Cosas negadas, cosas nunca dichas, cosas veladas y disimuladas.
Las turbias aguas del río Orr fluían ahora sobre los restos del ordenador robado, que habían arrojado a medianoche desde el viejo puente de piedra. Simon llegó al trabajo cojeando con su dedo roto y les dijo a todos que había resbalado en el jardín. Ruth se puso hielo en los moretones y los disimuló torpemente con un viejo tubo de maquillaje; en el labio de Andrew se cerró una costra, como la de Dane Tully, y a Paul le sobrevino otra hemorragia nasal en el autobús y tuvo que ir directamente a la enfermería del instituto.
Shirley Mollison, que había estado de compras en Yarvil, no respondió a las repetidas llamadas de Ruth hasta media tarde, y para entonces los hijos de Ruth ya habían vuelto del colegio. Andrew escuchó la conversación incompleta desde la escalera, fuera de la sala de estar. Sabía que Ruth trataba de ocuparse del problema antes de que llegara Simon, porque él era más que capaz de arrancarle el teléfono y ponerse a insultar a gritos a su amiga.
—… sólo son absurdas mentiras —iba diciendo alegremente—, pero te agradeceríamos mucho que lo quitaras, Shirley.
Andrew frunció el entrecejo, y el corte del labio amenazó con volverse a abrir. Odiaba oír a su madre pidiéndole un favor a aquella mujer. Durante un instante le produjo una rabia irracional que no hubiesen quitado ya el mensaje; y entonces se acordó de que lo había escrito él, de que él había sido la causa de todo: la cara magullada de su madre, su propio labio partido y el ambiente de pánico que impregnaba la casa ante el inminente regreso de Simon.
—Comprendo muy bien que tienes un montón de cosas en marcha… —decía Ruth con cobardía—, pero sin duda entenderás que podría hacerle mucho daño a Simon que la gente creyera…
Andrew pensó que era así como Ruth le hablaba a Simon las pocas veces que se sentía obligada a contradecirlo: con actitud servil, de disculpa, vacilante. ¿Por qué no le exigía a aquella mujer que quitara el mensaje de inmediato? ¿Por qué se mostraba siempre tan acobardada, tan contrita? ¿Por qué no abandonaba a su padre de una maldita vez?
Andrew siempre había visto a Ruth como un ente separado, una mujer buena e intachable. De niño, sus padres le habían parecido la noche y el día: él, malo y aterrador, y ella, buena y cariñosa. Pero a medida que se hacía mayor, iba percatándose de la ceguera voluntaria de Ruth, de su constante defensa de Simon, de la inquebrantable lealtad que sentía por su falso ídolo.
La oyó colgar y entonces continuó bajando ruidosamente la escalera para encontrarse con ella cuando salía de la sala.
—¿Hablabas con la mujer de la página web?
—Sí. —La voz de Ruth denotaba cansancio—. Va a quitar eso que han colgado sobre papá, y esperemos que la cosa acabe ahí.
Andrew sabía que su madre era una mujer inteligente, y desde luego más mañosa en los arreglos domésticos que el torpe de su padre. Y además se ganaba la vida con su trabajo.
—¿Por qué no quitó el mensaje inmediatamente, si sois amigas? —preguntó, entrando en la cocina tras ella.
Por primera vez en su vida, la lástima que sentía por Ruth se mezclaba con una sensación de frustración muy parecida a la ira.
—Estaba muy ocupada —soltó Ruth.
Tenía un ojo inyectado en sangre por el puñetazo de Simon.
—¿No le has dicho que puede meterse en líos por dejar cosas difamatorias ahí colgadas, si es ella quien modera los foros? Nos lo enseñaron en la clase de infor…
—Ya te he dicho que va a quitarlo, Andrew —lo interrumpió ella de malos modos.
No le daba miedo sacar el genio con sus hijos. ¿Por qué? ¿Porque no le pegaban, o había otra razón? Andrew sabía que la cara tenía que dolerle tanto como a él.
—Bueno, ¿y quién crees tú que escribió esas cosas sobre papá? —preguntó, sintiéndose temerario.
Ruth se volvió para mirarlo con cara de furia.
—No lo sé —respondió—, pero, fuera quien fuese, su comportamiento fue cobarde y despreciable. Todo el mundo tiene algo que ocultar. ¿Qué pasaría si tu padre colgara en internet cosas que sabe de la gente? Pero él no haría una cosa así.
—Iría contra su código moral, ¿verdad?
—¡No conoces a tu padre tan bien como crees! —exclamó Ruth con lágrimas en los ojos—. Sal de aquí… vete a hacer los deberes… lo que sea, no me importa, pero ¡vete!
Andrew volvió a su habitación muerto de hambre, porque había bajado a la cocina en busca de algo de comer, y pasó un buen rato tendido en la cama, preguntándose si habría sido un error colgar aquel mensaje, y cuánto daño tendría que hacerle Simon a algún miembro de la familia para que su madre comprendiera que no se regía por ningún código moral.
Entretanto, en el estudio de su casa, a kilómetro y medio de Hilltop House, Shirley Mollison intentaba recordar cómo se borraba un mensaje del foro. Los mensajes eran poco frecuentes y solía dejarlos donde estaban, a veces hasta tres años. Por fin, del fondo del archivador que había en un rincón, sacó la sencilla guía para la administración del sitio web que había elaborado ella misma al principio y, tras varias meteduras de pata, consiguió borrar las acusaciones contra Simon. Lo hizo sólo porque se lo había pedido Ruth, que le caía bien, y no porque creyera que le incumbía alguna responsabilidad en el asunto.
Pero suprimir aquel mensaje no equivalía a borrarlo de la conciencia de quienes tenían un interés ferviente y personal en la contienda por la plaza de Barry. Parminder Jawanda lo había copiado en su ordenador, y no paraba de abrirlo para someter cada frase al riguroso examen de un forense que analiza fibras en un cadáver, en busca de indicios del ADN literario de Howard Mollison. Él seguramente habría intentado disimular su particular forma de redactar, pero Parminder creía reconocer su pomposidad en «no le son desconocidas las medidas para abaratar los costes» y en «podrá poner sus numerosos y útiles contactos a disposición del concejo».
—Minda, tú no conoces a Simon Price —dijo Tessa Wall.
Colin y ella cenaban con los Jawanda en la cocina de la antigua vicaría, y Parminder había sacado el tema casi en el instante en que habían cruzado el umbral.
—Es un hombre muy desagradable —continuó Tessa—, cualquiera podría guardarle rencor. De verdad, no creo que se trate de Howard Mollison. No consigo verlo haciendo algo tan burdo.
—Abre los ojos, Tessa —contestó Parminder—. Howard haría cualquier cosa para asegurarse de que Miles salga elegido. Espera y verás. Luego irá a por Colin, ya lo verás.
Tessa vio cómo los nudillos de la mano con que Colin sujetaba el tenedor se le ponían blancos, y lamentó que Parminder no pensara un poco antes de hablar. Ella conocía mejor que nadie los puntos débiles de Colin: era quien le recetaba el Prozac.
Vikram estaba sentado a la cabecera de la mesa sin decir nada. Su hermosa cara esbozó con naturalidad una sonrisa ligeramente sardónica. Tessa siempre se sentía intimidada por el cirujano, como le pasaba con todos los hombres muy atractivos. Aunque Parminder era una de sus mejores amigas, apenas conocía a Vikram, que trabajaba muchas horas y no se involucraba tanto como su mujer en los asuntos de Pagford.
—Os he contado lo del orden del día, ¿no? —prosiguió Parminder, lanzada—. ¿El de la próxima reunión? Howard presenta una moción sobre los Prados, para que se la transmitamos al comité de Yarvil que estudia la revisión del límite territorial, y, por si fuera poco, otra moción para que la clínica de toxicómanos sea desalojada del edificio. Quiere que todo se haga deprisa y corriendo, mientras la plaza de Barry esté aún sin cubrir.
Parminder no paraba de levantarse de la mesa para ir por cosas, y abría más armarios de los necesarios, distraída y con la cabeza en otro sitio. En dos ocasiones olvidó para qué se había levantado y volvió a sentarse con las manos vacías. Entre sus espesas pestañas, Vikram la observaba moverse de aquí para allá.
—Anoche llamé a Howard —explicó ella— y le dije que deberíamos esperar a que el concejo vuelva a contar con la totalidad de concejales para votar sobre cuestiones de tanta importancia. Se echó a reír. Dice que no podemos esperar. Según él, con la revisión territorial tan cerca, en Yarvil necesitan conocer nuestra opinión. En realidad, tiene miedo de que Colin consiga la plaza de Barry, porque entonces no lo tendrá tan fácil para colárnoslo todo. He mandado correos electrónicos a todos los que creo que están de nuestro lado, a ver si pueden presionarlo para postergar las votaciones hasta la siguiente reunión…
»El Fantasma de Barry Fairbrother —añadió entonces casi sin aliento—. Qué cabrón. No va a utilizar la muerte de Barry para vencerlo, si yo puedo evitarlo.
A Tessa le pareció ver la sombra de una mueca en los labios de Vikram. La vieja guardia de Pagford, liderada por Howard Mollison, le perdonaba a Vikram lo que no podía perdonarle a su esposa: la tez morena, la inteligencia y el bienestar económico (todo lo cual, en opinión de Shirley, les causaba cierto placer). A Tessa le parecía tremendamente injusto, porque Parminder se tomaba muy en serio cada aspecto de su vida en Pagford: los festivales escolares, las ventas de pasteles benéficas, su consulta médica y el concejo parroquial, y sin embargo su recompensa era la implacable aversión de la vieja guardia; a Vikram, que rara vez participaba en nada, esa misma gente lo adulaba y halagaba, dándole el visto bueno con aires de amos y señores.
—Mollison es un megalómano —prosiguió Parminder mientras removía la comida en el plato con nerviosismo—. Un matón y un megalómano.
Vikram dejó los cubiertos y se arrellanó en la silla.
—¿Y cómo es que se conforma con ser presidente del concejo parroquial? —quiso saber—. ¿Por qué no ha intentado meterse en la junta comarcal?
—Porque piensa que Pagford es el epicentro del universo —refunfuñó su mujer—. No lo entiendes: no cambiaría su cargo de presidente del Concejo Parroquial de Pagford por el de primer ministro. Además, no le hace ninguna falta estar en la junta de Yarvil; ya tiene a Aubrey Fawley allí, batallando en las cuestiones de mayor calado. Ya está calentando motores para la revisión del perímetro territorial. Trabajan en equipo.
Para Parminder, la ausencia de Barry era como un fantasma en la mesa. Él le habría explicado todo aquello a Vikram y además lo habría hecho reír; Barry era un magnífico imitador de los discursos de Howard, de sus andares de pato, de sus repentinas interrupciones gastrointestinales.
—No ceso de decirle a Parminder que se estresa demasiado con todo esto —le comentó Vikram a Tessa, quien se sorprendió, ruborizándose un poco al ser el blanco de aquellos ojos oscuros—. ¿Sabes ya lo de esa estúpida queja, lo de la anciana con enfisema?
—Sí, Tessa lo sabe. Lo sabe todo el mundo. ¿Tenemos que discutirlo en la mesa? —le espetó Parminder, y se levantó de golpe para recoger los platos.
Tessa hizo ademán de ayudarla, pero ella le ordenó que no se moviera. Vikram le brindó a Tessa una sonrisita de solidaridad que a ésta le produjo un hormigueo en el estómago. No pudo evitar recordar, mientras Parminder trajinaba en torno a la mesa, que el de Vikram y Parminder era un matrimonio concertado.
(—Sólo se trata de que la familia hace la presentación —le había contado Parminder en los primeros tiempos de su amistad, a la defensiva y un poco molesta por algo que había visto en la cara de Tessa—. Nadie te obliga a casarte.
Pero, en otras ocasiones, le habló de lo mucho que la había presionado su madre para que consiguiera un marido.
—Todos los padres sij quieren ver casados a sus hijos. Es una obsesión —explicó Parminder con amargura.)
Colin no lamentó que le arrebataran el plato. Las náuseas que le revolvían el estómago eran aún peores que a su llegada a la antigua vicaría. Se sentía tan ajeno a los otros tres comensales que era como estar dentro de una gruesa burbuja de cristal. La sensación de hallarse encerrado en una gigantesca esfera de preocupación viendo pasar sus propios temores, que le impedían ver el mundo exterior, le resultaba tristemente familiar.
Tessa no le ayudaba. Se mostraba fría y poco comprensiva respecto a su campaña por la plaza de Barry, y lo hacía a propósito. El motivo de esa cena era que Colin pidiese su opinión a Parminder sobre los panfletos que había impreso, en los que anunciaba su candidatura. Tessa se negaba a implicarse y de esa forma le impedía hablar con ella del temor que lo estaba asfixiando. Le estaba negando una vía de escape.
En un intento de emular la frialdad de su mujer, fingiendo que, después de todo, no se estaba derrumbando por culpa de una presión autoimpuesta, Colin no le había mencionado a Tessa la llamada del Yarvil and District Gazette que había recibido ese día en el instituto. La periodista se había interesado por Krystal Weedon.
¿Habría tocado él a esa chica?
Colin había respondido que el instituto no podía proporcionar ninguna información sobre una alumna y que tendría que acceder a Krystal a través de sus padres.
—Ya he hablado con Krystal —repuso ella—. Sólo quería contar con su opinión sobre…
Pero Colin había colgado, y el terror había arrasado con todo.
¿Por qué querían hablar sobre Krystal? ¿Por qué lo llamaban a él? ¿Había hecho algo? ¿Habría tocado a esa chica? ¿Se habría quejado ella?
El psicólogo le había enseñado a no intentar confirmar ni desmentir esa clase de pensamientos. Se suponía que debía reconocer su existencia y luego seguir comportándose normalmente, pero era como evitar rascarse cuando se tenía un persistente picor. El hecho de que los trapos sucios de Simon Price hubiesen salido a la luz en la página web del consejo lo había dejado pasmado: el terror de verse expuesto, que había desempeñado un papel tan predominante en la vida de Colin, ya tenía cara, y sus facciones eran las de un querubín avejentado, con una mente demoníaca que bullía bajo aquella gorra de cazador encasquetada sobre unos rizos canosos y tras unos ojos inquisitivos y saltones. Colin se acordaba muy bien de las historias de Barry sobre la formidable mente estratégica del dueño de la tienda de delicatessen, y sobre la intrincada maraña de alianzas que rodeaba a los dieciséis miembros del Concejo Parroquial de Pagford.
Colin había imaginado con frecuencia cómo se enteraría de que el juego había terminado: un moderado artículo en el periódico; gente que le volvería la cara cuando entrara en Mollison y Lowe; la directora del instituto llamándolo a su despacho para tener una discreta charla con él. Había imaginado su propia caída cientos de veces: su vergüenza a la vista de todos, colgada del cuello como la campanilla de un leproso, sin posibilidad de volver a ocultarla nunca. Lo pondrían de patitas en la calle. Incluso podría acabar en la cárcel.
—Colin —lo avisó Tessa en voz baja; Vikram le preguntaba si quería más vino.
Ella sabía qué estaba pasando detrás de aquella frente amplia y abombada; no con detalle, pero la ansiedad de su marido había sido una constante a lo largo de los años. Tessa sabía que Colin no podía evitarlo, formaba parte de su idiosincrasia. Muchos años atrás, había leído aquellas palabras de W. B. Yeats: «En lo más profundo del amor se esconde una piedad indecible.» Qué ciertas le habían parecido. El poema la había hecho sonreír y acariciar la página, porque ella amaba a Colin y la compasión formaba una parte fundamental de ese amor.
A veces, sin embargo, casi se le agotaba la paciencia. A veces era ella quien necesitaba que la tranquilizaran, que se preocuparan un poco por ella. Colin había sufrido un predecible ataque de pánico cuando Tessa le contó que le habían diagnosticado una diabetes del tipo 2, pero una vez que lo hubo convencido de que no corría riesgo inminente de muerte, la desconcertó la rapidez con que él dejó de hablar del asunto para volver a sumirse en sus planes para las elecciones.
(Aquella mañana, a la hora del desayuno, Tessa se había controlado por primera vez el nivel de azúcar en sangre con el glucómetro. Luego sacó la jeringuilla de insulina para pincharse en el vientre; le dolió mucho más que cuando la pinchaba la diestra Parminder.
Al verla, Fats cogió su cuenco de cereales y se volvió en redondo, derramando leche en la mesa, la manga de la camisa de su uniforme y el suelo de la cocina. Colin soltó un grito ahogado cuando lo vio escupir en el cuenco los copos que tenía en la boca y luego espetarle a su madre:
—¿Tienes que hacer eso en la puta mesa?
—¡Haz el favor de no ser tan grosero y desagradable! —saltó Colin—. ¡Siéntate bien! ¡Y limpia este desastre! ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre? ¡Pídele disculpas!
Tessa se retiró la aguja precipitadamente y sangró un poco.
—Lamento que ver cómo te chutas cuando estamos desayunando me dé ganas de vomitar, Tess —dijo Fats desde debajo de la mesa, mientras limpiaba el suelo con papel de cocina.
—¡Tu madre no se está chutando, tiene una enfermedad! —gritó Colin—. ¡Y no la llames «Tess»!
—Ya sé que las agujas no te gustan, Stu —dijo Tessa, pero tenía los ojos llorosos; se había hecho daño y estaba enfadada con los dos.
Por la noche, en la cena, todavía le duraba el enfado.)
Tessa se preguntó por qué Parminder no apreciaba la preocupación de Vikram. Cuando ella estaba estresada, Colin nunca se daba cuenta. «A lo mejor —se dijo con irritación— esto del matrimonio concertado no está tan mal… Desde luego, mi madre no habría elegido a Colin para mí…»
Parminder estaba sirviendo el postre, unos cuencos de macedonia de fruta. Molesta, Tessa se preguntó qué le habría servido a un invitado que no fuera diabético, y se consoló pensando en la barrita de chocolate que tenía en la nevera de su casa.
Parminder, que durante la cena había hablado cinco veces más que el resto de comensales, empezó a despotricar contra su hija Sukhvinder. Ya le había contado a Tessa por teléfono lo de la traición de la niña, y ahora volvió a soltarlo en la mesa.
—Va a trabajar de camarera para Howard Mollison. De verdad que no sé dónde tiene la cabeza. Pero Vikram…
—Ni siquiera piensan, Minda —proclamó Colin rompiendo su largo silencio—. Los adolescentes son así. Nada les importa. Son todos iguales.
—Qué tonterías dices, Colin —saltó Tessa—. No son todos iguales, en absoluto. Nosotros estaríamos encantados de que Stu se buscara un trabajo de fines de semana, aunque me temo que no hay ni la más remota posibilidad de que eso suceda.
—… pero a Vikram no le importa —continuó Parminder, ignorando la interrupción—. No le ve nada malo, ¿no es así?
El aludido contestó sin alterarse.
—La experiencia laboral enseña. Es muy probable que Jolly no llegue a la universidad, y no me parece ninguna vergüenza. No es para todo el mundo. Yo la veo casándose pronto, y feliz.
—Pero camarera, nada menos…
—Bueno, no todos pueden ser académicos, ¿no?
—No, desde luego ella no lo será —repuso Parminder, que casi temblaba de rabia y tensión—. Sus notas son un absoluto desastre… No tiene aspiraciones ni ambición. Camarera… «Seamos realistas, no voy a llegar a la universidad», me dice. Claro, con esa actitud desde luego que no. Y con Howard Mollison… Oh, seguro que le ha encantado que mi hija haya ido a suplicarle un empleo. ¿En qué estaría pensando? ¿En qué?
—A ti tampoco te gustaría que Stu trabajara para alguien como Mollison —le dijo Colin a Tessa.
—No me importaría —lo contradijo ella—. Me encantaría que diera muestras de cualquier clase de ética laboral. Por lo que sé, sólo parecen importarle los juegos de ordenador y… —Se interrumpió, porque su marido no sabía que Stuart fumaba.
—En realidad —repuso Colin—, Stuart sería muy capaz de una cosa así: de congraciarse con alguien que supiera que no nos cae bien, sólo para fastidiarnos. Disfrutaría mucho, desde luego.
—Por el amor de Dios, Colin, Sukhvinder no trata de fastidiar a Parminder —dijo Tessa.
—¿O sea que piensas que estoy siendo poco razonable? —le soltó Parminder.
—No, no —contestó Tessa, horrorizada por verse metida en una discusión familiar—. Sólo digo que en Pagford no hay muchos sitios donde los chicos puedan trabajar, ¿no?
—¿Y qué falta hace que trabaje? —preguntó una Parminder furiosa, alzando las manos con exasperación—. ¿No le damos dinero suficiente?
—El dinero ganado por uno mismo es diferente, eso ya lo sabes —le recordó Tessa.
Tessa estaba de cara a una pared llena de fotografías de los chicos Jawanda. Solía sentarse allí y había contado cuántas veces aparecía cada hijo: Jaswant, dieciocho; Rajpal, diecinueve; y Sukhvinder, nueve. Sólo había una fotografía que celebrara los logros individuales de Sukhvinder: la imagen del equipo de remo de Winterdown el día que había derrotado al del St. Anne. Barry les había entregado a todos los padres una copia ampliada de esa fotografía, en la que Sukhvinder y Krystal Weedon aparecían en el centro de las ocho chicas, rodeándose los hombros con el brazo, sonriendo de oreja a oreja y dando un brinco, de manera que salían ambas ligeramente desenfocadas.
«Barry habría ayudado a Parminder a ver las cosas desde la perspectiva correcta», se dijo. Había sido un puente entre madre e hija, las dos lo adoraban.
Tessa se preguntó, y no por primera vez, hasta qué punto suponía una diferencia el hecho de que no hubiese alumbrado a su hijo. ¿Le resultaba más fácil aceptarlo como un individuo independiente que si hubiera sido de su propia sangre? De su sangre alta en glucosa, contaminada…
Desde hacía poco, Fats ya no la llamaba «mamá». Ella tenía que fingir que no le importaba, porque a Colin lo hacía enfadar muchísimo; pero cada vez que Fats decía «Tessa» era como si le clavaran una aguja en el corazón.
Los cuatro acabaron de comerse la fruta en silencio.