Mudarse a Pagford era lo peor que le había pasado a Gaia Bawden. Con excepción de las visitas ocasionales a su padre en Reading, ella nunca había salido de Londres. Cuando Kay le dijo que quería irse a vivir a un pueblecito del West Country, Gaia no se lo creyó; tardó semanas en tomarse en serio la amenaza. Al principio supuso que se trataba de otra idea descabellada de su madre, como las dos gallinas que había comprado para el minúsculo jardín de Hackney (y que un zorro había matado sólo dos semanas más tarde), o su decisión de preparar mermelada de naranja, cuando ella casi nunca cocinaba, empeño en el que había arruinado la mitad de las cacerolas y se había quemado una mano.
Separada a la fuerza de quienes eran sus amigos desde la escuela primaria, de la casa donde vivía desde los ocho años y de los fines de semana que, de forma creciente, ofrecían todo tipo de diversiones urbanas, Gaia se vio sumergida, pese a sus súplicas, amenazas y protestas, en una vida que jamás había imaginado que pudiera existir. Un pueblo de calles adoquinadas y sin una sola tienda abierta pasadas las seis de la tarde, donde la vida comunitaria giraba alrededor de la iglesia y donde muchas veces lo único que se oía era el canto de los pájaros: Gaia tenía la impresión de haber caído por un portal hacia un mundo perdido en el tiempo.
Kay y Gaia siempre se habían aferrado la una a la otra (el padre de Gaia nunca había convivido con ellas, y las dos relaciones posteriores de Kay no habían llegado a formalizarse); discutían y se perdonaban continuamente y, con el paso de los años, se convirtieron en algo parecido a compañeras de piso. Sin embargo, últimamente, cuando Gaia miraba a la mujer sentada con ella a la mesa de la cocina, sólo veía a una enemiga. Su única ambición era regresar a Londres, por el medio que fuera, y vengarse de su madre haciéndola tan desgraciada como pudiera. Todavía no sabía si a ésta le dolería más que suspendiera los exámenes de GCSE o que los aprobara e intentara convencer a su padre de que la dejara irse a vivir con él y matricularse en un instituto de Londres para acabar los estudios de bachillerato. Entretanto, tenía que sobrevivir en territorio hostil, donde su aspecto y su acento, que en otros tiempos habían sido un pasaporte para acceder a los círculos sociales más selectos, eran moneda extranjera.
Gaia no tenía ningún interés en convertirse en una de las alumnas populares de Winterdown: sus compañeros de clase le parecían penosos, con aquel acento del West Country y aquellas patéticas ideas de lo que era pasarlo bien. Si buscaba con insistencia la compañía de Sukhvinder Jawanda era, en parte, para demostrarles al grupito de los guays que los encontraba ridículos, y también porque se sentía inclinada a identificarse con cualquiera que tuviera estatus de marginado.
El hecho de que Sukhvinder se hubiera avenido a trabajar de camarera con Gaia había propiciado un salto cualitativo en su amistad. En su siguiente clase doble de biología, Gaia se soltó como nunca antes, y Sukhvinder vislumbró por fin parte de las misteriosas razones por las que aquella chica nueva, tan guapa y tan enrollada, la había elegido a ella como amiga. Cuando ajustaba el ocular del microscopio que compartían, Gaia murmuró:
—Aquí es todo jodidamente blanco, ¿no?
—Ya —se oyó decir Sukhvinder antes de haber procesado la pregunta.
Gaia seguía hablando, pero ella no le prestaba mucha atención. «Jodidamente blanco.» Sí, suponía que su amiga tenía razón.
Un día, en el St. Thomas, donde era la única alumna de tez oscura de la clase, había tenido que levantarse para hablar de la religión sij ante sus compañeros. Obediente, se colocó al frente del aula y contó la historia del fundador del sijismo, el gurú Nanak, que desapareció en un río y al que dieron por ahogado, pero que al cabo de tres días salió a la superficie y anunció: «No hay hindú, no hay musulmán.» Los otros niños se rieron del disparate de que alguien hubiera sobrevivido tres días bajo el agua, y Sukhvinder no tuvo valor para recordarles que Cristo había muerto y luego resucitado. Así pues, resumió la historia del gurú Nanak, impaciente por volver a su silla.
Podía contar con los dedos de una mano las veces que había visitado una gurdwara; en Pagford no había ninguna, y la de Yarvil era muy pequeña y, según sus padres, estaba dominada por los chamar, una casta diferente de la suya. Sukhvinder no entendía qué importancia podía tener eso, porque sabía que el gurú Nanak había prohibido expresamente las distinciones de castas. Era todo muy confuso, y ella seguía disfrutando con los huevos de Pascua y decorando el árbol de Navidad, y encontraba sumamente engorrosos los libros que Parminder obligaba a leer a sus hijos, en los que se explicaban las vidas de los gurús y los principios de la Khalsa.
Cuando iba a visitar a la familia de su madre a Birmingham, donde por la calle casi todo el mundo era de color y las tiendas estaban llenas de saris y especias indias, Sukhvinder se sentía fuera de lugar. Sus primos hablaban punjabí además de inglés y llevaban una vida urbana de lo más moderna; sus primas eran guapas y vestían a la última. Se burlaban de su acento del West Country y de su inexistente sentido de la moda, y Sukhvinder no soportaba que se rieran de ella. Antes de que Fats Wall iniciara su régimen de torturas diarias, antes de que dividieran a su curso en diferentes grupos y Sukhvinder coincidiera a diario con Dane Tully, a ella siempre le había gustado volver a Pagford; entonces el pueblo era su refugio.
Mientras colocaban los portaobjetos, manteniendo la cabeza gacha para no llamar la atención de la señora Knight, Gaia le contó a Sukhvinder más de lo que le había contado hasta entonces sobre su vida en el instituto Gravener de Hackney; hilaba las frases con una precipitación que denotaba nerviosismo. Describió a los amigos que había dejado atrás; uno de ellos, Harpreet, se llamaba igual que el primo mayor de Sukhvinder. Le habló de Sherelle, que era negra y la chica más lista de su grupo; y de Jen, cuyo hermano había sido el primer novio de Gaia.
Pese a que todo aquello le interesaba mucho, el pensamiento de Sukhvinder divagó y se imaginó una reunión de alumnos y profesores en la que la mirada tuviera que esforzarse mucho para identificar los diversos componentes de un caleidoscopio formado por pieles de todos los tonos, desde el blanco más blanco hasta el caoba. En Winterdown, el pelo negro azulado de los chicos de origen asiático destacaba nítidamente en un mar de cabezas de un rubio pardusco y desvaído. En un sitio como Gravener, chicos como Fats Wall y Dane Tully habrían estado en minoría.
—¿Por qué te marchaste de Londres? —preguntó con timidez.
—Porque mi madre quería estar cerca del gilipollas de su novio —masculló Gaia—. Gavin Hughes. ¿Lo conoces?
Ella negó con la cabeza.
—Seguro que los has oído follar —añadió Gaia—. Los oye toda la calle. Deja la ventana abierta una noche y ya verás.
Sukhvinder intentó disimular su conmoción, pero la sola idea de oír a sus padres, casados y formales, manteniendo relaciones sexuales ya le parecía suficientemente horrorosa. Gaia también se había puesto colorada, pero Sukhvinder pensó que de rabia, no de vergüenza.
—La dejará tirada. Mi madre es una ilusa. Después de follar, el tío se larga pitando.
Sukhvinder jamás habría hablado así de su madre; ni ella ni las gemelas Fairbrother (que en teoría aún eran sus mejores amigas). Niamh y Siobhan trabajaban juntas con otro microscopio un poco más allá. Desde la muerte de su padre, parecían más ensimismadas, siempre iban juntas y ya no estaban tan pendientes de Sukhvinder.
Andrew Price no dejaba de observar a Gaia por un hueco entre aquel mar de caras blancas. Sukhvinder lo había notado y creía que Gaia no, pero se equivocaba. Sencillamente no se tomaba la molestia de devolverle las miradas a Andrew o pavonearse, porque estaba acostumbrada a que los chicos la miraran; era algo que le pasaba desde que tenía doce años. Había dos chicos de sexto que siempre aparecían en los pasillos, con mucha más frecuencia de lo que parecía dictar la ley de las probabilidades, cuando ella iba de un aula a otra, y ambos eran más guapos que Andrew. Sin embargo, ninguno podía compararse con el chico con quien había perdido la virginidad poco antes de mudarse a Pagford.
Gaia casi no podía soportar que Marco de Luca siguiera existiendo físicamente en el universo, y separado de ella por doscientos doce kilómetros dolorosos e inútiles.
—Tiene dieciocho años —le contó a Sukhvinder—. Es medio italiano. Juega muy bien a fútbol. Le van a hacer una prueba para el equipo juvenil del Arsenal.
Gaia había mantenido relaciones sexuales con Marco cuatro veces antes de marcharse de Hackney, y las cuatro veces le había birlado los condones a Kay, que los guardaba en su mesilla de noche. En el fondo, quería que su madre supiera hasta dónde había tenido que llegar para grabarse en la memoria de Marco, porque iban a obligarla a abandonarlo.
Sukhvinder la escuchaba fascinada, pero sin confesarle que ya había visto a Marco en la página de Facebook de su nueva amiga. En todo Winterdown no había nadie que pudiera compararse con él: se parecía a Johnny Depp.
Gaia se inclinó sobre la mesa y se puso a juguetear, distraída, con el ocular del microscopio; al otro lado del aula, Andrew Price la miraba fijamente cada vez que creía que Fats no se daría cuenta.
—A lo mejor me es fiel. Sherelle va a dar una fiesta el sábado por la noche y lo ha invitado. Me ha jurado que no le dejará hacer nada. Pero mierda, ojalá…
Se quedó mirando fijamente el tablero de la mesa con aquellos ojos tan moteados, y Sukhvinder la observó con humildad, deslumbrada por su belleza y fascinada por su vida. La idea de tener otro mundo en el que estabas perfectamente integrada, donde tenías un novio futbolista y una pandilla de amigos guays y muy unidos, se le antojaba, aunque la hubieran separado a la fuerza de allí, una situación digna de asombro y envidia.
A la hora de comer fueron juntas al centro, lo que Sukhvinder casi nunca hacía; las gemelas Fairbrother y ella solían comer en la cafetería del instituto.
Estaban en la acera, delante del quiosco donde habían comprado unos bocadillos, cuando oyeron un grito desgarrador:
—¡La zorra de tu madre ha matado a mi abuela!
Los alumnos de Winterdown que andaban por allí miraron alrededor, desconcertados, buscando la procedencia de los gritos, y Sukhvinder los imitó, tan confusa como ellos. Entonces vio a Krystal Weedon en la otra acera, apuntándola con la mano como si fuera una pistola. Había cuatro chicas más con ella, colocadas en hilera en el bordillo, esperando a que el tráfico les permitiera cruzar.
—¡La zorra de tu madre ha matado a mi abuela! ¡Me las va a pagar, y tú también!
A Sukhvinder se le encogió el estómago. Todos la miraban fijamente. Dos chicas de tercero se escabulleron. Sukhvinder notó que los transeúntes se transformaban en una manada vigilante e impaciente. Krystal y sus amigas estaban de puntillas, listas para saltar del bordillo en cuanto se abriera un espacio entre los coches.
—Pero ¿qué dice? —le preguntó Gaia.
Sukhvinder tenía la boca tan seca que no pudo contestar. Correr no tenía sentido: llevaba todas las de perder, porque Leanne Carter era la chica más rápida de su curso. Tenía la impresión de que lo único que se movía eran los coches que pasaban, ofreciéndole unos pocos segundos más de seguridad.
Y entonces apareció Jaswant, acompañada por varios chicos de sexto.
—¿Todo bien, Jolly? —preguntó—. ¿Qué pasa?
Jaswant no había oído a Krystal; era pura casualidad que pasara por allí con su séquito. Al otro lado de la calle, Krystal y sus amigas habían formado un corrillo.
—Nada —mintió Sukhvinder, aliviada y sin dar crédito a aquel indulto provisional.
Delante de aquellos chicos no podía contarle a Jaz lo que estaba ocurriendo. Dos de ellos medían más de un metro ochenta. Todos miraban fijamente a Gaia.
Jaz y sus amigos fueron hacia la puerta del quiosco y Sukhvinder los siguió tras lanzarle una mirada angustiada a Gaia. Desde dentro, vieron que Krystal y sus amigas se marchaban, volviendo la cabeza de vez en cuando.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Gaia.
—Se ha muerto su bisabuela. Era paciente de mi madre —explicó Sukhvinder.
Tenía tantas ganas de llorar que le dolían los músculos de la garganta.
—Qué cabrona.
Pero los contenidos sollozos de Sukhvinder no eran sólo una secuela del miedo. Krystal le caía muy bien, y sabía que el sentimiento era mutuo. Todas aquellas tardes en el canal, todos aquellos viajes en el minibús… conocía la anatomía de la espalda y los hombros de Krystal mejor que la suya propia.
Regresaron al instituto con Jaswant y sus amigos. El más guapo inició una conversación con Gaia y cuando llegaron a la verja del centro, ya estaba tomándole el pelo por su acento londinense. Sukhvinder no veía a Krystal por ninguna parte, pero sí vio a Fats Wall a lo lejos, caminando a buen paso con Andrew Price. Habría reconocido su silueta y sus andares en cualquier sitio, del mismo modo que un instinto primario te ayuda a distinguir una araña que se desplaza por un suelo oscuro.
A medida que se acercaba al edificio, las náuseas iban intensificándose. A partir de ese momento serían dos: Fats y Krystal. Todos se habían enterado de que salían juntos. Y en la mente de Sukhvinder apareció una imagen muy vívida: ella sangrando en el suelo, Krystal y su pandilla propinándole patadas y Fats Wall mirando y riendo.
—Tengo que ir al lavabo —le dijo a Gaia—. Nos vemos arriba.
Se metió en el primero que encontró, se encerró en un cubículo y se sentó en la tapa del váter.
Le habría gustado morirse, desaparecer para siempre. Pero la sólida superficie de los objetos que la rodeaban se resistía a disolverse, y su cuerpo, su odioso cuerpo de hermafrodita, continuaba viviendo con estúpida terquedad.
Oyó el timbre que señalaba el inicio de las clases de la tarde, se levantó de un brinco y se precipitó fuera del cuarto de baño. Los alumnos formaban colas en el pasillo. Les dio la espalda y salió del edificio.
Había muchos alumnos que se saltaban clases. Krystal, por ejemplo, y Fats Wall. Si conseguía largarse, quizá se le ocurriera alguna forma de protegerse antes de volver. O podía plantarse delante de un coche. Imaginó que la atropellaban, que sus huesos se hacían pedazos. ¿Cuánto tardaría en morir, tendida en la calzada? Seguía prefiriendo la idea de ahogarse, del agua fresca y limpia sumiéndola en el sueño eterno, un sueño sin pesadillas…
—¿Sukhvinder? ¡Sukhvinder!
Se le encogió más aún el estómago. Tessa Wall caminaba hacia ella por el aparcamiento. La chica estuvo tentada de echar a correr, pero sabía que era inútil y se desanimó. Se quedó esperando a que Tessa la alcanzara, y la odió por aquella cara estúpida y vulgar y por aquel hijo cruel que tenía.
—¿Qué haces, Sukhvinder? ¿Adónde vas?
Ni siquiera se le ocurrió mentir. Abatida, se encogió de hombros y se rindió. Tessa no tenía ninguna cita hasta las tres. Debería haberla llevado a la secretaría para informar de su intento de fuga, pero en cambio se la llevó al despacho de orientación, con su tapiz nepalí y sus pósters de Atención al Menor. Era la primera vez que Sukhvinder entraba allí.
Tessa se puso a hablar, haciendo pausas para dar pie a que Sukhvinder interviniera, y luego siguió hablando, y Sukhvinder permaneció quieta con las palmas sudadas y la mirada fija en sus zapatos. Tessa conocía a su madre, le diría que su hija había intentado saltarse clases; pero ¿y si Sukhvinder le explicaba por qué? ¿Intercedería Tessa por ella? ¿Podría interceder? Ante su hijo no; ella no podía controlar a Fats, eso lo sabía todo el mundo. Pero ¿y ante Krystal? Ésta iba a orientación…
¿Cómo sería la paliza si se chivaba? De todas formas, le darían una paliza, aunque no dijera nada. Krystal ya había estado a punto de soltarle a toda su banda…
—¿Ha pasado algo, Sukhvinder?
Ella asintió con la cabeza. Tessa insistió:
—¿Puedes contármelo?
Y Sukhvinder se lo contó.
Estuvo segura de percibir, en la leve contracción de la frente de Tessa mientras escuchaba, algo más que compasión por ella. Tal vez Tessa pensara en cómo reaccionaría Parminder ante la noticia de que había gente que aireaba por la calle lo que supuestamente le había hecho a Catherine Weedon. A Sukhvinder no se le había olvidado preocuparse por eso cuando estaba sentada en el cubículo del lavabo deseando que le sobreviniera la muerte. O quizá la expresión de inquietud de Tessa fuera reticencia a enfrentarse a Krystal Weedon; seguramente ésta también era su favorita, como lo había sido del señor Fairbrother.
Una feroz y dolorosa sensación de injusticia traspasó la tristeza de Sukhvinder, su miedo y su autodesprecio, y apartó la maraña de preocupaciones y terrores que la atenazaban todos los días; y pensó en Krystal y sus amigas, a punto de echársele encima; y pensó en Fats, que le susurraba palabras ponzoñosas por detrás en todas las clases de matemáticas, y en el mensaje que la noche anterior había borrado de su página de Facebook: «lesbianismo. m. Homosexualidad femenina. También llamado safismo».
—No sé cómo lo sabe —dijo Sukhvinder; notaba el pulso en los oídos.
—¿Cómo sabe qué? —preguntó Tessa sin mudar aquella expresión de desvelo.
—Que le han puesto una reclamación a mi madre por lo de su bisabuela. Krystal y su madre no se hablan con el resto de la familia. A lo mejor… se lo ha contado Fats.
—¿Fats? —repitió Tessa sin comprender.
—Bueno, como salen juntos… Krystal y él. Quizá se lo haya dicho Fats.
Le produjo cierta amarga satisfacción ver cómo todo vestigio de serenidad profesional abandonaba el rostro de Tessa.