Kay Bawden no quería volver a poner un pie en casa de Miles y Samantha. No podía perdonarles que hubieran presenciado la exhibición de indiferencia de Gavin, ni perdonarle a Miles aquella risa condescendiente, su postura respecto a Bellchapel o el desdén con que él y Samantha habían hablado de Krystal Weedon.
Pese a las disculpas que le había ofrecido Gavin y la declaración, no muy entusiasta, de su afecto, Kay no cesaba de imaginárselo sentado con Mary en el sofá, levantándose para ayudarla a recoger los platos, acompañándola a su casa a pie. Unos días más tarde, cuando Gavin le dijo que había cenado en casa de Mary, Kay tuvo que reprimir una respuesta airada, porque él jamás había comido otra cosa que no fueran unas tostadas en su casa de Hope Street.
Quizá no le estuviera permitido decir nada malo de La Viuda, de la que Gavin hablaba como si fuera la mismísima virgen, pero los Mollison eran otro cantar.
—La verdad es que Miles no me cae muy bien.
—Tampoco es que sea mi mejor amigo.
—Si sale elegido, será una catástrofe para la clínica para toxicómanos.
—Pues yo no veo por qué.
La apatía de Gavin, su indiferencia ante el sufrimiento ajeno, enfurecían a Kay.
—¿No hay nadie dispuesto a defender Bellchapel?
—Supongo que Colin Wall —respondió Gavin.
Así que el lunes por la tarde, a las ocho, Kay recorrió el sendero de la casa de los Wall y llamó al timbre. Desde la puerta alcanzaba a ver el Ford Fiesta rojo de Samantha Mollison, aparcado en el camino de entrada tres casas más allá. Esa visión avivó sus ganas de pelea.
Una mujer de escasa estatura, poco agraciada, regordeta y con una falda de estampado psicodélico abrió la puerta de la casa de los Wall.
—Hola. Me llamo Kay Bawden, y me gustaría hablar con Colin Wall.
Tessa se quedó un instante mirando fijamente a aquella atractiva joven aparecida en la puerta de su casa y a la que nunca había visto. Por su cabeza pasó una idea descabellada: que Colin tenía una aventura y que su amante había ido a contárselo.
—Ah, sí. Pasa, pasa. Yo soy Tessa.
Kay se limpió los zapatos a conciencia en el felpudo y la siguió hasta una sala más pequeña y más fea, pero más acogedora que la de los Mollison. Vio a un hombre alto y medio calvo, de frente amplia, sentado en una butaca con una libreta en el regazo y un bolígrafo en la mano.
—Ha venido Kay Bawden, Colin —anunció Tessa—. Quiere hablar contigo.
Advirtió la expresión de sorpresa y recelo de su marido y supo al instante que no conocía a aquella mujer. «Francamente —se dijo, un tanto avergonzada—, ¿cómo se te ocurre pensar una cosa así?»
—Perdonad que me presente así, sin avisar —dijo Kay cuando Colin se levantó para estrecharle la mano—. Os habría telefoneado, pero no estáis…
—No, no figuramos en la guía —confirmó Colin. Era muy alto al lado de Kay, y sus ojos parecían minúsculos detrás de unas gruesas gafas—. Siéntate, por favor.
—Gracias. Es por lo de las elecciones. Las elecciones al concejo parroquial. Tú te presentas, ¿verdad? Contra Miles Mollison, ¿no?
—Así es —confirmó Colin, nervioso al comprender quién era ella: la periodista que había entrevistado a Krystal.
Por fin habían dado con él. Tessa no debería haberla dejado entrar.
—Quería saber si podría ayudar de alguna forma. Soy asistente social y trabajo sobre todo en los Prados. Podría darte algunos datos y cifras sobre la Clínica Bellchapel para Drogodependientes, que por lo visto Mollison pretende cerrar. Tengo entendido que tú estás a favor de la clínica, que te gustaría mantenerla abierta.
Colin sintió una oleada de alivio y placer que casi le produjo mareo.
—Ah, sí —dijo—. Sí, por ahí van los tiros. Sí, eso era lo que mi predecesor… Es decir, el anterior ocupante del cargo, Barry Fairbrother, se oponía firmemente al cierre de la clínica. Y yo también.
—Pues el otro día hablé con Miles Mollison y me dejó muy claro que, a su modo de ver, no vale la pena que la clínica siga abierta. Sinceramente, creo que tiene unas ideas muy ingenuas sobre las causas y los tratamientos de la adicción, y sobre el importante papel que desempeña Bellchapel. Si el concejo se niega a renovar el contrato de arrendamiento del edificio, y si el Ayuntamiento de Yarvil deja de financiarla, corremos el peligro de que un sector de la población muy vulnerable se quede sin ningún tipo de apoyo.
—Sí, sí, claro —coincidió Colin—. Claro, estoy de acuerdo. —Perplejo, lo halagaba que aquella atractiva joven hubiera ido a verlo a su casa para ofrecerse como aliada.
—¿Te apetece una taza de té, Kay? ¿O un café? —preguntó Tessa.
—Gracias, Tessa. Té, por favor. Sin azúcar.
Fats estaba en la cocina, hurgando en la nevera. Comía mucho y continuamente, y aun así seguía igual de flaco; nunca engordaba ni un gramo. Pese a que había expresado abiertamente cuánto lo molestaban, no pareció afectarle ver el paquete de jeringuillas ya preparadas de Tessa en una caja blanca de aspecto aséptico, junto al queso.
Su madre fue a llenar el hervidor, y volvió a pensar en el asunto que llevaba consumiéndola desde que, horas antes, Sukhvinder se lo había insinuado: Fats y Krystal salían juntos. Todavía no se lo había preguntado a Fats, ni contado a Colin. Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que no podía ser cierto. Estaba segura de que su hijo tenía un concepto tan elevado de sí mismo que ninguna chica podía parecerle lo bastante buena, y mucho menos una como Krystal. Seguro que él no… «¿No se rebajaría? ¿Te refieres a eso? ¿Es eso lo que estás pensando?»
—¿Quién es? —le preguntó Fats con la boca llena de pollo frío, mientras ella encendía el hervidor.
—Una mujer que quiere ayudar a papá a conseguir la plaza en el concejo —contestó Tessa, y se puso a buscar galletas en el armario.
—¿Por qué? ¿Quiere ligárselo?
—No seas infantil, Stu —repuso ella con irritación.
Fats separó varias rodajas finas de jamón de un paquete ya abierto y se las metió una a una en la boca. Parecía un mago metiéndose pañuelos de seda en el puño. A veces Fats se pasaba diez minutos seguidos ante la nevera, abriendo paquetes y envoltorios de celofán y engullendo comida directamente. Era una costumbre que Colin reprobaba, como ocurría con casi todos los aspectos del comportamiento de Fats.
—No, en serio. ¿Por qué quiere ayudarlo? —insistió él cuando se hubo tragado lo que tenía en la boca.
—Quiere que la Clínica Bellchapel para Drogodependientes siga abierta.
—¿Por qué? ¿Es yonqui?
—No, no es yonqui —dijo Tessa, y la molestó ver que Fats se había zampado las tres últimas galletas de chocolate y había dejado el envoltorio vacío en el estante—. Es asistente social y cree que la clínica cumple una función importante. Papá quiere que siga abierta, pero Miles Mollison opina que no es eficiente.
—Muy buena no debe de ser, porque los Prados está lleno de gente que se chuta caballo y esnifa cola.
Tessa sabía muy bien que, si hubiera dicho que Colin quería cerrar la clínica, Fats habría presentado al instante algún argumento para mantenerla abierta.
—Tendrías que ser abogado, Stu —dijo cuando la tapa del hervidor empezó a temblar.
De vuelta en la sala con la bandeja, encontró a Kay hablando con Colin y repasando un fajo de documentos impresos que ella había sacado de su bolsa.
—… dos asistentes de toxicómanos financiados a medias por el concejo y Acción contra la Adicción, que es una organización benéfica muy buena. Además hay una asistente social adscrita a la clínica, Nina. Ella es la que me ha dado todo esto… Ah, muchas gracias —le dijo con una amplia sonrisa a Tessa, que acababa de dejar una taza de té en la mesa que tenía a su lado.
En pocos minutos, Kay sintió más simpatía por los Wall de la que había sentido por nadie de Pagford. Cuando le había abierto, Tessa no la había mirado de arriba abajo, evaluando sus defectos físicos y su forma de vestir. Su marido, aunque nervioso, parecía decente y decidido a impedir que los Prados quedara abandonado.
—¿De dónde es ese acento, Kay? ¿De Londres? —preguntó Tessa, mojando una galleta en su café.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y qué te ha traído a Pagford?
—Una relación. —No le produjo ningún placer decirlo, a pesar de que oficialmente ya se había reconciliado con Gavin. Miró a Colin y añadió—: No acabo de entender la situación respecto al concejo parroquial y la clínica.
—Pues el concejo es propietario del edificio —explicó Colin—. Es una antigua iglesia. El contrato de arrendamiento vence y hay que renovarlo.
—Y ésa sería una forma fácil de echarlos, ¿no?
—Exactamente. ¿Cuándo dices que hablaste con Miles Mollison? —preguntó con la esperanza, y al mismo tiempo con temor, de oír que Miles lo había mencionado a él.
—Cenamos en su casa hace dos semanas. Gavin y yo…
—¡Ah, eres la novia de Gavin! —la interrumpió Tessa.
—Sí. Bueno, pues salió a colación el tema de los Prados y…
—Era inevitable —terció Tessa.
—… Miles mencionó Bellchapel y yo me quedé… consternada por cómo enfocaba ciertos temas. Le dije que actualmente asisto a una familia —recordó la indiscreción que había cometido al mencionar el apellido Weedon y fue con cuidado—, y que, si la madre deja de recibir metadona, es casi seguro que acabará recayendo.
—Me parece que hablas de los Weedon —dijo Tessa, y se desanimó.
—Pues… sí, hablo de los Weedon —admitió Kay.
Tessa cogió otra galleta.
—Yo soy la orientadora de Krystal. Ésta debe de ser la segunda vez que su madre pasa por Bellchapel, ¿no?
—La tercera.
—Conocemos a Krystal desde que tenía cinco años. Iba a la clase de nuestro hijo en la escuela primaria —dijo Tessa—. Esa chica ha tenido una vida muy difícil.
—Ya lo creo —coincidió Kay—. Es asombroso que sea tan buena niña.
—Estoy de acuerdo —aportó Colin efusivamente.
Tessa recordó la tajante negativa de Colin a retirarle el castigo a Krystal tras aquel incidente en la reunión de profesores y alumnos, y arqueó las cejas. Entonces se preguntó, con una desagradable sensación en el estómago, qué diría Colin si resultara que Sukhvinder no mentía ni estaba equivocada. Pero no, seguro que la hija de Parminder se equivocaba. Era una chica muy tímida e ingenua. Seguramente lo había entendido mal… había oído algo y…
—El caso es que lo único que motiva a Terri es el miedo a perder a sus hijos —continuó Kay—. Ha vuelto a entrar en el programa de la clínica; su asistente ha constatado un cambio considerable en su actitud. Si cierran Bellchapel, todo se irá al traste otra vez, y no sé qué será de esa familia.
—Todo esto podría sernos muy útil —dijo Colin asintiendo con la cabeza, y, con gesto de gravedad, empezó a tomar notas en una hoja de su libreta—. Muy útil. ¿Y dices que tienes estadísticas de los pacientes que se han rehabilitado?
Kay buscó esa información entre los documentos. A Tessa le pareció que su marido quería acaparar la atención de la joven. Siempre había sido susceptible a la simpatía y la belleza.
Se puso a masticar otra galleta y siguió pensando en Krystal. Su anterior sesión de orientación no había sido muy satisfactoria. La chica se había mostrado más distante de lo habitual. Y la de ese día no había sido muy diferente. Tessa le había hecho prometer que no volvería a perseguir ni molestar a Sukhvinder, pero la actitud de la muchacha revelaba que Tessa la había decepcionado, que se había roto la confianza entre las dos. Seguramente la culpa la tenía el castigo que le había impuesto Colin. Tessa creía que Krystal y ella habían forjado un lazo lo bastante fuerte como para resistir eso, aunque no pudiera compararse con el que Krystal tenía con Barry.
(Tessa había estado presente el día en que Barry llevó al instituto un aparato de remo y pidió voluntarias para formar un equipo. Fueron a buscarla a la sala de profesores y la hicieron ir al gimnasio, porque la profesora de educación física estaba enferma y el único profesor suplente que habían encontrado con tan poca antelación era un hombre.
Las alumnas de cuarto, con sus pantalones cortos y sus camisetas Aertex, rieron por lo bajo cuando llegaron al gimnasio y se encontraron con que a la señorita Jarvis la habían sustituido dos varones desconocidos. Tessa tuvo que regañar a Krystal, Nikki y Leanne, que se habían puesto al frente de la clase y no paraban de hacer comentarios lascivos y provocativos sobre el profesor suplente, un joven muy atractivo con una desafortunada tendencia a ruborizarse.
Barry, bajito, pelirrojo y barbudo, iba en chándal. Había pedido una mañana libre en el trabajo. Todos consideraban que era una idea extravagante y poco realista: en los centros como Winterdown no había embarcaciones de ocho. Niamh y Siobhan parecían entre divertidas y avergonzadas por la presencia de su padre.
Barry explicó cuál era su propósito: formar un equipo de remo. Había conseguido que le dejaran utilizar el viejo cobertizo para botes del canal de Yarvil; el remo era un deporte fabuloso, y ofrecía a las chicas una oportunidad para destacar, por sí mismas y representando a su instituto. Tessa se colocó al lado de Krystal y sus amigas para tenerlas controladas; ya no reían tanto, pero no callaban del todo.
Barry les enseñó el funcionamiento del aparato de remo y pidió voluntarias. Nadie se ofreció.
—Krystal Weedon —dijo Barry, y la señaló—. Te he visto colgada de la estructura en el parque infantil; debes de tener un tren superior muy fuerte. Ven a probar.
Krystal se alegró de ser el centro de atención; caminó con aire arrogante hasta la máquina y se sentó en ella. Sin importarles que Tessa estuviera a su lado, mirándolas con ceño, Nikki y Leanne rieron a carcajadas, y el resto de la clase las imitó.
Barry enseñó a Krystal qué tenía que hacer. El silencioso profesor suplente vio con alarma profesional cómo Barry colocaba las manos de la chica en el puño de madera.
Krystal tiró de la empuñadura hacia sí, miró a Nikki y Leanne haciendo una mueca y todos volvieron a reír.
—¿Lo veis? —dijo Barry, sonriente—. Tiene talento innato.
¿Era cierto que Krystal tenía talento innato? Tessa, que no entendía de remo, no habría sabido decirlo.
—Pon la espalda recta —dijo Barry—, si no, puedes hacerte daño. Así. Tira… tira… ¡Mirad qué técnica! ¿Ya lo habías hecho antes?
Entonces Krystal enderezó bien la espalda y se concentró en realizar el ejercicio correctamente. Dejó de mirar a Nikki y Leanne. Fue cogiendo el ritmo.
—Excelente —aprobó Barry—. ¿Lo estáis viendo? ¡Excelente! ¡Así se hace! ¡Vamos! Otra vez. Y otra. Y…
—¡Me duele! —protestó Krystal.
—Ya sé que te duele. Así es como se consiguen unos brazos como los de Jennifer Aniston —repuso Barry.
Hubo algunas risas, pero esa vez las alumnas no se reían de Barry, sino que le reían la gracia. ¿Qué era lo que tenía Barry? Se mostraba siempre tan natural, tan desenvuelto, tan a gusto. Tessa sabía que los adolescentes vivían atormentados por el miedo al ridículo. Los adultos que no lo tenían, desde luego pocos, gozaban de una autoridad natural entre los jóvenes; deberían obligarlos a ser profesores.
—¡Muy bien! ¡Ya puedes descansar! —dijo Barry.
Krystal dejó el remo y se frotó los brazos; tenía la cara encendida.
—Vas a tener que dejar de fumar, Krystal —le aconsejó Barry, y esta vez sus palabras fueron recibidas con una sonora carcajada general—. Veamos, ¿quién más quiere probarlo?
Cuando Krystal volvió con sus compañeras de clase, ya no se reía. Observó con celo a cada nueva remera, y lanzaba miradas a Barry para ver qué opinaba de ellas. Cuando lo probó Carmen Lewis, demostrando una torpeza tremenda, Barry dijo: «¡Enséñales cómo se hace, Krystal!», y ella volvió a sentarse en el aparato, radiante.
Pero una vez finalizada la exhibición, cuando Barry pidió que las que estuvieran interesadas en hacer una prueba para entrar en el equipo levantaran la mano, Krystal se quedó con los brazos cruzados. Tessa la vio negar con la cabeza con gesto despectivo, mientras Nikki le hablaba al oído. Barry anotó los nombres de las chicas interesadas y luego alzó la cabeza.
—Y tú, Krystal Weedon —dijo, señalándola con el dedo—. Tú también vienes. No me digas que no. Si no vienes me enfadaré mucho. Parece que hayas nacido para remar, ya te lo he dicho. Y no me gusta que el talento natural se desperdicie. Krys… tal —dijo en voz alta al anotar su nombre— Wee… don.
¿Pensó Krystal en su talento natural después de la clase, mientras se duchaba? ¿Llevó el descubrimiento de su nueva aptitud todo el día, como una inesperada tarjeta de San Valentín? Tessa no lo sabía; pero, para sorpresa de todos, excepto tal vez de Barry, Krystal se presentó a las pruebas.)
Colin asentía enérgicamente con la cabeza mientras Kay le mostraba las tasas de recaída de Bellchapel.
—Esto tendría que verlo Parminder —comentó—. Me encargaré de que reciba una copia. Sí, sí, muy útil, efectivamente.
Tessa, con ligeras náuseas, cogió una cuarta galleta.