I

Samantha Mollison ya se había comprado los tres DVD del grupo musical favorito de Libby. Los tenía escondidos en el cajón de los calcetines y las medias, al lado de su diafragma, y preparó una coartada por si Miles los encontraba: eran un regalo para Libby. A veces, en la tienda, donde últimamente había menos movimiento que nunca, buscaba fotografías de Jake en internet. Durante una de esas sesiones de búsqueda de imágenes —Jake con traje, pero sin camisa; Jake con vaqueros y camiseta de tirantes blanca— descubrió que el grupo iba a dar un concierto en Wembley dos semanas más tarde.

Libby se alegraría mucho si le regalaba una entrada; además, sería una oportunidad para pasar un rato juntas. Samantha tenía una amiga de la universidad que vivía en West Ealing; podrían quedarse a dormir en su casa. Más emocionada de lo que se había sentido en mucho tiempo, consiguió dos entradas carísimas para el concierto. Esa noche, cuando regresó a su casa, estaba radiante por el efecto de aquel delicioso secreto, casi como si llegara de una cita.

Miles estaba en la cocina; todavía no se había cambiado y tenía el teléfono en la mano. Al verla entrar se quedó mirándola con una expresión extraña, difícil de descifrar.

—¿Qué pasa? —preguntó Samantha, un poco a la defensiva.

—No consigo hablar con papá. Su teléfono comunica todo el rato. Han colgado otro mensaje.

Como ella lo miraba perpleja, añadió con un deje de impaciencia:

—¡El Fantasma de Barry Fairbrother! ¡Otro mensaje! ¡En la web del concejo!

—Ah —dijo Samantha desenrollándose la bufanda—. Vale.

—Acabo de encontrarme a Betty Rossiter por la calle y me lo ha contado. He mirado en el foro, pero no he visto nada. Mamá ya debe de haberlo borrado. Bueno, eso espero, porque si la Pelmaza va con esto a un abogado, mamá va a estar en la línea de fuego.

—¿Era sobre Parminder Jawanda? —dijo Samantha con tono deliberadamente despreocupado.

No preguntó de qué se la acusaba, en primer lugar porque estaba decidida a no ser una bruja entrometida y cotilla como Shirley y Maureen, y en segundo lugar porque creía saberlo ya: que Parminder era la responsable de la muerte de Cath Weedon. Tras una breve pausa, preguntó con cierto retintín:

—¿Y dices que tu madre va a estar en la línea de fuego?

—Bueno, es la administradora de la página web, así que podrían responsabilizarla si no elimina cualquier afirmación difamatoria o potencialmente difamatoria. No estoy seguro de que mis padres comprendan la gravedad de todo esto.

—Podrías defender a tu madre. A ella le encantaría.

Pero Miles no la oyó. Pulsaba una y otra vez la tecla de rellamada y fruncía el entrecejo, porque el teléfono de su padre seguía comunicando.

—Esto se está poniendo muy feo —dijo.

—Cuando era Simon Price a quien atacaban no te parecía tan grave. ¿Qué diferencia hay?

—Si es una campaña contra los miembros del concejo, o contra los candidatos…

Samantha se dio la vuelta para ocultar una sonrisa. Al fin y al cabo, no era por su madre por quien Miles estaba preocupado.

—Pero ¿qué quieres que publiquen sobre ti? —preguntó con fingida inocencia—. Tú no tienes secretos.

«Si los tuvieras, a lo mejor serías más interesante.»

—¿Y esa carta?

—¿Qué carta?

—Por amor de Dios. ¡Mamá y papá dijeron que había llegado una carta, una carta anónima sobre mí! ¡Ponía que no le llegaba a la suela del zapato a Barry Fairbrother!

Samantha abrió la nevera y contempló su poco apetecible contenido, consciente de que su marido no podía verle la cara con la puerta abierta.

—No pensarás que alguien tiene algo contra ti, ¿verdad? —preguntó.

—No, pero soy abogado. Puede haber gente que me guarde rencor. No creo que esos mensajes anónimos… No sé, hasta el momento todos se refieren a la otra parte, pero podría haber represalias en… No me gusta nada el cariz que están tomando las cosas.

—Mira, Miles, en eso consiste la política —repuso Samantha, divertida—. En airear los trapos sucios.

Él salió ofendido de la cocina, pero a ella no le importó: su pensamiento volvía a estar ocupado por pómulos cincelados, cejas picudas y músculos abdominales tensos y firmes. Ya se sabía de memoria casi todas las canciones del DVD. Se compraría una camiseta del grupo, y otra para Libby. Jake estaría contoneándose a sólo unos metros de ella. Se divertiría como hacía años que no lo hacía.

Entretanto, Howard se paseaba arriba y abajo por la tienda de delicatessen con el móvil pegado a la oreja. Habían bajado las persianas y encendido las luces, y al otro lado del arco de la pared, Shirley y Maureen se afanaban en preparar la cafetería para la inauguración, desempaquetando loza y vasos, hablando en voz baja, alborotadas, y tratando de oír las contribuciones casi monosilábicas de Howard a la conversación que mantenía.

—Sí… Hum… Hum… Sí…

—Chillándome, así como lo oyes —decía Shirley—. Chillándome y soltando palabrotas. «Quítelo ahora mismo, joder», me dijo. Y yo le respondí: «Voy a quitarlo, doctora Jawanda, y le agradecería que no me insultara.»

—Yo, si me hubiera insultado, lo habría dejado allí un par de horas más —opinó Maureen.

Shirley sonrió: resultaba que había decidido prepararse una taza de té, dejando el mensaje anónimo sobre Parminder cuarenta y cinco minutos más antes de quitarlo. Maureen y ella ya habían desmenuzado el asunto del mensaje hasta dejarlo pelado; su hambre más inmediata estaba saciada. Ahora Shirley miraba hacia el futuro con ruindad, ansiosa por ver cómo reaccionaría Parminder al haberse hecho público su secreto.

—Entonces no pudo ser ella quien puso el mensaje sobre Simon Price —dedujo Maureen.

—No, evidentemente —coincidió Shirley mientras pasaba el trapo por las bonitas piezas de loza azul y blanca que había escogido, rechazando otras de tono rosa que a Maureen le gustaban más.

A veces, aunque no estuviera directamente involucrada en el negocio, a Shirley le gustaba recordarle a Maureen que todavía tenía mucha influencia por ser la mujer de Howard.

—Sí —dijo Howard por teléfono—. Pero ¿no sería mejor que…? Hum… hum…

—¿Y tú quién crees que es? —preguntó Maureen.

—Pues no lo sé —contestó Shirley con gesto remilgado, como si estuviera muy por encima de esa información y esas sospechas.

—Seguro que alguien que conoce a los Price y los Jawanda —especuló Maureen.

—Evidentemente —volvió a decir Shirley.

Entonces Howard colgó por fin.

—Aubrey está de acuerdo —informó a las dos mujeres entrando con sus andares de pato en la cafetería. Llevaba en la mano el Yarvil Gazette de ese día—. Es un artículo poco convincente. Muy poco convincente.

Ambas mujeres tardaron unos segundos en recordar que se suponía que tenían que mostrarse interesadas por el artículo póstumo de Barry Fairbrother aparecido en el periódico local. Su fantasma era muchísimo más interesante.

—Ah, sí. A mí me ha parecido muy flojo —dijo Shirley cuando reaccionó.

—La entrevista a Krystal Weedon era divertida —apuntó Maureen con sorna—. Decía que le gustaba el arte. Supongo que se refería a los garabatos que hace en los pupitres.

Howard se rió. Buscando un pretexto para darles la espalda, Shirley cogió del mostrador la EpiPen de recambio de Andrew Price, que Ruth había llevado a la tienda esa mañana. Shirley había buscado información sobre las EpiPen en su página web médica favorita, y se consideraba capacitada para explicar cómo funcionaba la adrenalina. Pero como nadie se lo preguntó, guardó el tubito blanco en un armario y cerró la puerta haciendo tanto ruido como pudo para que Maureen no siguiera con sus ocurrencias.

A Howard le sonó el teléfono que tenía en su enorme mano.

—¿Sí? Ah, Miles. Sí, sí… Sí, ya nos hemos enterado… Mamá lo ha visto esta mañana… —Rió—. Sí, ya lo ha quitado… No lo sé… Creo que lo publicaron ayer… Hombre, yo no diría… Todos conocemos a la Pelmaza desde hace años…

Pero la jocosidad de Howard fue debilitándose a medida que Miles hablaba. Al cabo de un rato dijo:

—Ah… Sí, entiendo. Sí. No, no me lo había planteado desde… Quizá deberíamos buscar a alguien que le eche un vistazo a la seguridad…

Las tres personas que estaban en la tienda no repararon en el ruido de un coche que pasaba por la plaza a oscuras, pero el conductor sí vio la enorme sombra de Howard Mollison moverse detrás de las persianas de color crema. Gavin pisó el acelerador, impaciente por llegar a casa de Mary. Por teléfono le había parecido que estaba desesperada.

—¿Quién es el que hace esto? ¿Quién es? ¿Quién me odia tanto?

—Nadie te odia —había dicho él—. ¿Cómo quieres que alguien te odie? No te muevas, voy para allá.

Aparcó delante de la casa, cerró la portezuela con un golpe sordo y corrió por el sendero. Mary le abrió antes de que él llamara. Volvía a tener los ojos hinchados y llorosos, y llevaba una bata de lana hasta los pies que la empequeñecía. No era nada seductora; es más, era la antítesis del kimono rojo de Kay. Sin embargo, su carácter casero y sencillo, incluso su fealdad, ofrecían un nuevo nivel de intimidad.

Los cuatro hijos de Mary se hallaban en la sala de estar. Mary le indicó a Gavin que la acompañara a la cocina.

—¿Saben algo? —preguntó él.

—Fergus sí. Se lo ha contado un compañero de clase. Le he pedido que no les diga nada a los demás. La verdad, Gavin… ya no aguanto más. Tanta maldad…

—Pero no es cierto —replicó él, y entonces, superado por la curiosidad, añadió—: ¿Verdad que no?

—¡Claro que no! —exclamó ella, indignada—. Bueno… no lo sé… no la conozco mucho. Pero hacerle hablar a él así… poner esas palabras en su boca… ¿No se han parado a pensar en cómo me sentaría a mí?

Y rompió a llorar de nuevo. A Gavin no le pareció oportuno abrazarla mientras llevara aquella bata, y al instante se alegró de no haberlo hecho, porque Fergus, el hijo de dieciocho años, entró en la cocina.

—Hola, Gav.

El chico parecía cansado, mayor de lo que era. Con un brazo rodeó los hombros de su madre, que apoyó la cabeza en su hombro, enjugándose las lágrimas con la manga de la camisa de su hijo, como una niña pequeña.

—Yo no creo que haya sido la misma persona —les dijo Fergus sin ningún preámbulo—. He vuelto a leerlo. El estilo del mensaje es diferente.

Lo tenía en su teléfono móvil, y empezó a leerlo en voz alta:

—«La concejala Dra. Parminder Jawanda, que se las da de preocuparse tanto por los pobres y necesitados de la región, siempre ha tenido una motivación secreta. Hasta el día de mi muerte…»

—Para, Fergus —pidió Mary, y se sentó a la mesa de la cocina—. No lo soporto. En serio, no puedo. Y por si fuera poco, hoy han publicado su artículo en el periódico.

Se tapó la cara con las manos y lloró en silencio; Gavin vio el periódico local encima de la mesa. Él nunca lo leía. Sin preguntar, fue al armario a prepararle una copa a Mary.

—Gracias, Gav —dijo ella con voz nasal cuando él le llevó el vaso.

—Podría ser Howard Mollison —especuló Gavin, y se sentó a su lado—. Por lo que Barry decía de él.

—No lo creo —repuso Mary, secándose las lágrimas—. Es algo tan cruel. Nunca hizo nada parecido cuando Barry… —hipó un poco— vivía. —Y entonces le espetó a su hijo—: Tira ese periódico, Fergus.

El chico la miró, dolido y confuso.

—Pero si sale el artículo de papá…

—¡Tíralo! —insistió Mary con un deje de histeria en la voz—. ¡Si quiero puedo leerlo en el ordenador! ¡Lo último que hizo tu padre antes de morir, el día de nuestro aniversario de boda!

Fergus cogió el periódico de la mesa y se quedó un momento de pie, observando a su madre, que volvió a ocultar la cara entre las manos. Entonces, tras mirar brevemente a Gavin, salió de la cocina con el Yarvil Gazette.

Al cabo de un rato, cuando Gavin consideró que el chico ya no volvería, le puso una mano en el brazo con gesto consolador. Se quedaron un rato allí sentados, en silencio. Gavin se sentía mucho mejor ahora que el periódico ya no estaba encima de la mesa.