El mensaje sobre Parminder en la página web del concejo había elevado los temores de Colin Wall a un nuevo y espeluznante nivel. Sobre cómo obtenían información los Mollison sólo podía hacer conjeturas, pero si sabían lo de Parminder…
—¡Por Dios, Colin! —había exclamado Tessa—. ¡No son más que cotilleos malintencionados! ¡No tienen fundamento!
Pero Colin no se atrevía a creerla. Formaba parte de su naturaleza la tendencia a pensar que los demás también vivían con secretos que los volvían medio locos. Ni siquiera le quedaba el consuelo de haberse pasado casi toda su vida adulta temiendo calamidades que nunca se materializaban ya que, según la ley de las probabilidades, alguna se haría realidad.
Iba pensando en su inminente desenmascaramiento, como hacía ahora constantemente, cuando volvía de la carnicería a las dos y media, y no cayó en la cuenta de dónde estaba hasta que el bullicio de la cafetería lo sobresaltó. De no haberse encontrado ya a la altura de las ventanas de La Tetera de Cobre habría cruzado la plaza por el otro lado; ahora, la simple proximidad de algún miembro de la familia Mollison lo asustaba. Entonces vio algo a través del cristal que le llamó la atención.
Diez minutos después, cuando entró en la cocina de su casa, Tessa estaba hablando por teléfono con su hermana. Colin dejó la pierna de cordero en la nevera y subió con decisión las escaleras hasta la buhardilla de Fats. Abrió la puerta de par en par y encontró una habitación vacía, tal como esperaba.
No recordaba cuándo había entrado allí por última vez. El suelo estaba alfombrado de ropa sucia. Olía raro, pese a que Fats había dejado abierta la claraboya. Se fijó en una caja grande de cerillas sobre el escritorio. La abrió y comprobó que contenía muchos rollitos de cartón. Junto al ordenador, y con absoluto descaro, su hijo había dejado un paquetito de papel de fumar Rizla.
A Colin le pareció que el corazón le saltaba del pecho y se le detenía de golpe.
—¿Colin? —Oyó la voz de Tessa en el rellano de abajo—. ¿Dónde estás?
—¡Aquí arriba! —bramó.
Tessa apareció en la puerta con expresión asustada y nerviosa. Sin decir nada, Colin cogió la caja de cerillas y le enseñó el contenido.
—Oh —dijo débilmente ella.
—Dijo que hoy había quedado con Andrew Price. —A Tessa le dio miedo la mandíbula de su marido, donde un músculo airado se movía espasmódico—. Acabo de pasar por delante de esa cafetería nueva, en la plaza, y Andrew Price está trabajando allí, limpiando mesas. Así que ¿dónde está Stuart?
Tessa llevaba semanas fingiendo creer a Fats siempre que éste le decía que había quedado con Andrew. Llevaba días repitiéndose que Sukhvinder debía de confundirse al pensar que Fats salía (que se dignaría siquiera salir) con Krystal Weedon.
—No lo sé —contestó—. Baja a tomarte una taza de té. Lo llamaré.
—Prefiero esperar aquí —dijo él, y se sentó en la cama deshecha de Fats.
—Vamos, Colin, baja conmigo.
Tessa no se atrevía a dejarlo allí. No sabía qué podía encontrar en los cajones o en la mochila de Fats. No quería que curioseara en el ordenador o que mirara debajo de la cama. Para ella, negarse a hurgar en rincones oscuros se había convertido en su único modus operandi.
—Baja conmigo, Colin —insistió.
—No —contestó él, y cruzó los brazos como un niño enfurruñado, pero aquel músculo seguía tensándole la mandíbula—. Hay indicios de que se droga. El hijo del subdirector, nada menos.
Tessa, que se había sentado en la silla del ordenador de Fats, sintió una familiar punzada de cólera. Sabía que su egocentrismo era una consecuencia inevitable de la enfermedad de Colin, pero a veces…
—Muchos adolescentes experimentan —repuso.
—Sigues defendiéndolo, ¿eh? ¿Nunca se te ha ocurrido que tu manía de excusarlo siempre le lleva a pensar que puede hacer lo que le dé la gana?
Tessa trataba de no perder los estribos, tenía que hacer de parachoques entre su marido y su hijo.
—Lo siento, Colin, pero tú y tu trabajo no sois lo único que…
—Ya veo… O sea, que si me ponen de patitas en la calle…
—¿Por qué demonios van a ponerte de patitas en la calle?
—¡Por el amor de Dios! —exclamó él, indignado—. Todo esto me desprestigia a mí, y mi reputación ya deja bastante que desear… Es uno de los alumnos más problemáticos del…
—¡Eso no es verdad! Nadie excepto tú considera que Stuart sea otra cosa que un adolescente normal. ¡No es un Dane Tully!
—Pues está siguiendo el mismo camino que Tully… Aquí hay indicios de que se droga.
—¡Ya te dije que debíamos llevarlo al instituto Paxton! Sabía que, si estudiaba en Winterdown, todo lo que hiciera lo relacionarías contigo. ¿De verdad te extraña que sea un rebelde, cuando cada cosa que hace te la debe a ti? ¡Yo nunca quise que fuera a tu instituto!
—¡Y yo nunca lo quise a él, maldita sea! —bramó Colin poniéndose en pie.
—¡No digas eso! —dijo Tessa ahogando un grito—. Ya sé que estás enfadado, pero ¡no digas eso!
Dos pisos más abajo, la puerta de la casa se cerró de un portazo. Tessa miró alrededor, espantada, como si Fats fuera a materializarse allí en ese instante. No la había asustado sólo el ruido. Stuart nunca cerraba de golpe la puerta, solía entrar y salir con el sigilo de un ladrón.
Oyeron sus pisadas en las escaleras: ¿sabía que estaban en su habitación, o lo sospechaba? Colin esperaba con los puños apretados a los costados. Tessa oyó crujir los peldaños del segundo tramo, y Fats apareció en el umbral. Su madre tuvo la certeza de que su expresión era estudiada: una mezcla de aburrimiento y desdén.
—Buenas tardes —dijo el joven, y su mirada fue de su madre a su rígido y tenso padre. Tenía todo el aplomo que le faltaba a Colin—. Qué sorpresa.
Desesperada, Tessa trató de echarle un cable.
—A papá le preocupaba no saber dónde estabas —dijo con un atisbo de súplica—. Dijiste que hoy ibas a encontrarte con Arf, pero papá ha visto…
—Ya, he cambiado de planes —la interrumpió Fats.
Miró de soslayo hacia donde había dejado la caja de cerillas.
—Bueno, ¿y vas a contarnos dónde has estado? —preguntó Colin. Tenía manchas blancas alrededor de la boca.
—Si queréis… —repuso Fats, y esperó.
—Stu —dijo su madre, entre el susurro y el gemido.
—He salido con Krystal Weedon —declaró Fats.
«Dios mío, no —pensó Tessa—. No, no, no.»
—¿Que has hecho qué? —preguntó Colin, tan sorprendido que olvidó momentáneamente mostrarse agresivo.
—He salido con Krystal Weedon —repitió Fats un poco más alto.
—¿Y desde cuándo es amiga tuya? —preguntó Colin tras una pausa infinitesimal.
—Desde hace un tiempo.
Tessa advirtió los esfuerzos de su marido por formular una pregunta demasiado espantosa para él.
—Deberías habérnoslo dicho, Stu —terció ella.
—¿Deciros qué?
Tessa temió que su hijo llevara la discusión a un punto peligroso.
—Adónde ibas —contestó, y se levantó tratando de no parecer alterada—. La próxima vez, llámanos.
Miró a Colin con la esperanza de que la siguiera hacia la puerta, pero él continuaba clavado en el centro de la habitación y observaba a Fats con cara de horror.
—¿Estás… liado con Krystal Weedon?
—¿Liado? ¿Qué quieres decir con «liado»?
—¡Ya sabes qué quiero decir! —exclamó Colin, enrojeciendo.
—¿Te refieres a si me la tiro?
Tessa exclamó «¡Stu!», pero su gritito quedó ahogado por el bramido de Colin:
—¡¿Cómo te atreves?!
Fats se limitó a mirarlo con una sonrisita en los labios. Su actitud era provocadora y mordaz.
—¿A qué? —preguntó.
—¿Te…? —Colin buscó las palabras, cada vez más rojo—. ¿Te acuestas con Krystal Weedon?
—No supondría ningún problema que lo hiciera, ¿verdad? —respondió Fats, y miró a su madre—. Todos tratáis de ayudar a Krystal, ¿no?
—Ayudarla no…
—¿No intentáis mantener abierta esa clínica para drogadictos y ayudar así a la familia de Krystal?
—¿Qué tiene que ver con…?
—No veo qué problema hay con que salga con ella.
—¿De verdad estás saliendo con Krystal? —intervino Tessa con acritud. Si Fats quería llevar la disputa a su terreno, le plantaría cara—. Vamos, ¿de verdad vas a sitios con ella, Stuart?
Su sonrisita la asqueaba. Ni siquiera estaba dispuesto a fingir un poco de decencia.
—Bueno, no lo hacemos ni en su casa ni en la mía, así que…
Colin levantó un puño y lo descargó contra la mejilla de Fats, cuya atención se centraba en su madre, y lo pilló desprevenido; el chico se tambaleó hacia un lado, dio contra el escritorio y resbaló hasta caer al suelo. Un instante después se había puesto en pie, pero Tessa ya se había colocado entre los dos, de cara a su hijo.
Detrás de ella, Colin repetía:
—Serás cabrón… Serás cabrón…
—¿Ah, sí? —dijo Fats, que ya no sonreía—. ¡Pues prefiero ser un cabrón que un gilipollas como tú!
—¡No! —gritó Tessa—. Colin, sal de aquí. ¡Sal de aquí!
Horrorizado, furioso y muy alterado, Colin dudó unos instantes, pero luego abandonó impetuoso la habitación y lo oyeron trastabillar en las escaleras.
—¿Cómo has podido hacer esto? —le susurró Tessa a su hijo.
—¡Joder!, ¡¿cómo he podido hacer qué?! —exclamó Stuart, y la expresión de su rostro la alarmó tanto que se apresuró a cerrar la puerta y echar el cerrojo.
—Te estás aprovechando de esa chica, Stuart, y lo sabes, y la forma en que acabas de hablarle a tu…
—Y una mierda —soltó Fats, que andaba de aquí para allá, sin asomo ya de calma—. No me estoy aprovechando de ella, ni de coña. Sabe exactamente lo que quiere. Que viva en los putos Prados no significa… La cosa está clara: Cuby y tú no queréis que me la folle porque pensáis que está por debajo de…
—¡Eso no es verdad! —exclamó Tessa, aunque sí lo era, y pese a toda su preocupación por Krystal, esperaba que Fats fuera lo bastante sensato como para ponerse condón.
—Cuby y tú sois unos hipócritas de mierda —soltó él sin dejar de pasearse como una fiera enjaulada—. Tanta palabrería sobre ayudar a los Weedon, y luego no queréis que…
—¡Basta! —gritó Tessa—. ¡No te atrevas a hablarme así! ¿No te das cuenta de…? ¿Acaso no lo comprendes? ¿Tan egoísta eres que…?
Tessa no encontraba las palabras. Se dio la vuelta, abrió la puerta de un tirón y se fue dando un sonoro portazo.
Su marcha ejerció un extraño efecto en Fats, que detuvo sus nerviosos paseos y miró fijamente la puerta varios segundos. Luego se hurgó en los bolsillos, sacó un cigarrillo y lo encendió, y no se molestó en exhalar el humo hacia la claraboya. Empezó a caminar otra vez por la habitación, sin control sobre sus propios pensamientos: imágenes entrecortadas desfilaban por su mente en una especie de marea furiosa.
Se acordó de una tarde de viernes, hacía casi un año, cuando Tessa había subido allí, a su buhardilla, para decirle que su padre quería llevarlo al día siguiente a jugar a fútbol con Barry y sus hijos.
(—¿Qué? —preguntó Fats, perplejo. Era una proposición sin precedentes.
—Quiere que juguéis un poco a la pelota, por pura diversión —explicó Tessa, y evitó su mirada contemplando con ceño la ropa desparramada por el suelo.
—¿Para qué?
—A papá le parece que podría estar bien —dijo su madre, y se agachó para recoger una camisa del uniforme escolar—. Declan quiere practicar un poco, me parece. Tiene un partido.
A Fats se le daba bastante bien el fútbol. A la gente le sorprendía, creían que tendría que aborrecer el deporte y despreciar los equipos. Jugaba tal como hablaba: hábilmente, con ligereza, fingiéndose torpe, atreviéndose a correr riesgos, sin preocuparse por si derribaba a alguien.
—No sabía que supiera jugar.
—A tu padre se le da muy bien el fútbol, cuando nos conocimos jugaba dos días a la semana —respondió Tessa con irritación—. Mañana a las diez, ¿de acuerdo? Te lavaré el pantalón de chándal.)
Fats dio una calada al pitillo, recordando a su pesar. No debería haber accedido a ir. En la actualidad simplemente se habría negado a participar en la payasada de Cuby, se habría quedado en la cama hasta que cesaran los gritos. Un año antes todavía no sabía muy bien en qué consistía ser auténtico.
(Salió de casa con Cuby y soportó un trayecto a pie de cinco minutos, ambos sin decir palabra y plenamente conscientes del abismo que los separaba.
El campo de fútbol pertenecía al St. Thomas. Estaba desierto bajo el sol. Se dividieron en dos equipos de tres, porque había un amigo de Declan pasando el fin de semana en su casa. El amigo en cuestión, que claramente veneraba a Fats, formó equipo con él y Cuby.
Fats y Cuby se pasaban la pelota en silencio, mientras que Barry, seguramente el peor jugador, prorrumpía en gritos y ovaciones con su acento de Yarvil mientras corría de aquí para allá por la zona de juego delimitada con sudaderas. Cuando Fergus marcó un gol, Barry corrió hacia él para celebrarlo con un abrazo, pero calculó mal y le dio un cabezazo en la mandíbula. Los dos cayeron despatarrados, Fergus gimiendo de dolor y riendo a la vez; Barry, sentado en el suelo, se disculpó entre carcajadas. Fats sonrió de oreja a oreja, pero cuando oyó la risa desagradable y estentórea de Cuby, se dio la vuelta, ceñudo.
Y entonces llegó aquel momento, aquel vergonzoso y horrible momento, con un empate en el marcador y a pocos segundos del final del partido, en que Fats le arrebató la pelota a Fergus y Cuby gritó:
—¡Adelante, Stu, chaval!
«Chaval.» Cuby no había dicho «chaval» en toda su vida. Sonó patético, falso y artificial. Trataba de ser como Barry, de imitar la forma relajada y natural en que éste animaba a sus hijos; trataba de impresionar a Barry.
Fats chutó un auténtico cañonazo y, antes de que la pelota impactara de lleno en la cara estúpida y confiada de Cuby y le rompiera las gafas y le brotara una única gota de sangre bajo el ojo, antes de todo eso, tuvo tiempo de comprender que había sido a propósito: que había querido hacerle daño a Cuby y el pelotazo había sido su justo castigo.)
No habían vuelto a jugar a fútbol. Al pequeño experimento fracasado de acercamiento entre padre e hijo se le dio carpetazo, como a otros diez o doce anteriores.
«¡Y yo nunca lo quise a él!»
Fats estaba seguro de haberlo oído. Y Cuby se refería a él. Estaban en su habitación. ¿De quién si no iba a estar hablando Cuby?
«Como si me importara una mierda», se dijo Fats. Era lo que había sospechado siempre. No sabía por qué había notado aquella sensación de frío en el pecho.
Recogió la silla del ordenador, que se había volcado durante el incidente, para ponerla en su sitio. La reacción más auténtica habría sido apartar a su madre de un empujón y partirle la cara a Cuby. Romperle otra vez las gafas. Hacerlo sangrar. Fats estaba indignado consigo mismo por no haberlo hecho.
Pero había otros métodos. Llevaba años oyendo cosas. Sabía mucho más de lo que ellos creían sobre los ridículos miedos de su padre.
Tenía los dedos más torpes que de costumbre. Cuando abrió la página web del concejo parroquial, la ceniza del cigarrillo que tenía en los labios cayó sobre el teclado. Unas semanas atrás, había buscado información sobre las inyecciones SQL y encontrado el código que Andrew no había querido compartir con él. Estudió el foro del concejo durante unos minutos, y entonces, sin dificultad, entró en el sistema con el nombre de Betty Rossiter, lo cambió por el de «El Fantasma de Barry Fairbrother» y empezó a teclear.