XI

El martes por la mañana Krystal no llevó a Robbie a la guardería, sino que lo vistió para llevárselo al funeral de la abuelita Cath. Mientras le ponía sus pantalones menos rotos, que ya le quedaban cortos, intentó explicarle quién había sido la abuelita Cath, pero podría haberse ahorrado la molestia. Robbie no conservaba ningún recuerdo de la abuelita, y tampoco tenía ni idea del significado de «abuelita»; los únicos parentescos que conocía eran «madre» y «hermana». Pese a las cambiantes insinuaciones y las cosas que le contaba Terri, Krystal sabía que su madre ignoraba quién era el padre del niño.

Oyó los pasos de su madre en la escalera.

—Deja eso —le espetó a Robbie, que había cogido una lata de cerveza vacía de la butaca donde solía sentarse Terri—. Ven aquí.

Krystal cogió a Robbie de la mano y fueron al recibidor. Terri todavía llevaba el pantalón del pijama y la camiseta sucia con que había dormido, e iba descalza.

—¿Por qué no te has cambiado? —inquirió Krystal.

—No voy —dijo Terri, y entró en la cocina—. Me lo he pensado mejor.

—¿Por qué?

—No quiero ir. —Encendió un cigarrillo con la llama de un fogón—. No me da la gana.

Krystal todavía tenía a Robbie cogido de la mano, y el niño le daba tirones y se balanceaba.

—Van a ir todos —insistió—. Cheryl, Shane, todos.

—¿Y qué? —repuso Terri, agresiva.

Krystal había contado con que su madre se echara atrás en el último momento. En el funeral tendría que enfrentarse a Danielle, la hermana que hacía como si Terri no existiera, por no mencionar a los demás parientes que las habían repudiado. Quizá estuviera allí Anne-Marie. Todas las noches que había pasado llorando por la abuelita Cath y el señor Fairbrother, Krystal se había aferrado a esa esperanza como quien se aferra a una linterna en la oscuridad.

—Tienes que ir —le dijo a su madre.

—Pues no iré.

—Se trata de la abuelita Cath.

—¿Y qué?

—Hizo mucho por nosotras.

—No hizo una mierda —replicó Terri con desdén.

—Sí hizo —la contradijo Krystal, con las mejillas encendidas y apretando la mano de Robbie.

—Por ti a lo mejor sí. Por mí no hizo una mierda. Ya puedes ir a berrear en su puta tumba si quieres. Yo paso.

—¿Por qué?

—Es asunto mío, ¿vale?

Entonces apareció la vieja sombra de la familia.

—Va a venir Obbo, ¿verdad?

—Es asunto mío —repitió Terri con patética dignidad.

—Ven al funeral —dijo Krystal elevando la voz.

—Vas tú.

—No te chutes —le pidió Krystal, y su voz subió una octava.

—No me voy a chutar —dijo Terri, pero le dio la espalda y se puso a mirar por la sucia ventana de la cocina, desde donde se veía una parcela de hierba crecida y salpicada de basura, lo que ellas llamaban el «jardín trasero».

Robbie se soltó de la mano de su hermana y se fue a la sala. Con los puños metidos en los bolsillos de los pantalones de chándal y cuadrando los hombros, Krystal intentó decidir qué hacer. Le daba ganas de llorar pensar que iba a perderse el funeral, pero su aflicción contenía también cierto alivio, porque, si no iba, no debería enfrentarse a la batería de miradas hostiles que a veces había tenido que soportar en casa de la abuelita Cath. Estaba furiosa con Terri, y sin embargo la entendía. «Ni siquiera sabes quién es el padre, ¿verdad, zorra?» Quería conocer a Anne-Marie, pero tenía miedo.

—Vale, pues yo me quedo.

—No tienes que quedarte. Puedes ir si quieres. Me da igual.

Pero Krystal se quedó porque sabía que aparecería Obbo, que llevaba más de una semana fuera ocupándose de sus turbios asuntos. Deseó que hubiera muerto, que no volviera nunca.

Se puso a ordenar la casa, por hacer algo, mientras se fumaba uno de los cigarrillos liados que le había dado Fats Wall. No le gustaban, pero sí que él se los hubiera regalado. Los había guardado en el joyero de plástico de Nikki, junto con el reloj de Tessa.

Había pensado que, después del polvo en el cementerio, quizá no volviera a ver a Fats, porque él se había quedado muy callado y se había ido casi sin decirle adiós, pero pocos días después quedaron en el parque. Krystal advirtió que él se lo pasaba mejor esa vez que la anterior; no estaban colocados, y aguantó más. Después se quedó tumbado a su lado en la hierba, bajo los matorrales, fumando, y cuando ella le dijo que había muerto la abuelita Cath, él le contó que la madre de Sukhvinder Jawanda le había recetado a su bisabuela un medicamento inadecuado o algo así; no sabía exactamente qué había pasado.

Krystal se quedó horrorizada. Eso significaba que la abuelita Cath no tenía por qué haber muerto; podría estar viva todavía en su bonita casa de Hope Street, por si Krystal la necesitaba, ofreciéndole un refugio con una cama cómoda y sábanas limpias, la pequeña cocina llena de comida y una vajilla compuesta por piezas desparejadas, y el pequeño televisor en el rincón de la sala: «No quiero ver porquerías, Krystal, apágalo.»

A Krystal le caía bien Sukhvinder, pero la madre había matado a la abuelita Cath. No había que establecer diferencias entre los miembros de una tribu enemiga. Krystal tenía la clara intención de hacer polvo a Sukhvinder; pero entonces había intervenido Tessa Wall. Krystal no recordaba los detalles de lo que le había dicho, pero por lo visto Fats se había equivocado, o al menos no tenía toda la razón. Le había prometido a Tessa, a regañadientes, dejar en paz a Sukhvinder pero, en su mundo frenético y cambiante, una promesa así sólo podía ser una medida provisional.

—¡Deja eso! —le gritó a Robbie, que intentaba abrir la lata de galletas donde Terri guardaba sus bártulos.

Krystal se la quitó de un tirón y la sostuvo en las manos como si se tratara de un ser vivo, algo que pelearía por su vida y cuya destrucción traería consecuencias terribles. En la tapa de la lata había un dibujo cubierto de arañazos: un carruaje con equipaje en el techo, tirado por la nieve por cuatro caballos castaños, y en lo alto un cochero con una corneta. Se llevó la lata arriba mientras Terri fumaba en la cocina, y la escondió en su dormitorio. Robbie la siguió.

—Quiero al parque a jugar.

A veces Krystal lo llevaba y lo montaba en los columpios o en la rueda.

—Hoy no, Robbie.

El crío se puso a lloriquear hasta que ella le gritó que se callara.

Más tarde, cuando ya había oscurecido —después de que Krystal bañara a Robbie y le preparara unos espaguetis, cuando ya hacía mucho que el funeral había terminado—, Obbo llamó a la puerta. Krystal lo vio desde la ventana del dormitorio de Robbie e intentó llegar antes que Terri, pero no pudo.

—Qué hay, Ter —dijo Obbo, y traspasó el umbral sin que nadie lo hubiera invitado—. Me han dicho que la semana pasada me buscabas.

Krystal le había ordenado a Robbie que se quedara donde estaba, pero el niño la siguió por la escalera. Ahora percibía el olor a champú del pelo de su hermanito mezclado con el olor a tabaco y sudor impregnado en la vieja chaqueta de cuero de Obbo. Él había bebido, así que, cuando le sonrió con lascivia a Krystal le llegó una vaharada de cerveza.

—Qué pasa, Obbo —dijo Terri con aquel tono que Krystal sólo le oía cuando hablaba con él. Era conciliador, complaciente; admitía que Obbo tenía ciertos derechos en aquella casa—. ¿Dónde te habías metido?

—En Bristol. ¿Y tú qué, Ter?

—Mi madre no quiere nada —intervino Krystal.

Él la miró parpadeando a través de sus gruesas gafas. Robbie se aferraba con fuerza a la pierna de su hermana y le hincaba las uñas.

—¿Y ésta quién es, Ter? —preguntó Obbo—. ¿Tu mami?

Terri rió. Krystal miró con odio a Obbo; Robbie seguía fuertemente agarrado a su pierna. Obbo deslizó su adormilada mirada hacia el crío.

—¿Y cómo está mi niño?

—No es tu niño, capullo —le soltó Krystal.

—¿Cómo lo sabes? —replicó Obbo, tranquilo y sonriente.

—Vete a la mierda. Mi madre no quiere nada. ¡Díselo! —le gritó a Terri—. Dile que no quieres nada.

Arredrada, atrapada entre dos voluntades más fuertes que la suya, Terri dijo:

—Sólo ha venido a ver…

—Mentira —la cortó Krystal—. Eso es mentira. Díselo. ¡No quiere nada! —le gritó con fiereza a la cara sonriente de Obbo—. Lleva semanas sin chutarse.

—¿Es verdad, Terri? —preguntó él sin dejar de sonreír.

—Sí —dijo Krystal al ver que su madre no contestaba—. Todavía va a Bellchapel.

—Pues no será por mucho tiempo —observó Obbo.

—Vete a la puta mierda —le espetó Krystal, furiosa.

—Porque la van a cerrar.

—¿Ah, sí? —El pánico se reflejó en la cara de Terri—. No es verdad.

—Claro que sí. Por los recortes.

—Tú no tienes ni idea —le dijo Krystal—. No le hagas caso, mamá. No han dicho nada, ¿a que no?

—Por los recortes —repitió Obbo, palpándose los abultados bolsillos en busca de cigarrillos.

—Acuérdate de la revisión que tenemos pendiente —le dijo Krystal a su madre—. No puedes chutarte. No puedes.

—¿Qué dices? —preguntó Obbo mientras intentaba encender el mechero.

Pero ninguna de las dos le contestó. Terri le sostuvo la mirada a su hija un par de segundos; luego, de mala gana, la deslizó hacia Robbie, que iba en pijama y seguía agarrado a la pierna de Krystal.

—Sí, ya me iba a la cama, Obbo —balbuceó sin mirarlo—. Nos vemos otro día.

—Me ha dicho Cheryl que se ha muerto la abuelita —comentó él.

De pronto a Terri se le contrajo el rostro de dolor y pareció tan vieja como la propia abuelita Cath.

—Sí, me voy a la cama. Vamos, Robbie. Ven conmigo, Robbie.

El niño no quería soltar a su hermana mientras Obbo estuviera allí. Terri le tendió una mano como una garra.

—Ve con ella, Robbie —lo instó Krystal. A veces, Terri agarraba a su hijo como si fuera un osito de peluche; era mejor Robbie que un chute—. Anda, vete con mamá.

Algo en la voz de su hermana lo tranquilizó, y dejó que Terri se lo llevara arriba.

—Hasta luego —dijo Krystal sin mirar a Obbo.

Se metió en la cocina, sacó del bolsillo el último cigarrillo de Fats Wall y se agachó para encenderlo en el fogón. Oyó que se cerraba la puerta de la calle y se sintió triunfante. «Que te follen.»

—Tienes un culo precioso, Krystal.

Ella dio tal brinco que un plato resbaló del montón que tenía al lado y se estrelló contra el sucio suelo. Obbo no se había marchado, sino que la había seguido. Le miraba fijamente el pecho, prieto bajo la ceñida camiseta.

—Vete a tomar por culo.

—Estás hecha una mujercita.

—Vete a tomar por culo.

—Me han dicho que lo haces gratis —continuó Obbo, y se le acercó—. Podrías ganar más dinero que tu madre.

—Vete…

Obbo le puso una mano en el pecho izquierdo. Krystal intentó apartarse, pero él la retuvo por la cintura con la otra mano. Ella le rozó la cara con el cigarrillo encendido, y Obbo le dio un puñetazo en la cabeza. Cayeron más platos al suelo y se rompieron, y entonces, mientras forcejeaban, Krystal resbaló y se cayó; se golpeó la parte posterior de la cabeza contra el suelo. Obbo se le montó encima y ella notó cómo tiraba hacia abajo de sus pantalones de chándal.

—¡No! ¡No! ¡Mierda!

Los nudillos de Obbo se le hincaron en el vientre mientras él se desabrochaba la bragueta. Intentó gritar, pero él le dio una bofetada. Su olor le impregnaba la nariz mientras le farfullaba al oído:

—Si gritas, te rajo, zorra.

La penetró, y le hizo daño. Krystal lo oía gruñir, y oía también su débil quejido: un sonido cobarde y tenue del que se avergonzaba.

Obbo se corrió y se apartó de ella. Inmediatamente, Krystal se subió los pantalones y se levantó; se quedó mirándolo, con lágrimas en las mejillas, mientras él le sonreía con lascivia.

—Se lo diré al señor Fairbrother —se oyó decir entre sollozos.

No sabía por qué lo había dicho. Era una estupidez.

—¿Quién coño es ése? —Obbo se abrochó la bragueta. Encendió un cigarrillo con parsimonia y se colocó ante la puerta, cerrándole el paso a Krystal—. ¿A él también te lo tiras? Eres una putita.

Salió al pasillo y desapareció.

Krystal temblaba como jamás había temblado. Creyó que iba a vomitar; tenía el olor de Obbo por todo el cuerpo. Le dolía la parte posterior de la cabeza; notaba un dolor dentro, y las bragas húmedas. Salió de la cocina, fue a la sala y se quedó allí de pie, temblando, abrazándose a sí misma; de pronto temió que Obbo volviera, sintió terror y se apresuró a echar el cerrojo de la puerta.

Volvió a la sala de estar; encontró una colilla larga y la encendió. Fumando, temblando y sollozando, se dejó caer en la butaca de Terri. Se levantó de un brinco al oír pasos en la escalera: Terri bajó y la miró, aturdida y recelosa.

—¿Qué te pasa?

Krystal se atragantó con las palabras:

—Me acaba… me acaba de violar.

—¿Qué?

—Obbo. Me acaba…

—No puede ser.

Era la negación instintiva con que Terri le hacía frente a todo en la vida: «No puede ser, él no haría eso, yo nunca, yo no.»

Krystal se abalanzó sobre ella y le dio un empujón. Escuálida como estaba, Terri cayó hacia atrás al suelo del pasillo, chillando y soltando juramentos. Krystal corrió hacia la puerta que acababa de cerrar, forcejeó con el cerrojo y la abrió de un tirón.

Cuando había recorrido veinte metros por la calle oscura, sin dejar de llorar, se le ocurrió que Obbo podía estar esperándola fuera, vigilando. Atajó por el jardín de un vecino y, corriendo, trazó una ruta en zigzag por los callejones traseros en dirección a la casa de Nikki; entretanto, la humedad se extendía por sus bragas y creyó que iba a vomitar.

Ella sabía que lo que le había hecho Obbo era una violación. A la hermana mayor de Leanne la habían violado en el aparcamiento de una discoteca de Bristol. Otras chicas habrían ido a la policía, eso también lo sabía; pero si tu madre era Terri Weedon no invitabas a la policía a entrar en tu vida.

«Se lo diré al señor Fairbrother.»

Sus sollozos se hicieron más espasmódicos. Habría podido contárselo a Fairbrother. Él sabía que en la vida real pasaban esas cosas: tenía un hermano que había estado en la cárcel, le había contado anécdotas de su juventud. No había tenido una adolescencia tan difícil como la suya —Krystal sabía que nadie llevaba una vida tan mísera como la suya, eso lo tenía claro—, pero sí parecida a la de Nikki o Leanne. Se les había acabado el dinero; su madre había comprado una casa de protección oficial y luego no había podido pagar la hipoteca; habían vivido un tiempo en una caravana que les había prestado un tío suyo.

Fairbrother se encargaba de todo, sabía solucionar los problemas. Había ido a su casa y había hablado con Terri de los entrenamientos de remo, porque madre e hija se habían peleado y aquélla se negaba a firmar los impresos para que Krystal fuera a los desplazamientos con el equipo. Fairbrother no se había escandalizado, o lo había disimulado, lo cual venía a ser lo mismo. Terri, que no confiaba en nadie y a quien nadie le caía bien, había dicho: «Parece un tío legal», y había firmado.

Una vez, Fairbrother le había dicho: «Tú lo tendrás más difícil que los demás, Krys; yo también lo tuve más difícil. Pero puedes salir adelante. No tienes que seguir el mismo camino que todos.»

Se refería a estudiar y esas cosas, pero ya era demasiado tarde para eso y, además, eran gilipolleces. ¿De qué iba a servirle ahora saber leer?

«¿Cómo está mi niño?»

«No es tu niño, capullo.»

«¿Cómo lo sabes?»

La hermana de Leanne había tenido que tomarse la pastilla del día después. Krystal le preguntaría a Leanne qué había que hacer para conseguirla e iría a buscarla. No podía tener un hijo de Obbo. Esa idea le producía náuseas.

«Tengo que salir de aquí.»

Pensó en Kay, pero la descartó. Decirle a una asistente social que Obbo entraba y salía a su antojo de su casa, y que la había violado, venía a ser lo mismo que decírselo a la policía. Si Kay se enteraba, seguro que se llevaría a Robbie.

Oía en su cabeza una voz lúcida y clara que hablaba con el señor Fairbrother; él era el único adulto que le había hablado como ella necesitaba que le hablaran, y no como la señora Wall, tan bienintencionada y tan estrecha de miras, o la abuelita Cath, que no quería oír la verdad.

«Tengo que sacar a Robbie de aquí. ¿Qué puedo hacer? Tengo que salir de aquí.»

Su único refugio seguro, la casita de Hope Street, ya estaban disputándoselo sus parientes…

Dobló a toda prisa una esquina bajo una farola, mirando hacia atrás por si Obbo la seguía. Y entonces le vino la respuesta, como si el señor Fairbrother le hubiera mostrado el camino: si Fats Wall la dejaba embarazada, podría conseguir su propia casa de protección oficial. Si Terri volvía a drogarse, podría llevarse a Robbie a vivir con ella y el nuevo bebé. Y Obbo jamás pondría un pie en su casa. La puerta tendría cerrojos, cadenas y cerraduras, y su casa estaría limpia, siempre muy limpia, como la de la abuelita Cath.

Siguió corriendo por calles oscuras, y sus sollozos fueron reduciéndose hasta desaparecer.

Seguramente los Wall le darían dinero. Ellos eran así. Se imaginaba la cara preocupada de Tessa, inclinada sobre una cuna. Krystal iba a darles un nieto.

Fats la abandonaría cuando se quedara embarazada, eso era lo que hacían todos; Krystal lo había visto infinidad de veces en los Prados. Aunque era un chico muy raro: quizá la sorprendiera. A ella tanto le daba. Su interés por él se había reducido hasta casi extinguirse, sólo le importaba porque era una pieza esencial de su plan. Lo que quería era el bebé: el bebé era más que un medio para conseguir un fin. Le gustaban los bebés; siempre había adorado a Robbie. Se los quedaría a los dos y los cuidaría; sería una especie de abuelita Cath para su familia, sólo que mejor, más cariñosa y más joven.

Quizá Anne-Marie fuera a visitarla cuando ya no viviera en casa de Terri. Sus hijos serían primos. Tuvo una clara visión en la que estaba con Anne-Marie ante la puerta de la escuela St. Thomas de Pagford, diciendo adiós con la mano a dos niñitas con vestido azul claro y calcetines cortos.

En casa de Nikki había luces encendidas, como siempre. Krystal echó a correr.