certeza de que el Fantasma de Barry Fairbrother no había cumplido aún con el cometido que se había impuesto, aplastar a los pro-Prados, y quería ser la primera en leer su siguiente mensaje. Se escabullía varias veces al día a la antigua habitación de Patricia y abría la página. En ocasiones sentía un estremecimiento mientras pasaba el aspirador o pelaba patatas, y corría hacia el estudio, sólo para llevarse una nueva decepción.
Shirley sentía un vínculo único y secreto con el Fantasma. Él había escogido su web como foro donde exponer la hipocresía de los oponentes de Howard, y ella creía que eso le daba derecho a sentir el orgullo del naturalista que ha construido un hábitat donde se digna anidar una especie poco común. Pero había algo más. Shirley disfrutaba con la ira del Fantasma, con su saña y su audacia. Se preguntaba quién sería, e imaginaba a un hombre fuerte y misterioso que estaba de parte de Howard y ella, que los apoyaba y les abría camino entre sus oponentes, que iban cayendo a medida que el Fantasma los segaba con la guadaña de las feas verdades que ellos ocultaban.
De algún modo, ningún hombre de Pagford parecía digno de ser el Fantasma, y la habría decepcionado enterarse de que era alguno de los anti-Prados que conocía.
—Suponiendo que sea un hombre —apuntó Maureen.
—Bien visto —opinó Howard.
—Yo creo que es un hombre —repuso Shirley con frialdad.
Cuando Howard se marchó a la cafetería el domingo por la mañana, Shirley, todavía en bata y con una taza de té en la mano, se dirigió de forma maquinal al estudio y abrió la página web.
Fantasías de un subdirector de instituto, colgado por El Fantasma de Barry Fairbrother.
Shirley dejó la taza con manos temblorosas, abrió el mensaje y lo leyó, boquiabierta. Luego corrió a la sala, cogió el teléfono y llamó a la cafetería, pero comunicaban.
Cinco minutos después, Parminder Jawanda, que también se había acostumbrado a abrir el foro del concejo con mayor frecuencia de la habitual, vio el mensaje. Al igual que Shirley, su reacción inmediata fue descolgar el teléfono.
Los Wall estaban desayunando sin su hijo, que aún dormía en la buhardilla. Cuando Tessa contestó, Parminder interrumpió su saludo.
—Hay un mensaje sobre Colin en la web del concejo. Haz lo que sea, pero no dejes que lo vea.
Los atemorizados ojos de Tessa se volvieron hacia su marido, que estaba a menos de un metro del auricular y había oído las palabras de Parminder, pronunciadas con toda claridad.
—Luego te llamo —respondió Tessa y, colgando el auricular con mano temblorosa, dijo—: Colin, espera…
Pero él ya había salido con determinación de la sala, cabeceando y con los brazos rígidos a los costados. Tessa tuvo que correr para alcanzarlo.
—Quizá es mejor no mirar —lo instó Tessa cuando la mano grande y huesuda de Colin movió el ratón sobre el escritorio—. O puedo leerlo yo y luego…
Fantasías de un subdirector de instituto
Uno de los hombres que confían en representar a la comunidad en el concejo parroquial es Colin Wall, subdirector del Instituto de Enseñanza Secundaria Winterdown. Es posible que a los votantes les interese saber que Wall, que impone una férrea disciplina, tiene unas fantasías de lo más inusuales. Al señor Wall le da tanto pánico que un alumno pueda acusarlo de conducta sexual inapropiada que en muchas ocasiones ha tenido que pedir la baja para calmarse. El Fantasma sólo puede especular sobre si habrá llegado a tocar a algún alumno de primer curso, pero el fervor de sus febriles fantasías sugiere que, aunque no lo haya hecho, le gustaría hacerlo.
«Stuart», pensó Tessa al instante.
La cara de Colin presentaba un tinte cadavérico al resplandor de la pantalla. Era el aspecto que Tessa imaginaba que tendría si sufría un derrame cerebral.
—Colin…
—Supongo que Fiona Shawcross lo ha ido contando por ahí —susurró.
La catástrofe que siempre había temido se cernía sobre él. Aquello era el final de todo. Siempre había imaginado que ingeriría una sobredosis de somníferos. Se preguntó si tendrían suficientes en casa.
Tessa, que se había quedado momentáneamente desconcertada por la mención de la directora, dijo:
—Fiona no haría… En cualquier caso, no sabe…
—Sabe que tengo un trastorno obsesivo-compulsivo.
—Sí, pero no sabe lo que… lo que te da tanto miedo…
—Sí, está al corriente. Se lo conté la última vez que tuve que pedir la baja.
—¿Por qué? —saltó Tessa—. ¿Cómo demonios se te ocurrió contárselo?
—Quise explicarle por qué era tan importante que me tomara unos días libres —respondió casi humildemente—. Pensé que necesitaba saber lo grave que era el asunto.
Ella tuvo que sofocar el impulso de gritarle. Eso explicaba la aversión con que Fiona trataba a Colin y hablaba de él; a Tessa nunca le había gustado aquella mujer, a la que encontraba dura y poco comprensiva.
—Aun así —dijo—, no me parece que Fiona tenga nada que ver…
—Directamente no —la interrumpió Colin, y se llevó una mano temblorosa al sudoroso labio superior—. Pero Mollison ha oído el cotilleo en algún sitio.
«No ha sido Mollison. Esto es Stuart cien por cien.» Tessa reconocía a su hijo en cada línea. La asombraba que Colin no lo viera, que no hubiese establecido la conexión entre el mensaje y la discusión del día anterior, con el agravante de haberle pegado. «Ni siquiera ha podido evitar una pequeña aliteración. Debe de haberlos escrito todos él: el de Simon Price, el de Parminder.» Fue presa del espanto.
Pero Colin no pensaba en Stuart. Revivía pensamientos tan gráficos como recuerdos, como impresiones sensoriales, ideas violentas e infames: una mano que palpaba y apretaba al pasar entre nutridos grupos de jóvenes cuerpos; un grito de dolor, un joven rostro crispado. Y luego el preguntarse, una y otra vez, si lo habría hecho realmente, si lo habría disfrutado. No conseguía recordarlo. Sólo sabía que no paraba de pensar en ello, de ver cómo ocurría, de sentir cómo ocurría. Carne tierna a través de una fina blusa de algodón; agarrar, apretar, dolor y conmoción; una vulneración. ¿Cuántas veces? No lo sabía. Había pasado largas horas preguntándose cuántos estudiantes sabían que él hacía eso, si se lo habían contado unos a otros, cuánto tiempo tardarían en desenmascararlo.
Como no sabía cuántas veces había traspasado el límite y no podía confiar en sí mismo, siempre que recorría los pasillos lo hacía cargado de papeles y carpetas para no tener las manos libres. Les gritaba a los alumnos arremolinados que se quitaran de en medio, que le dejaran paso. Pero no servía de nada. Siempre había alguien rezagado que lo rozaba al pasar, que chocaba sin querer, y entonces, con las manos ocupadas, él imaginaba otras formas de contacto indecoroso: un codo que cambia de postura para rozar un pecho, un paso de lado para asegurarse el contacto corporal, una pierna casualmente enredada entre las de la chica.
—Colin —dijo Tessa.
Pero él se había echado a llorar otra vez, con abruptos sollozos que estremecían su cuerpo grande y desgarbado. Ella lo rodeó con los brazos y sus lágrimas le humedecieron la mejilla.
A unos kilómetros de distancia, en Hilltop House, Simon Price estaba sentado ante el nuevo ordenador de la familia en la sala. Ver a Andrew marcharse en bicicleta a su trabajo de fin de semana para Howard Mollison, además de haber tenido que pagar el precio de mercado por aquel ordenador, lo hacía sentirse irritable y víctima de una injusticia. No había vuelto a entrar en la web del concejo parroquial desde la noche en que se había deshecho del ordenador robado, pero algo lo hizo comprobar en ese momento si el mensaje que le había costado el puesto de trabajo seguía allí colgado y visible para futuros empleadores.
Ya no estaba. Simon no sabía que se lo debía a su mujer, porque Ruth temía admitir que había llamado a Shirley, incluso para pedirle que quitara el mensaje. Un poco más animado, buscó el mensaje sobre Parminder, pero también había desaparecido.
Se disponía a cerrar la página cuando vio el mensaje más reciente. Se titulaba Fantasías de un subdirector de instituto.
Lo leyó dos veces, y entonces, sentado a solas en la sala, se echó a reír. Fue una risa despiadada y triunfal. Aquel hombre, con su frente enorme y aquella forma de cabecear, nunca le había caído simpático. Le gustó saber que, en comparación, él había salido bastante bien parado.
Ruth entró en la habitación sonriendo con timidez; se alegraba de que su marido riera, puesto que estaba de un humor de perros desde que había perdido el trabajo.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—¿Sabes el padre de Fats? ¿Wall, el subdirector? Pues no es más que un puto pedófilo.
La sonrisa se borró de los labios de Ruth, que se precipitó a leer el mensaje.
—Me voy a dar una ducha —anunció Simon de excelente humor.
Ruth esperó a quedarse sola para llamar a su amiga Shirley y avisarla de aquel nuevo escándalo, pero el teléfono de los Mollison comunicaba.
Shirley había conseguido por fin establecer contacto con Howard. Ella todavía llevaba puesta la bata; él caminaba de aquí para allá por la pequeña trastienda detrás del mostrador.
—Llevo siglos intentando hablar contigo…
—Mo estaba utilizando el teléfono… ¿Qué pone?
Shirley leyó el mensaje sobre Colin pronunciando con claridad, como una locutora de noticias. No había llegado al final cuando Howard la interrumpió.
—¿Lo has copiado o algo así?
—¿Qué? —preguntó ella.
—¿Lo estás leyendo de la pantalla? ¿Sigue ahí colgado? ¿No lo has quitado?
—Estoy en ello —mintió Shirley, confusa—. Pensaba que te gustaría…
—¡Quítalo ahora mismo! Por Dios, Shirley, esto se nos está yendo de las manos… ¡No podemos tener cosas como ésa ahí colgadas!
—Es que creía que tenías que…
—¡Tú asegúrate de que te libras de él, y ya hablaremos en casa! —zanjó Howard.
Shirley estaba furiosa: ellos nunca se levantaban la voz.