Ruth estaba sola en la iluminada sala, de pie y aferrando todavía el auricular que acababa de colgar.
Hilltop House era pequeña y compacta. Era una casa antigua y no costaba saber dónde se encontraba exactamente cada uno de los miembros de la familia Price; las voces, pisadas y puertas que se abrían y cerraban se oían muy bien. Ruth sabía que su marido seguía en la ducha, porque oía sisear y traquetear la caldera bajo la escalera. Había esperado a que Simon abriera el agua para telefonear a Shirley, pues le preocupaba que él pudiera pensar que pedir aquel pequeño favor, lo de la EpiPen inyectable, era confraternizar con el enemigo.
El ordenador familiar estaba instalado en un rincón de la sala, donde Simon podía tenerlo vigilado y asegurarse de que nadie disparara el importe de la factura. Ruth soltó el teléfono y se abalanzó sobre el teclado.
La web del concejo parroquial tardaba lo suyo en cargarse. Con mano temblorosa, Ruth se ajustó las gafas de lectura en la nariz mientras examinaba las distintas páginas. Por fin encontró el tablón de anuncios. El nombre de su marido le saltó a la vista en espantoso negro sobre blanco: Simon Price, no apto para presentarse al concejo.
Abrió el texto entero con un doble clic sobre el título, y lo leyó. De pronto, todo empezó a darle vueltas.
—Dios mío —musitó.
La caldera había dejado de sonar. Simon estaría poniéndose el pijama que había calentado en el radiador. Ya había corrido las cortinas de la salita y encendido las lámparas de pie y la estufa de leña para bajar a tenderse en el sofá y ver las noticias.
Ruth no tendría más remedio que decírselo. No podía dejar que él lo descubriera por sí mismo, además de que no creía poder guardárselo para sí. Estaba asustada y se sentía culpable, aunque no sabía por qué.
Lo oyó bajar la escalera, hasta que apareció en la puerta con el pijama de franela azul.
—Simon —susurró Ruth.
—¿Qué pasa? —repuso él, instantáneamente irritado.
Supo que algo iba mal, que su fantástico plan de sofá, estufa y noticias estaba a punto de irse al traste.
Ruth señaló el monitor, tapándose la boca con la otra mano, como una niña pequeña. Su terror contagió a Simon, que se precipitó hacia el ordenador y miró la pantalla con ceño. Leer no era su fuerte. Se esforzó en descifrar cada palabra, cada línea.
Cuando hubo acabado, permaneció muy quieto, pasando revista mentalmente a los probables soplones. Pensó en el conductor de la carretilla elevadora, el del chicle, al que había dejado colgado en los Prados cuando recogieron el ordenador nuevo. Pensó en Jim y Tommy, que hacían con él los encargos en negro y a hurtadillas. Alguien del trabajo se había ido de la lengua. La rabia y el miedo colisionaron en su interior y provocaron una combustión.
Fue hasta el pie de la escalera y gritó:
—¡Vosotros dos! ¡Bajad ahora mismo!
Ruth aún se tapaba la boca con la mano. Simon sintió el sádico impulso de apartársela de un bofetón, de decirle que se calmara, que era él quien estaba de mierda hasta el cuello.
Andrew llegó el primero, con Paul detrás. Andrew vio el escudo de armas de Pagford en la pantalla, y a su madre con la mano en la boca. Descalzo sobre la vieja alfombra, tuvo la sensación de caer en picado en un ascensor averiado.
—Alguien ha contado cosas por ahí que he mencionado en esta casa —dijo Simon mirando furibundo a sus hijos.
Paul había bajado consigo el libro de ejercicios de química y lo sostenía como si fuera un cantoral. Andrew miraba fijamente a su padre, tratando de adoptar una expresión de confusión y curiosidad.
—¿Quién se ha chivado de que tenemos un ordenador robado? —preguntó Simon.
—Yo no —contestó Andrew.
Paul miró a su padre con cara inexpresiva, tratando de procesar la pregunta. Andrew deseó que hablara de una vez. ¿Por qué tenía que ser tan lento?
—¿Y bien? —le insistió Simon a Paul.
—No creo que yo…
—¿Qué no crees? ¿No habérselo contado a nadie?
—No, no creo que se lo haya contado a…
—Oh, muy interesante —dijo Simon, caminando de aquí para allá delante de Paul—. Esto es interesantísimo.
De un manotazo, le arrancó el libro de las manos y lo lanzó lejos.
—Pues intenta pensarlo, pedazo de mierda —gruñó—. Piénsalo de una vez, coño. ¿Le has contado a alguien que tenemos un ordenador robado?
—No, que es robado no —contestó Paul—. Nunca le he contado a nadie… Ni siquiera creo haberle dicho a nadie que teníamos uno nuevo.
—Ya veo —repuso su padre—. Y la noticia se ha difundido por arte de magia, ¿verdad? —Señalaba la pantalla del ordenador—. ¡Pues alguien se ha ido de la lengua, joder! —exclamó—. ¡Porque está en el internet de los cojones! ¡Y ya puedo considerarme afortunado si no me-quedo-en-la-puta-calle!
Con cada una de esas últimas palabras fue dándole un golpe con el puño en la cabeza. Paul se encogió y retrocedió; por la nariz le brotó un hilillo oscuro; sufría frecuentes hemorragias nasales.
—¡¿Y tú qué?! —le gritó Simon a su mujer, que seguía petrificada junto al ordenador, con los ojos muy abiertos detrás de las gafas y la mano tapándole la boca como un velo—. Has estado cotilleando por ahí, ¿eh?
Ruth se quitó la mordaza.
—No, Simon —susurró—. La única persona a la que le conté que teníamos un ordenador nuevo es Shirley y ella nunca…
«Qué tonta eres, qué tonta, joder, ¿por qué tenías que decirle eso?»
—¿Que hiciste qué? —siseó.
—Se lo conté a Shirley —gimoteó Ruth—. Pero no le dije que era robado, Simon. Sólo le dije que ibas a traerlo a casa…
—Bueno, pues ya sabemos de dónde viene esta mierda, joder —soltó Simon, y empezó a gritar—: ¡Su puto hijo se presenta a las elecciones, coño, y por supuesto ella me quiere sacar los trapos sucios!
—Pero si es ella quien me lo ha dicho hace un momento, Simon, ella no habría…
Simon se abalanzó sobre su mujer y le pegó en la cara, como deseaba hacer desde que había visto su expresión tonta y asustada. Las gafas de Ruth volaron y se hicieron añicos contra la estantería. Simon volvió a pegarle y ella cayó sobre la mesa de ordenador que con tanto orgullo había comprado con su primer sueldo del South West General.
Andrew se había hecho una promesa. Le dio la sensación de que se movía a cámara lenta, todo parecía frío y húmedo y ligeramente irreal.
—No le pegues —dijo, interponiéndose entre sus padres—. No le…
El labio se le partió contra los incisivos, aplastado por los nudillos de Simon. Andrew cayó hacia atrás encima de su madre, aún desplomada sobre el teclado. Simon lanzó otro puñetazo, que alcanzó a Andrew en los brazos, con que se protegía la cara. El muchacho trató de incorporarse, con su madre forcejeando debajo, pero su padre estaba en pleno ataque, golpeándolos con saña.
—¡No te atrevas a decirme lo que tengo que hacer, joder!… ¡No te atrevas, gilipollas, cobarde, pedazo de mierda!…
Andrew se dejó caer de rodillas para quitarse de en medio y Simon le dio una patada en las costillas.
—¡Basta! —exclamó Paul con voz lastimera.
Simon lanzó otra patada a las costillas de su hijo, pero éste la esquivó y su progenitor estrelló el pie contra la chimenea de ladrillo, y de pronto empezó a soltar ridículos aullidos de dolor.
Andrew se escabulló a cuatro patas mientras Simon se aferraba los dedos del pie, dando saltitos sin moverse del sitio y chillando maldiciones. Ruth, desplomada en la silla giratoria, sollozaba tapándose la cara con las manos. Andrew se puso en pie; notaba el sabor de su propia sangre.
—Cualquiera pudo irse de la lengua con lo de ese ordenador —resolló casi sin aliento, esperando otro estallido de violencia; ahora que había empezado, que estaban en plena trifulca, se sentía más valiente; era la espera lo que lo sacaba de quicio, ver a su padre adelantar la barbilla y oír el ansia creciente de violencia en su voz—. Nos dijiste que le habían dado una paliza a un vigilante jurado. Cualquiera pudo irse de la lengua. No hemos sido nosotros…
—¡Gilipollas de mierda, no te atrevas…! ¡Me he roto el dedo, joder! —jadeó Simon, y se dejó caer en una butaca, todavía agarrándose el pie. Esperaba compasión, por lo visto.
Andrew imaginó que empuñaba un arma y le disparaba a la cara, que sus facciones estallaban y sus sesos salpicaban las paredes.
—¡Y Pauline vuelve a tener la regla! —le gritó Simon a Paul, que trataba de contener la sangre de la nariz que le goteaba entre los dedos—. ¡Sal de la alfombra! ¡Coño, sal de la alfombra, mariquita!
Paul huyó corriendo de la habitación. Andrew se apretaba el dolorido labio con el borde de la camiseta.
—¿Y todos esos trabajos en negro? —gimoteó Ruth, con la mejilla encarnada y las lágrimas goteándole de la barbilla.
Andrew detestaba verla así, patética y humillada; pero también la despreciaba un poco por haberse metido en aquel lío, cuando cualquiera lo habría visto venir.
—Ahí mencionan los trabajos en negro —prosiguió ella—. Shirley no sabe nada de eso, ¿cómo iba a saberlo? Eso lo ha colgado alguien de la imprenta. Ya te lo dije, Simon, ya te dije que no debías hacer esos trabajos, siempre he temido que…
—¡Cierra la puta boca, joder! ¡Ahora te quejas, pero no te importaba una mierda gastarte el dinero! —bramó Simon adelantando otra vez la barbilla.
Andrew quiso gritarle a su madre que se callara: parloteaba cuando cualquier imbécil habría visto que debía mantener la boca cerrada, y callaba cuando habría hecho bien en hablar; no aprendía, nunca veía lo que se avecinaba.
Transcurrió un minuto sin que ninguno hablara. Ruth se enjugaba los ojos con el dorso de la mano y sorbía por la nariz de forma intermitente. Simon seguía aferrándose el pie, con los dientes apretados y respirando con dificultad. Andrew se lamía la sangre del labio, que ya notaba hinchado.
—Esto va a costarme mi puto trabajo —masculló Simon, recorriendo la habitación con ojos de loco, como si pudiera haber alguien a quien hubiera olvidado pegar—. Ya andan hablando de que hay exceso de personal, joder. Sólo faltaba esto. Esto va a ser…
Tumbó de un manotazo la lámpara de la mesita, que rodó por el suelo sin romperse. La recogió, tiró del cable para desenchufarlo de la pared, la blandió por encima de la cabeza y se la arrojó a Andrew, que se agachó para esquivarla.
—¡¿Quién coño se ha chivado?! —gritó cuando la lámpara se hizo añicos contra la pared—. ¡Porque alguien se ha chivado, joder!
—¡Habrá sido algún cabrón de la imprenta, ¿no?! —contestó Andrew a gritos; notaba el labio grueso y palpitante, como un gajo de mandarina—. ¿De verdad crees que nosotros…? ¿De verdad crees que a estas alturas no sabemos tener la boca cerrada?
Era como tratar de comprender a un animal salvaje. Andrew veía moverse la mandíbula de su padre y advirtió que estaba considerando sus palabras.
—¡¿Cuándo han colgado eso?! —le gritó a Ruth—. ¡Míralo! ¿Qué fecha pone?
Todavía sollozando, Ruth miró la pantalla; tuvo que acercarse casi hasta tocarla con la punta de la nariz, ahora que sus gafas estaban rotas.
—El quince —susurró.
—El quince… Domingo. Era domingo, ¿no?
Ni Andrew ni Ruth lo sacaron de su error. Andrew no podía creerse su suerte, aunque seguro que no duraría.
—Domingo —continuó Simon—, de manera que cualquiera habrá podido… ¡Joder, mi pie! —exclamó al levantarse, y se acercó a Ruth cojeando exageradamente—. ¡Aparta!
Ruth se apresuró a dejarle la silla y lo observó volver a leer el párrafo, soltando bufidos como una fiera. Andrew se dijo que, si tuviera un alambre a mano, podría estrangularlo allí mismo.
—Alguien se ha enterado a través de la imprenta —declaró Simon, como si hubiese llegado por sí mismo a esa conclusión sin haber oído a su mujer y su hijo insistirle en esa hipótesis. Puso las manos en el teclado y se volvió hacia Andrew—. ¿Cómo lo quito?
—¿Qué?
—¡Tú estudias informática, joder! ¿Cómo quito esto de ahí?
—No puedes entrar en… No puedes. Tiene que ser el administrador.
—Pues hazte administrador —replicó Simon levantándose e indicándole la silla giratoria.
—No puedo hacerme administrador —dijo Andrew, temiendo que su padre estuviera al borde de un segundo ataque de violencia—. Hay que introducir el nombre de usuario correcto y las contraseñas.
—Pues vaya desperdicio de espacio que eres, joder.
Simon le dio un empujón en el esternón al pasar cojeando a su lado y lo hizo caer de espaldas contra la repisa de la chimenea.
—¡Pásame el teléfono! —le gritó a su mujer cuando hubo vuelto a sentarse en la butaca.
Ruth cogió el teléfono y recorrió el par de metros que la separaban de él, que se lo arrancó de las manos y marcó un número.
Andrew y Ruth esperaron en silencio mientras Simon llamaba, primero a Jim y luego a Tommy, los tipos con los que había llevado a cabo los trabajos clandestinos. La ira de Simon y las sospechas que abrigaba respecto a sus propios cómplices se canalizaban por la línea telefónica en frases cortas llenas de juramentos.
Paul no había vuelto. Quizá siguiera lidiando con su hemorragia nasal, pero era más probable que estuviera muerto de miedo. A Andrew le pareció poco prudente. Era más seguro desaparecer sólo cuando Simon te daba permiso para hacerlo.
Cuando hubo acabado, Simon le tendió el teléfono a Ruth sin decir palabra; ella lo cogió y se apresuró a colgarlo en su sitio.
Él se quedó sentado, pensando, con el dedo lastimado latiéndole y sudando al calor de la estufa, henchido de rabia e impotencia. La paliza que les había dado a su mujer y su hijo no tenía la más mínima importancia, no dedicó un solo segundo a pensar en ellos; acababa de ocurrirle algo terrible y lo natural era que su explosión de ira alcanzara a sus allegados más cercanos; la vida funcionaba así. En cualquier caso, la estúpida cabrona de Ruth había admitido habérselo contado a Shirley…
Simon estaba construyendo su propia cadena de pruebas a partir de los acontecimientos que en su opinión habrían tenido lugar. Algún capullo (y sospechaba del conductor de la carretilla, el del chicle, con su expresión de cabreo cuando Simon lo había dejado tirado en los Prados) les había hablado de él a los Mollison (aunque no tuviera mucha lógica, la admisión de Ruth de que le había mencionado el ordenador a Shirley lo volvía más probable), y ellos (los Mollison, las altas esferas, los hipócritas y los cabrones que eran los guardianes del acceso al poder) habían colgado ese mensaje en su página web (aquella vieja estúpida de Shirley era la administradora, y eso le ponía el broche a su teoría).
—Ha sido tu amiga de los cojones —le dijo a su llorosa mujer de labios temblorosos—. Tu amiga de los cojones, Shirley. Ha sido ella. Ha reunido unos cuantos trapos sucios sobre mí para apartarme de la carrera de su hijo. Ha sido ella.
—Pero Simon…
«Cállate, cállate, no seas idiota», pensó Andrew.
—Conque sigues de su parte, ¿eh? —bramó Simon haciendo ademán de levantarse.
—¡No! —chilló Ruth, y él volvió a dejarse caer en la butaca, pues no quería forzar su dolorido pie.
A los directivos de Harcourt-Walsh no iba a gustarles mucho lo de esos trabajos fuera de horario, pensó Simon. Tampoco le extrañaría que apareciera la policía, husmeando en busca del ordenador. Lo asaltó el impulso urgente de hacer algo.
—Tú —dijo señalando a Andrew—. Desenchufa ese ordenador. Los cables y todo lo demás. Te vienes conmigo.