El lunes era el día de la semana que Parminder llegaba más tarde del trabajo y, como Vikram también volvía tarde del hospital, los tres hijos de los Jawanda ponían la mesa y se preparaban ellos mismos la cena. A veces se peleaban, otras bromeaban y se reían, pero ese día cada uno estaba enfrascado en sus pensamientos y realizaron la tarea con una eficacia inusual y casi sin decirse nada.
Sukhvinder no les había contado a sus hermanos que había intentado saltarse las clases, ni que Krystal Weedon había amenazado con darle una paliza. Últimamente se mostraba más reservada que nunca. La asustaba hacer confidencias, porque temía que pudieran delatar ese mundo de excentricidad que habitaba en su interior, ese mundo en el que Fats Wall parecía capaz de penetrar con tan aterradora facilidad. De todas formas, sabía que no podría mantener en secreto indefinidamente lo ocurrido aquel día, porque Tessa le había dicho que pensaba llamar a Parminder.
—Voy a hablar con tu madre, Sukhvinder. Es lo que solemos hacer, pero voy a explicarle por qué lo has hecho.
Sukhvinder había sentido por ella algo parecido al cariño, a pesar de que era la madre de Fats Wall. Pese a lo asustada que estaba por cómo pudiera reaccionar su madre, saber que su orientadora iba a interceder por ella había prendido en su interior una débil llama de esperanza. ¿Reaccionaría por fin su madre al conocer el alcance de su desesperación? ¿Cesarían sus interminables y duras críticas, su implacable desaprobación, su decepción?
Cuando finalmente se abrió la puerta de la casa, oyó a su madre hablar en punjabí.
—No, por favor. La puñetera granja otra vez no —se lamentó Jaswant, aguzando el oído.
Los Jawanda tenían unas tierras en el Punjab que Parminder, la hija mayor, había heredado de su padre, pues éste no había tenido hijos varones. Jaswant y Sukhvinder habían hablado alguna vez de la importancia que daba la familia a aquella granja. Por lo visto, algunos de sus parientes de más edad tenían la esperanza de que toda la familia regresara allí algún día, una posibilidad que a ellas les producía perplejidad y cierta risa. El padre de Parminder había enviado dinero a la granja toda su vida. La habitaban unos primos segundos que la trabajaban y que parecían hoscos y amargados. La granja era motivo de discusiones periódicas en la familia de su madre.
—A la abuela le ha dado otro ataque de histeria —interpretó Jaswant mientras la voz apagada de su madre traspasaba la puerta.
Parminder había enseñado punjabí a su primogénita, y Jaz había aprendido aún más hablando con sus primas. Sukhvinder, en cambio, tenía una dislexia tan acentuada que no había podido aprender dos lenguas, y Parminder había acabado por desistir del intento.
—… Harpreet sigue empeñado en vender ese terreno para la construcción de la carretera…
Sukhvinder oyó que Parminder se quitaba los zapatos lanzándolos de una patada. Ojalá su madre no estuviera preocupada por la granja precisamente esa noche: era un asunto que siempre la ponía de mal humor. Pero cuando Parminder abrió la puerta de la cocina y Sukhvinder le vio la cara, tensa como una máscara, el poco coraje que tenía la abandonó por completo.
Su madre saludó a Jaswant y Rajpal con la mano, pero a ella la apuntó con el dedo y luego a una silla de la cocina, indicándole que tenía que sentarse y esperar a que terminara de hablar por teléfono.
Jaswant y Rajpal subieron a sus habitaciones. Sukhvinder, clavada a la silla por efecto de la silenciosa autoridad de su madre, esperó bajo las fotografías que decoraban la pared, la prueba de su incompetencia en comparación con sus hermanos. La llamada se prolongó mucho, hasta que por fin Parminder se despidió y colgó.
Cuando se dio la vuelta y miró a su hija, ésta supo al instante, antes de que dijera una sola palabra, que había sido un error abrigar esperanzas.
—Bueno —dijo Parminder—. Tessa me ha llamado al trabajo. Creo que ya sabes de qué quería hablarme.
Sukhvinder asintió con la cabeza. Era como si tuviera la boca llena de algodón.
La cólera de su madre la embistió con la fuerza de un maremoto y la arrastró; no sabía ni dónde tenía los pies.
—¿Por qué? ¡Por qué! ¿Lo haces para imitar a esa chica de Londres? ¿Qué pretendes, impresionarla? Jaz y Raj nunca se han comportado así, jamás. ¿Por qué tú sí? ¿Qué te pasa? ¿Estás orgullosa de ser una holgazana y una dejada? ¿Te gusta comportarte como una delincuente? ¿Cómo crees que me he sentido cuando Tessa me lo ha contado? Me ha llamado al trabajo. Nunca había pasado tanta vergüenza. Me tienes harta, ¿me oyes? ¿Acaso no te damos todo lo que necesitas? ¿No te ayudamos lo suficiente? ¿Qué te pasa, Sukhvinder?
La chica, desesperada, quiso interrumpir la invectiva de su madre y mencionó el nombre de Krystal Weedon.
—¡Krystal Weedon! —gritó Parminder—. ¡Esa estúpida! ¿Por qué le haces caso? ¿Le has dicho que intenté alargarle la vida a su abuela? ¿Se lo has dicho?
—Yo… no…
—¡Si te importa lo que dice gente como Krystal Weedon, te espera un bonito futuro! Quizá ése sea tu verdadero nivel, ¿no, Sukhvinder? ¿Quieres faltar a clase, trabajar en una cafetería y desperdiciar todas tus oportunidades de tener una educación, sólo porque es más fácil? ¿Es eso lo que aprendiste estando en el mismo equipo que Krystal Weedon, a rebajarte a su nivel?
Sukhvinder pensó en Krystal y su pandilla, impacientes por cruzar hasta la otra acera, esperando a que disminuyera el tráfico. ¿Qué tenía que ocurrir para que su madre lo entendiera? Hacía una hora había pasado por su cabeza la fantasía de que quizá pudiera confiarse a ella, por fin, y contarle lo de Fats Wall.
—¡Apártate de mi vista! ¡Vete! ¡En cuanto llegue tu padre hablaré con él! ¡Vete!
Sukhvinder subió al piso de arriba. Jaswant le gritó desde su dormitorio:
—¿Qué eran tantos gritos?
No le contestó. Entró en su habitación, cerró la puerta y se sentó en el borde de la cama.
«¿Qué te pasa, Sukhvinder? Me tienes harta. ¿Estás orgullosa de ser una holgazana y una dejada?»
¿Qué esperaba? ¿Que unos brazos cariñosos la abrazaran y la consolaran? ¿Cuándo la había abrazado Parminder? Obtenía un consuelo mucho mayor de la hoja de afeitar escondida en su conejo de peluche. Pero el deseo de cortarse y sangrar, que aumentaba hasta convertirse en necesidad, no podía satisfacerse durante el día, cuando la familia estaba despierta y su padre en camino.
El oscuro lago de desesperación y dolor que tenía en las entrañas ansiando ser liberado estaba en llamas, como si fuera de gasolina.
«Que se entere de lo que se siente.»
Se levantó, cruzó el dormitorio con decisión, se dejó caer en la silla de su escritorio y se puso a teclear con furia en el ordenador.
Sukhvinder se había interesado tanto como Andrew Price cuando aquel estúpido profesor suplente había intentado impresionarlos con su dominio de los ordenadores. Sin embargo, a diferencia de Andrew y un par de chicos más, ella no lo había acribillado a preguntas sobre piratería informática: se había ido a su casa tranquilamente y lo había buscado todo en internet. Casi todas las páginas web modernas estaban protegidas contra una clásica inyección SQL, pero cuando Sukhvinder oyó a su madre hablar del ataque anónimo a la web del Concejo Parroquial de Pagford, se le ocurrió que la seguridad de esa página tan anticuada y sencilla debía de ser mínima.
A Sukhvinder le resultaba más fácil teclear que escribir a mano, y leer códigos informáticos que frases largas. No tardó mucho en encontrar una página que ofrecía instrucciones muy claras para la forma más simple de inyección SQL. Luego abrió la web del concejo parroquial.
Tardó cinco minutos en piratearla, y sólo porque la primera vez transcribió mal el código. Sorprendida, descubrió que el administrador no había eliminado los datos de usuario de «El Fantasma de Barry Fairbrother» de la base de datos, sino que se había limitado a borrar la publicación. Por tanto, colgar otro mensaje con ese nombre sería pan comido.
Le costó mucho más redactar el mensaje que piratear la página web. Llevaba meses cargando con aquella acusación secreta, desde que la noche de fin de año, escondida en un rincón sin participar en la fiesta, a las doce menos diez había reparado, maravillada, en la cara de su madre. Tecleó despacio. El corrector automático la ayudó con la ortografía.
No temía que Parminder revisara el historial de internet de su ordenador: su madre sabía tan poco acerca de ella, y acerca de lo que pasaba en su dormitorio, que jamás sospecharía de su perezosa, estúpida y dejada hija.
Pulsó el botón del ratón como si apretara un gatillo.