Andrew se había pasado horas tratando de decidir qué ropa ponerse para su primer día de trabajo en La Tetera de Cobre. El conjunto que por fin había elegido colgaba en el respaldo de la silla de su dormitorio. Una pústula de acné particularmente furiosa en la mejilla izquierda había decidido aumentar de tamaño hasta casi reventar, y Andrew había llegado al extremo de experimentar con el maquillaje de Ruth, que había cogido a hurtadillas de su cómoda.
El viernes por la noche, mientras ponía la mesa en la cocina pensando en Gaia y las cercanas siete horas seguidas de proximidad con ella, su padre volvió del trabajo en un estado que Andrew jamás le había visto. Simon estaba muy apagado, casi desorientado.
—¿Dónde está tu madre?
Ruth salió, muy afanosa, de la despensa.
—¡Hola, Simoncete! ¿Cómo…? ¿Qué pasa?
—Me han despedido. Dicen que por reducción de plantilla.
Ruth se llevó las palmas a las mejillas con gesto de espanto, y al punto corrió hacia su marido, le echó los brazos al cuello y lo estrechó.
—¿Por qué? —le susurró.
—Por ese mensaje —contestó Simon—. En la puta página web. También se han cargado a Jim y Tommy. O aceptábamos la reducción, o nos echaban por la puta cara. Y con unas condiciones de mierda. Menos de lo que recibió Brian Grant.
Andrew se quedó muy quieto, y poco a poco fue calcificándose en un monumento de culpa.
—Mierda —dijo Simon, con la cabeza apoyada sobre el hombro de su mujer.
—Ya encontrarás otra cosa —le susurró ella.
—Por aquí cerca seguro que no.
Se sentó en una silla de la cocina sin quitarse el abrigo, y echó un vistazo alrededor, al parecer demasiado aturdido para hablar. Ruth no se separaba de él, consternada, cariñosa y llorosa. Andrew se alegró al detectar en la mirada catatónica de Simon aquel histrionismo exagerado tan propio de él. Eso lo ayudó a no sentirse tan culpable. Siguió poniendo la mesa sin decir nada.
La cena transcurrió en un ambiente lúgubre. Paul, informado de la noticia familiar, estaba aterrado, como si su padre pudiera acusarlo a él y responsabilizarlo de su desgracia. Simon se comportó como un auténtico mártir cristiano durante el primer plato, herido pero muy digno ante una persecución injustificada.
—Voy a contratar a alguien para que le aplaste la cara a ese hijo de la gran puta —soltó de pronto, mientras se llevaba a la boca una cucharada de pastel de manzana, y los demás entendieron que se refería a Howard Mollison.
—Ha aparecido otro mensaje en la página web del concejo —informó Ruth con ansiedad—. No has sido el único, Simon. Shir… Me lo han contado en el trabajo. La misma persona, el Fantasma de Barry Fairbrother, ha escrito algo horrible sobre la doctora Jawanda. Howard y Shirley han pedido a un técnico que revise la web y, por lo visto, quien está escribiendo esos mensajes utiliza los datos de usuario de Barry Fairbrother, así que, por si acaso, los han borrado de la… la base de datos o como se llame…
—¿Y eso me va a devolver mi puto empleo?
Ruth no volvió a abrir la boca hasta pasados unos minutos.
A Andrew lo inquietó lo que había contado su madre. Era preocupante que estuvieran investigando al Fantasma de Barry Fairbrother, y resultaba turbador que alguien hubiera seguido su ejemplo. ¿A quién más que a Fats podía habérsele ocurrido utilizar los datos de usuario de Barry Fairbrother? Pero ¿qué razones podía tener Fats para atacar a la doctora Jawanda? ¿O era otra forma de meterse con Sukhvinder? Aquello no le gustaba nada…
—¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó Simon desde el otro lado de la mesa.
—Nada —balbuceó Andrew, pero rectificó—: Es muy fuerte, ¿no? Quedarte sin trabajo…
—Ah, ¡te parece muy fuerte, ¿eh?! —le chilló Simon, y Paul soltó la cuchara y se tiró el helado por encima—. ¡Limpia eso, Pauline! ¡Menudo mariquita estás hecho! —Volvió a mirar a Andrew y añadió—: Ya lo ves, Carapizza, la vida real es esto. ¡El mundo está lleno de canallas que intentan joderte! ¡Y tú —dijo, apuntando con el dedo a su hijo mayor— ya estás jodiendo a Mollison, o no hace falta que vuelvas a casa mañana por la noche!
—Simon…
Pero él apartó la silla de la mesa y tiró su cuchara, que rebotó en el suelo con estrépito, salió de la cocina y cerró de un portazo. Andrew sabía lo que vendría a continuación, y no se equivocaba.
—Para él es un golpe muy duro —explicó Ruth, temblorosa, a sus hijos—. Después de tantos años trabajando para esa empresa… Le preocupa pensar cómo va a mantenernos a partir de ahora.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, cuando sonó el despertador, Andrew lo apagó de un manotazo y saltó de la cama. Estaba emocionado como si fuera Navidad. Se lavó y se vistió a toda velocidad, y luego dedicó cuarenta minutos a su pelo y su cara, aplicándose base de maquillaje en los granos más grandes.
Temió que Simon le saliera al paso cuando pasara de puntillas frente a la habitación de sus padres, pero no fue así. Tras un rápido desayuno, sacó la bicicleta de carreras del garaje y bajó a toda pastilla por la colina hasta Pagford.
Hacía una mañana neblinosa que prometía un día soleado. Las persianas de la tienda de delicatessen todavía estaban bajadas, pero cuando empujó la puerta, ésta cedió y se oyó el tintineo de la campanilla.
—¡Por aquí no! —gritó Howard, y se le acercó bamboleándose—. ¡Tienes que entrar por la puerta de atrás! ¡Quita la bicicleta de ahí y déjala junto a los cubos de basura!
En la parte trasera de la tienda, a la que se accedía por un estrecho callejón, había un pequeño y húmedo patio con suelo de piedra bordeado por altos muros, unos cobertizos con cubos de basura metálicos de tamaño industrial, y una trampilla que daba a una escalera de vértigo que conducía al sótano.
—Átala por ahí, donde no estorbe —dijo Howard, que se había asomado a la puerta trasera, resollando y con la cara perlada de sudor.
Mientras Andrew forcejeaba con el candado de la cadena, Howard se secó la frente con el delantal.
—Bueno, empezaremos por el sótano —dijo, una vez que el chico hubo atado la bicicleta. Señaló la trampilla—. Baja por ahí y mira cómo están organizadas las cosas.
Se agachó para asomarse a la trampilla mientras Andrew descendía por la escalera. Howard llevaba años sin poder bajar a su propio sótano. Maureen solía hacerlo, no sin dificultad, un par de veces por semana, pero ahora que estaba lleno de artículos para la cafetería, se hacían indispensables unas piernas más jóvenes.
—¡Fíjate bien en todo! —le gritó a Andrew, al que ya no divisaba—. ¿Ves dónde tenemos las tartas y los productos de bollería? ¿Ves los sacos de café en grano y las cajas de bolsitas de té? ¿Y los rollos de papel higiénico y las bolsas de basura en el rincón?
—Sí —contestó la resonante voz de Andrew desde las profundidades.
—Llámame señor Mollison —dijo Howard con un deje arisco en su jadeante voz.
Abajo, en el sótano, Andrew se preguntó si tenía que empezar en ese mismo momento.
—Vale… señor Mollison. —Su respuesta sonó un tanto sarcástica, y Andrew se apresuró a arreglarlo preguntando con tono educado—: ¿Qué hay en los armarios grandes?
—Míralo tú mismo —respondió Howard, impaciente—. Para eso has bajado. Para saber dónde tienes que colocar las cosas y de dónde tienes que cogerlas.
Howard oyó los ruidos sordos que producía Andrew al abrir las macizas puertas, y confió en que el chico no fuera demasiado tonto ni necesitara instrucciones continuas. Ese día a Howard se le había acentuado el asma; el índice de concentración de polen era muy alto para la época del año, y a eso había que sumarle la sobrecarga de trabajo, la emoción y las pequeñas frustraciones de la inauguración. Si seguía sudando tanto, quizá tuviera que llamar a Shirley para pedirle que le llevara una camisa limpia antes de que abrieran las puertas.
—¡Ya está aquí la furgoneta! —anunció Howard al oír el murmullo de un motor al final del callejón—. ¡Sube! Tienes que bajarlo todo al sótano y ponerlo en su sitio, ¿de acuerdo? Y súbeme un par de cartones de leche a la cafetería. ¿Me has entendido?
—Sí… señor Mollison —dijo la voz de Andrew allá abajo.
Howard volvió despacio adentro para coger el inhalador que llevaba siempre en su chaqueta, colgada en la trastienda. Después de unas cuantas inhalaciones se sintió mejor. Se secó de nuevo el sudor de la cara con el delantal e hizo crujir la silla en la que se sentó a descansar.
Desde que había ido a ver a la doctora Jawanda por el sarpullido, había pensado varias veces en lo que ella le había advertido sobre su peso: que era la fuente de todos sus problemas de salud.
Eran tonterías, sin duda. No había más que ver al hijo de los Hubbard: flaco como un espárrago y sin embargo padecía un asma de miedo. Howard siempre había sido corpulento, desde que tenía uso de razón. En las pocas fotografías en que aparecía con su padre, que había abandonado a la familia cuando Howard tenía cuatro o cinco años, era un bebé gordinflón. Después de marcharse su padre, su madre lo sentaba a la cabecera de la mesa, entre ella y su abuela, y se quedaba muy compungida si el niño no repetía plato. Poco a poco, Howard había ido creciendo hasta llenar el espacio entre las dos mujeres, y a los doce años estaba igual de gordo que el padre que los había abandonado. Howard asociaba el buen apetito con la masculinidad. Su corpulencia era uno de sus rasgos característicos. Las dos mujeres que lo querían habían construido esa mole con gran satisfacción, y él creía que era típico de la Pelmaza, esa aguafiestas castradora, querer arrebatársela.
Pero a veces, en momentos de debilidad, cuando le costaba respirar o moverse, se asustaba. No le importaba que Shirley se comportara como si él jamás hubiera estado en peligro, pero recordaba las largas noches en el hospital después del bypass, cuando no podía conciliar el sueño por miedo a que su corazón fallara y se detuviera. Siempre que veía a Vikram Jawanda, recordaba que sus largos y oscuros dedos le habían tocado el corazón desnudo y palpitante; la cordialidad que rebosaba en cada encuentro era una forma de ahuyentar ese terror instintivo, primario. Después, en el hospital le habían dicho que tenía que adelgazar un poco, pero ya había adelgazado trece kilos por culpa de la espantosa comida que allí le daban, y en cuanto recibió el alta, Shirley se propuso volver a engordarlo…
Se quedó sentado un momento más, disfrutando de la facilidad con que respiraba gracias al inhalador. Ese día significaba mucho para él. Treinta y cinco años atrás, había introducido la gastronomía de calidad en Pagford con el ímpetu de un aventurero del siglo XVI que regresa con exquisiteces traídas de la otra punta del mundo, y Pagford, tras el recelo inicial, no había tardado en empezar a husmear con curiosidad y timidez en sus tarros de poliestireno. Pensó con añoranza en su difunta madre, que tan orgullosa estaba de su próspero negocio. Lamentó que no hubiera llegado a ver la cafetería. Howard se levantó con esfuerzo, cogió la gorra de cazador de su gancho y se la encasquetó con cuidado, en un acto de autocoronación.
Sus nuevas camareras llegaron a las ocho y media. Howard les tenía preparada una sorpresa.
—Tomad —dijo, tendiéndoles los uniformes: un vestido negro con delantal de volantes blanco, exactamente como él había imaginado—. Creo que son de vuestra talla; los ha escogido Maureen. Ella también se pondrá uno.
Gaia reprimió una risa cuando Maureen entró sin decir nada en la tienda, proveniente de la cafetería, muy sonriente. Llevaba las sandalias Dr. Scholl y medias negras. El vestido le llegaba cinco centímetros por encima de las arrugadas rodillas.
—Podéis cambiaros en la trastienda, chicas —dijo, señalando la puerta por la que acababa de aparecer Howard.
Gaia ya estaba quitándose los vaqueros junto al lavabo del personal cuando vio la expresión de Sukhvinder.
—¿Qué te pasa, Suks? —preguntó.
Ese repentino apodo dio a Sukhvinder el valor para decir lo que, de otra manera, quizá no habría sido capaz de verbalizar.
—No puedo ponerme este vestido —susurró.
—¿Por qué no? Te quedará bien.
Pero era un vestido de manga corta.
—No puedo.
—Pero si… ¡Dios mío! —exclamó Gaia.
Sukhvinder se había arremangado la sudadera. Tenía la cara interna de los brazos cubierta de feas cicatrices entrecruzadas, y unos profundos cortes más recientes, con la sangre ya coagulada, que iban desde la muñeca hasta el codo.
—Suks —le dijo Gaia con serenidad—. ¿A qué juegas, tía?
Sukhvinder negó con la cabeza; tenía los ojos anegados en lágrimas. Gaia se quedó pensativa un momento y entonces dijo:
—Ya sé… Ven aquí.
Empezó a quitarse la camiseta de manga larga.
Se oyó un golpe en la puerta y el pestillo, que no estaba echado del todo, se abrió: Andrew, sudoroso y cargado con dos pesados paquetes de rollos de papel higiénico, metió un pie para entrar, pero el grito de Gaia lo frenó en seco. Al retroceder tropezó con Maureen, que lo reprendió:
—Las chicas se están cambiando ahí dentro.
—El señor Mollison me ha dicho que ponga esto en el lavabo para el personal.
Joder. Qué guay. Gaia en bragas y sujetador. Andrew se lo había visto casi todo.
—¡Lo siento! —gritó Andrew desde el otro lado de la puerta.
Se había puesto tan colorado que le palpitaba la cara.
—Gilipollas —masculló Gaia, tendiéndole la camiseta a Sukhvinder—. Póntela debajo del vestido.
—Quedará muy raro.
—No importa. La semana que viene te pones una negra; parecerá que lleves un vestido de manga larga. Ahora nos inventaremos alguna explicación…
Y cuando salieron de la trastienda, ya uniformadas, Gaia anunció:
—Tiene eccema en los brazos. Se le hacen costras.
—Ah —dijo Howard, y le miró los brazos a Sukhvinder, cubiertos por las mangas largas y blancas de la camiseta de Gaia, y luego miró a Gaia, que estaba tan preciosa como había imaginado.
—La semana que viene me pondré una camiseta negra —dijo Sukhvinder sin mirarlo a los ojos.
—Muy bien —asintió él, y le dio unas palmaditas en la parte baja de la espalda a Gaia al dirigirlas a ambas a la cafetería—. Bien, preparaos. Ya casi estamos. ¡Abre las puertas, Maureen, por favor!
Ya había un grupito de clientes esperando en la acera. En el escaparate, un letrero rezaba: LA TETERA DE COBRE - INAUGURACIÓN - ¡EL PRIMER CAFÉ ES GRATIS!
Andrew pasó horas sin ver a Gaia. Howard lo tuvo muy ocupado subiendo y bajando cartones de leche y zumos de fruta por la empinada escalera del sótano, y limpiando el suelo de la pequeña cocina en la parte de atrás. Lo hicieron comer pronto, antes que a las dos camareras. No volvió a verla hasta que Howard lo llamó al mostrador de la cafetería; ella iba en ese momento en la dirección opuesta, hacia la trastienda, y pasó a escasos centímetros de Andrew.
—¡Estamos desbordados, señor Price! —exclamó Howard de buen humor—. Anda, consíguete un delantal limpio y pásales la bayeta a esas mesas mientras Gaia come algo.
Miles y Samantha Mollison se habían sentado a una mesa junto a la ventana con sus dos hijas y Shirley.
—Parece que va viento en popa —comentó Shirley mirando alrededor. Entonces se fijó en Sukhvinder—. Pero ¿qué demonios lleva esa cría bajo el uniforme?
—¿Vendajes? —sugirió Miles entornando los ojos para ver bien a la chica en el otro extremo del local.
—¡Hola, Sukhvinder! —exclamó Lexie, que la conocía de la escuela primaria.
—No grites, cariño —la regañó su abuela, y Samantha sintió una punzada de rabia.
Maureen salió de detrás de la barra con su vestidito negro y el delantal con volantes, y Shirley, con la taza de café en los labios, se quedó de una pieza.
—Madre mía —musitó mientras Maureen se acercaba a ellos sonriendo de oreja a oreja.
Samantha se dijo que, en efecto, Maureen estaba ridícula, en especial junto a dos chicas de dieciséis años con el mismo vestidito, pero no iba a darle a Shirley la satisfacción de admitir que estaba de acuerdo con ella. Se volvió con gran alarde para mirar al chico que limpiaba las mesas allí cerca. Era flacucho, pero de hombros razonablemente anchos. Se le marcaban los músculos en movimiento bajo la camiseta holgada. Parecía increíble que el trasero de Miles, ahora tan gordo, pudiera haber sido una vez así de pequeño y prieto; entonces el chico se volvió hacia la luz y Samantha le vio el acné.
—No está nada mal, ¿verdad? —le comentó Maureen a Miles con su voz de cuervo—. Ha estado a rebosar desde que hemos abierto las puertas.
—Bueno, chicas —dijo Miles a su familia—, ¿qué vamos a tomar para contribuir a las ganancias del abuelo?
De mala gana, Samantha pidió un plato de sopa, y en ese momento se les acercó Howard desde la tienda de delicatessen; llevaba el día entero cruzando a la cafetería cada diez minutos para saludar a los clientes y comprobar los ingresos en la caja.
—Un éxito aplastante —le dijo a Miles, haciéndose un hueco a su mesa—. ¿Qué te parece el local, Sammy? No lo habías visto, ¿verdad? ¿Te gusta el mural? ¿Y la vajilla?
—Ajá —repuso Samantha—. Muy bonitos.
—Estaba pensando en celebrar aquí mis sesenta y cinco —dijo Howard, y se rascó distraídamente la erupción que aún no habían curado las cremas de Parminder—, pero no hay espacio suficiente. Creo que lo haremos en el centro parroquial, como habíamos decidido.
—¿Cuándo será, abuelo? —preguntó la vocecita de Lexie—. ¿Estoy invitada?
—El veintinueve, y tú, ¿cuántos tienes ya, dieciséis? Pues claro que estás invitada —repuso Howard alegremente.
—¿El veintinueve? —intervino Samantha—. Ay, pero…
Shirley la miró con severidad.
—Howard lleva meses planeándolo, y hace siglos que todos hablamos del asunto.
—… esa noche es el concierto de Libby —concluyó Samantha.
—Es algo del colegio, ¿no? —preguntó Howard.
—No —contestó Libby—. Mamá ha conseguido entradas para el concierto de mi grupo favorito. En Londres.
—Y yo la acompañaré —añadió Samantha—. Libby no puede ir sola.
—La mamá de Harriet dice que ella podría…
—Si vas a Londres, te llevo yo, Libby.
—¿El veintinueve? —preguntó Miles mirando a Samantha muy serio—. ¿El día después de las elecciones?
Ella soltó la risa burlona que le había ahorrado a Maureen.
—Se trata del concejo parroquial, Miles. No creo que tengas que ofrecer muchas ruedas de prensa.
—Bueno, pues te echaremos de menos, Sammy —concluyó Howard, y se levantó con esfuerzo, apoyándose en el respaldo de la silla de ella—. Será mejor que siga con… Ya está bien, Andrew, deja eso ya… Ve a ver si hace falta subir algo del sótano.
Andrew se vio obligado a esperar junto a la barra con la gente pasando ante él de ida y vuelta de los lavabos. Maureen cargaba a Sukhvinder con platos de bocadillos.
—¿Cómo está tu madre? —le preguntó la mujer a bocajarro a la muchacha, como si acabara de ocurrírsele.
—Bien —respondió ella ruborizándose.
—¿No está muy disgustada por ese asunto en la web del concejo?
—No —contestó Sukhvinder, pero los ojos se le humedecieron.
Andrew salió al patio de atrás; a media tarde daba el sol y hacía una temperatura agradable. Confiaba en que Gaia estuviese allí, aireándose un poco, pero debía de haberse quedado en la trastienda. Decepcionado, encendió un cigarrillo. Apenas había dado una calada cuando Gaia salió de la cafetería, rematando el almuerzo con una lata de refresco.
—Hola —dijo Andrew con la boca seca.
—Hola —contestó ella, y al cabo de un instante añadió—: Eh, ¿por qué ese amigo tuyo trata tan mal a Sukhvinder? ¿Es algo personal, o es racista?
—No, no es racista —respondió Andrew.
Se quitó el pitillo de la boca, intentando que no le temblaran las manos, pero no se le ocurría nada más que decir. El sol que se reflejaba en los cubos de basura le calentaba la sudorosa espalda; estar tan cerca de ella con aquel entallado vestidito negro era casi insoportable, en especial ahora que había visto lo que ocultaba debajo. Dio otra calada; no creía haberse sentido nunca tan deslumbrado, tan vivo.
—¿Y qué le ha hecho ella?
La curva de las caderas hasta la estrecha cintura; la perfección de aquellos ojos grandes y moteados por encima de la lata de Sprite. Andrew tuvo ganas de decir: «Nada, es un cabrón, le pegaré un puñetazo si me dejas tocarte…»
Sukhvinder salió al patio, parpadeando por el sol; parecía incómoda y acalorada con la camiseta de Gaia.
—Quiere que vuelvas a entrar —le dijo a ésta.
—Pues que espere —repuso Gaia con frialdad—. Voy a acabarme esto. Sólo he tenido cuarenta minutos.
Andrew y Sukhvinder la contemplaron mientras daba sorbos a la lata, impresionados por su arrogancia y su belleza.
—¿No estaba diciéndote la bruja algo sobre tu madre hace un momento? —le preguntó Gaia a Sukhvinder, que asintió con la cabeza—. Pues a mí me parece que fue el amiguito de éste —continuó Gaia, mirando a Andrew, y a él su énfasis en «de éste» le resultó absolutamente erótico, aunque lo hubiese dicho con tono despectivo— quien colgó ese mensaje sobre tu madre en la web.
—No pudo ser Fats —dijo Andrew con voz levemente temblorosa—. El que lo hizo se metió también con mi padre, hace un par de semanas.
—¿Cómo? —se interesó Gaia—. ¿La misma persona colgó algo sobre tu padre?
Él asintió, encantado de ser objeto de su interés.
—Decía que robaba, ¿no? —intervino Sukhvinder con considerable valentía.
—Sí. Y ayer lo despidieron. —Y mirando a los ojos a Gaia, casi sin vacilar, añadió—: Así que su madre no es la única persona que ha sufrido.
—Qué fuerte —soltó Gaia, y apuró la lata antes de lanzarla a un cubo de basura—. En este pueblo están como putas cabras.