I

—… y salió corriendo de aquí gritando como una loca y llamándola «paqui de mierda», y ahora han telefoneado del periódico para que haga unas declaraciones, porque la doctora…

Parminder oyó la voz de la recepcionista, casi un susurro, cuando pasaba por la puerta de la sala de personal, que estaba entreabierta. Con un movimiento rápido, la abrió del todo y se encontró a la joven en pleno cuchicheo con la enfermera. Ambas dieron un respingo y se volvieron en redondo.

—Doctora Jawan…

—Supongo que tienes presente el acuerdo de confidencialidad que firmaste al aceptar este empleo, ¿no, Karen?

La recepcionista pareció horrorizada.

—Sí, sí… No estaba… Laura ya sabía… Venía a darle este recado. Han llamado del Yarvil and District Gazette. La señora Weedon ha muerto y una de sus nietas dice que…

—¿Y eso que llevas ahí? ¿Es para mí? —la interrumpió Parminder con frialdad, señalando los historiales médicos que Karen sostenía.

—Ah… sí —repuso la joven, aturullada—. Él quería ver al doctor Crawford, pero…

—Será mejor que vuelvas a tu puesto en la entrada.

Parminder cogió los historiales y se dirigió de nuevo a la recepción, echando chispas. Cuando se encontró ante los pacientes, se dio cuenta de que no sabía a quién llamar, y miró la carpeta que llevaba en la mano.

—Señor… señor Mollison.

Howard se incorporó sonriendo y se acercó a ella con su balanceo característico. Parminder notó cómo la bilis le subía por la garganta. Se dio la vuelta y echó a andar hacia su consulta, con Howard siguiéndola.

—¿Todo bien, Parminder? —preguntó él, tras cerrar la puerta e instalarse, sin que lo invitaran a ello, en la silla destinada a los pacientes.

Era su forma habitual de saludarla, pero a ella le pareció que esa vez se burlaba.

—¿Qué problema tienes? —le preguntó con brusquedad.

—Una pequeña irritación —repuso él—. Aquí. Necesitaría una crema o algo así.

Se sacó la camisa de los pantalones y la levantó unos centímetros. Parminder vio una franja de piel enrojecida donde la barriga le caía sobre los muslos.

—Tendrás que quitarte la camisa.

—Sólo me pica ahí.

—Necesito ver toda la zona.

Howard exhaló un suspiro y se puso en pie. Mientras se desabrochaba, añadió:

—¿Has visto el orden del día para la próxima reunión que te he enviado esta mañana?

—No, aún no he abierto el correo electrónico.

Era mentira. Ya había leído el orden del día y se había enfurecido, pero aquél no era momento para decírselo a Howard. Le molestaba que tratara de abordar asuntos del concejo en su consultorio; era su forma de recordarle que había un sitio donde era su subordinada, aunque en aquella habitación ella pudiera ordenarle que se quitara la ropa.

—Si haces el favor de… Necesitaría mirar debajo de…

Howard levantó su enorme barriga, dejando al descubierto la parte superior de los pantalones y finalmente la cinturilla. Sosteniendo su propia grasa con los brazos, le sonrió a Parminder. Ella acercó una silla y su cabeza quedó a la altura del cinturón de Howard.

En el pliegue oculto de la barriga había una erupción escamosa y desagradable: de un rojo intenso, se extendía de un lado del torso a otro como una sonrisa gigantesca y emborronada. Un tufo a carne podrida invadió su nariz.

—Intertrigo —diagnosticó—, y dermatitis atópica ahí, donde te has rascado. Bueno, ya puedes vestirte.

Howard dejó caer la barriga y cogió la camisa, tan pancho.

—Verás que he incluido en el orden del día el edificio de Bellchapel. En este momento está generando cierto interés en la prensa.

Parminder tecleaba algo en el ordenador y no contestó.

—Del Yarvil and District Gazette —insistió Howard—. Voy a escribirles un artículo. —Y, abrochándose la camisa, añadió—: Quieren las dos caras de la cuestión.

Ella trataba de no escuchar, pero la mención del periódico le encogió aún más el estómago.

—¿Cuándo te tomaste por última vez la presión, Howard? No veo que lo hayas hecho en los últimos seis meses.

—Seguro que la tengo bien. Me estoy medicando.

—Pero deberíamos comprobarla, ya que estás aquí.

Howard volvió a suspirar y se arremangó laboriosamente.

—Van a publicar el artículo de Barry antes que el mío —dijo entonces—. ¿Sabías que les envió un artículo? ¿Sobre los Prados?

—Sí —respondió ella a su pesar.

—¿No tendrás una copia? Para no repetir nada que haya dicho él, ¿sabes?

Los dedos de Parminder temblaron un poco en el tensiómetro. El manguito no cerraba bien en el grueso brazo. Se lo quitó y fue en busca de uno más grande.

—No —contestó de espaldas—. Nunca llegué a verlo.

Howard la vio accionar la bomba y observó el manómetro con la sonrisa indulgente de quien contempla un ritual pagano.

—Demasiado alta —declaró Parminder cuando la aguja marcó 17/10.

—Tomo pastillas para eso —dijo Howard, rascándose donde le había puesto el manguito, y se bajó la manga—. El doctor Crawford no me ha comentado nada.

—Estás tomando amlodipina y bendroflumetiacida para la presión arterial, ¿correcto? Y simvastatina para el corazón… No veo ningún betabloqueante.

—Por el asma —explicó Howard mientras se alisaba la manga.

—Así es… y aspirina. —Se volvió para mirarlo—. Howard, tu peso es el factor más importante en todos tus problemas de salud. ¿Nunca te han mandado al especialista en nutrición?

—Llevo treinta y cinco años al frente de una tienda de delicatessen —contestó él sin dejar de sonreír—. No necesito que me den lecciones sobre alimentación.

—Unos pequeños cambios en tu forma de vida te harían mejorar mucho. Si pudieras perder…

—No te compliques la vida —la interrumpió él con un amago de guiño—. Sólo necesito una crema para el picor.

Desahogando su furia en el teclado, Parminder tecleó recetas para una pomada fungicida y otra con esteroides; una vez impresas, se las tendió sin decir nada.

—Gracias, muy amable —repuso Howard, y se levantó con esfuerzo de la silla—. Que pases un buen día.