Andrew dejó Yarvil a las tres y media para asegurarse de llegar a Hilltop House antes de las cinco. Fats fue con él hasta la parada del autobús, pero de pronto, como si acabara de ocurrírsele, le dijo a Andrew que se quedaría un rato más en la ciudad.
Fats había quedado con Krystal en el centro comercial, aunque se habían dado cierto margen con la hora. Mientras iba dando un paseo hacia las tiendas, pensaba en lo que había hecho Andrew en el cibercafé y trataba de desenmarañar sus propias reacciones.
Desde luego, estaba impresionado; es más, se sentía un poco eclipsado. Andrew había planeado concienzudamente aquello, no se lo había contado a nadie y lo había llevado a cabo con eficacia: todo eso era digno de admiración. No obstante, sentía cierto despecho porque Andrew hubiera tramado su plan sin decirle ni una palabra, y eso lo indujo a preguntarse si no debería condenar el carácter clandestino del ataque de Andrew contra su padre. ¿No era un método excesivamente hipócrita y sofisticado? ¿No habría sido más auténtico amenazar abiertamente a Simon o pegarle un puñetazo?
Sí, Simon era un mierda, pero sin duda un mierda auténtico: hacía lo que quería y cuando quería, sin someterse a las restricciones sociales ni a la moral convencional. Fats se preguntó si sus simpatías no deberían estar con Simon, a quien le gustaba distraer con un humor vulgar y grosero limitado a personas que se ponían en ridículo o sufrían accidentes cómicos. Muchas veces, Fats se decía que prefería a Simon, con su temperamento volátil y sus imprevisibles broncas —un contrincante digno, un adversario comprometido—, antes que a Cuby.
Por otra parte, Fats no se había olvidado de la lata de creosota, de la cara y los puños amenazantes de Simon, de aquel gruñido brutal, de la orina caliente resbalándole por las piernas; ni —quizá lo más vergonzoso— de su sincero y desesperado anhelo de que llegara Tessa y se lo llevara a un lugar seguro. Fats todavía no era tan invulnerable como para no mostrarse comprensivo con el deseo de venganza de Andrew.
De modo que volvió al punto de partida: Andrew había hecho algo audaz, ingenioso y de consecuencias potencialmente explosivas. Experimentó otra débil punzada de disgusto por no haber sido él el padre de la idea. Estaba intentando librarse de su dependencia de las palabras, un rasgo adquirido tan burgués, pero era difícil renunciar a un deporte que se le daba muy bien, y mientras caminaba por las relucientes baldosas de la entrada del centro comercial, sin darse cuenta se puso a dar vueltas a frases que destrozarían las presuntuosas aspiraciones de Cuby y lo dejarían desnudo ante un público que se burlaría de él.
Distinguió a Krystal entre un grupo de chicos de los Prados, apiñados alrededor de los bancos de en medio del paseo que discurría entre las tiendas. Nikki, Leanne y Dane Tully estaban entre ellos. Fats no vaciló ni mudó lo más mínimo la expresión, sino que siguió caminando al mismo ritmo, con las manos en los bolsillos, hasta colocarse ante aquella batería de miradas críticas y curiosas que lo examinaron de la cabeza a los pies.
—Qué hay, Fatboy —dijo Leanne.
—Qué hay —respondió Fats.
Leanne le murmuró algo a Nikki, que soltó una carcajada. Krystal, con las mejillas coloradas, mascaba chicle enérgicamente, se apartaba el pelo haciendo danzar sus pendientes y se subía los pantalones de chándal.
—¿Todo bien? —le dijo Fats a ella en particular.
—Bien.
—¿Sabe tu madre que has salido, Fats? —preguntó Nikki.
—Claro, me ha traído ella —dijo él con calma ante un silencio expectante—. Me espera en el coche; dice que puedo echar un polvo rápido antes de que volvamos a casa para cenar.
Todos se echaron a reír excepto Krystal, que gritó «¡Vete a la mierda, bocazas!», aunque parecía complacida.
—¿Fumas tabaco de liar? —preguntó Dane Tully con los ojos fijos en la pechera de Fats. Tenía una gran costra negra en el labio.
—Ajá —contestó Fats.
—Mi tío también —dijo Dane—. Se ha machacado los pulmones. —Se tocó distraído la costra.
—¿Adónde vais a ir? —preguntó Leanne, mirando con los ojos entornados a Fats y luego a Krystal.
—Ni idea —contestó ella, mascando chicle y mirando de reojo a Fats.
Sin aclarar la cuestión, él apuntó con el pulgar hacia la salida del centro comercial.
—Hasta luego —les dijo Krystal en voz alta a los demás.
A modo de despedida, Fats hizo un gesto vago con la mano y echó a andar, y la chica lo siguió y se colocó a su lado. Fats oyó más risas a sus espaldas, pero no le importó. Sabía que se había desenvuelto bien.
—¿Adónde vamos? —preguntó Krystal.
—Ni idea. ¿Tú adónde sueles ir?
Ella se encogió de hombros sin dejar de andar ni de masticar. Salieron del centro comercial y enfilaron la calle principal. Estaban a cierta distancia del parque, adonde ya habían ido una vez en busca de intimidad.
—¿Es verdad que te ha acompañado tu madre? —preguntó Krystal.
—Claro que no, joder. He venido en autobús.
Krystal aceptó la réplica sin rencor y desvió la mirada hacia los escaparates de las tiendas, donde se vio reflejada al lado de Fats. Desgarbado y diferente, era toda una celebridad en el instituto. Incluso Dane lo encontraba gracioso.
«Sólo te utiliza, imbécil —le había espetado Ashlee Mellor hacía tres días, en la esquina de Foley Road—. Porque eres una puta, igual que tu madre.»
Ashlee había formado parte del grupo de Krystal hasta que las dos se pelearon por un chico. Era de todos sabido que Ashlee no estaba bien de la cabeza: propensa a los arrebatos de ira y las lágrimas, cuando aparecía por Winterdown dividía el tiempo entre las clases de refuerzo y las sesiones de orientación. Por si hacían falta más pruebas de su incapacidad para pensar en las consecuencias de sus actos, había desafiado a Krystal en su propio territorio, donde ésta tenía respaldo y ella no. Nikki, Jemma y Leanne habían ayudado a acorralar y sujetar a Ashlee, y Krystal la había golpeado y abofeteado sin piedad, hasta que se manchó los nudillos con la sangre que le brotaba de la boca.
A Krystal no le preocuparon las repercusiones que pudiera tener aquello.
«Son blandos como la mierda y se derriten a la mínima», decía de Ashlee y su familia.
Pero aquellas palabras de Ashlee se habían clavado en un lugar tierno e infectado de la psique de Krystal, y por eso había sido como un bálsamo que al día siguiente Fats la hubiera buscado en el instituto para preguntarle, por primera vez, si quería quedar aquel fin de semana. Ella corrió a contarles a Nikki y Leanne que el sábado había quedado con Fats Wall, y sus miradas de sorpresa la complacieron. Y para colmo, él había aparecido cuando había dicho que aparecería (o menos de una hora más tarde de lo acordado), delante de todos sus amigos, y se había marchado con ella. Como si fueran una pareja.
—¿Y qué? ¿Cómo te va? —le preguntó Fats cuando ya habían recorrido cincuenta metros en silencio y dejado atrás el cibercafé.
Sabía que los convencionalismos exigían mantener en todo momento algún tipo de comunicación, aunque al mismo tiempo se preguntara si encontrarían un sitio discreto antes de llegar al parque, que estaba a media hora a pie. Quería follársela cuando estuvieran los dos colocados: tenía curiosidad por comprobar si había mucha diferencia.
—Esta mañana he ido al hospital a ver a mi bisabuela. Ha tenido un infarto —le contó Krystal.
La abuelita Cath no había intentado hablar esa vez, pero Krystal creía que había reparado en su presencia. Tal como había imaginado, su madre se había negado a ir a visitarla, así que ella se había pasado una hora sentada junto a la cama, sola, hasta que llegó la hora de ir al centro comercial.
Fats sentía curiosidad por las minucias de la vida de Krystal, pero sólo en la medida en que ella era un orificio de entrada a la vida cotidiana de los Prados. Los detalles como visitas al hospital no le interesaban.
—Y me han entrevistado para el periódico —añadió Krystal con incontenible y repentino orgullo.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Fats—. ¿Por qué?
—Para hablar sobre los Prados. Sobre cómo es criarse allí.
(La periodista la había encontrado por fin en casa, y cuando Terri dio su permiso a regañadientes, se la llevó a una cafetería para hablar. Le preguntó una y otra vez si estudiar en el St. Thomas la había ayudado, si le había cambiado la vida en algún sentido. Parecía un poco impaciente y frustrada por las respuestas de Krystal.
—¿Sacabas buenas notas en el colegio? —insistió, y Krystal se mostró evasiva y a la defensiva—. El señor Fairbrother dijo que había ampliado tus horizontes.
Krystal no sabía muy bien qué quería decir eso de los horizontes. Cuando pensaba en el St. Thomas, recordaba cuánto le gustaba el patio con su enorme castaño, del que todos los años llovían unos frutos enormes y brillantes; antes de ir al St. Thomas, ella nunca había visto castañas. Al principio le gustaba el uniforme, era agradable ir vestida igual que los demás. La había emocionado ver el nombre de su bisabuelo en el monumento a los caídos erigido en el centro de la plaza: «soldado Samuel Weedon». Sólo había otro chico del colegio cuyo apellido figurara en aquel monumento, y se trataba del hijo de un granjero, que a los nueve años ya conducía un tractor y un día había llevado un cordero a clase para hacer una presentación. Krystal no había olvidado la sensación que le produjo el tacto de la lana del cordero. Cuando se lo contó a la abuelita Cath, ella comentó que tiempo atrás en su familia también había habido campesinos.
A Krystal le encantaba el río, verde y suntuoso, adonde a veces iban de excursión. Lo mejor eran las competiciones deportivas y los partidos de béisbol inglés. Siempre la elegían la primera para cualquier deporte de equipo, y entonces le encantaba oír el gruñido de decepción de las contrincantes. A veces se acordaba de las maestras especiales que le habían asignado, sobre todo de la señorita Jameson, que era joven y moderna, de larga melena rubia. Siempre había imaginado que Anne-Marie se parecía un poco a la señorita Jameson.
También había retenido pizcas de conocimiento con vívidos detalles. Los volcanes: los provocaban los desplazamientos de placas; en clase habían construido maquetas rellenas de bicarbonato de sosa y detergente, y las habían hecho entrar en erupción sobre unas bandejas de plástico. Eso le había encantado. También sabía algo sobre los vikingos: tenían esos barcos alargados y cascos con cuernos, aunque había olvidado cuándo llegaron a Britania y por qué.
Sin embargo, entre sus recuerdos del St. Thomas también figuraban los comentarios mascullados por las niñas de su clase; a un par de ellas les había pegado. Cuando los servicios sociales la dejaron volver con su madre, el uniforme se le quedó tan corto y apretado y lo llevaba tan sucio que el colegio envió varias cartas, y por su culpa la abuelita Cath y Terri tuvieron una fuerte pelea. Las otras niñas del colegio no la querían en sus grupos, salvo cuando se trataba de formar los equipos de béisbol inglés. Todavía recordaba el día en que Lexie Mollison repartió a todas las alumnas de la clase un sobrecito rosa que contenía una invitación para una fiesta, y cómo pasó por delante de ella mirándola por encima del hombro, o ése era el recuerdo que conservaba.
Solamente un par de niños la habían invitado a sus fiestas. Se preguntaba si Fats y su madre recordarían que una vez había ido a una fiesta de cumpleaños en su casa. Habían invitado a toda la clase, y la abuelita Cath le había comprado un vestido nuevo. Por eso sabía que el vasto jardín trasero de Fats tenía un estanque, un columpio y un manzano. Habían comido gelatina y organizado carreras de sacos. Tessa había regañado a Krystal porque ésta, desesperada por ganar una medalla de plástico, empujaba a los otros niños para apartarlos del camino. Uno de ellos acabó sangrando por la nariz.
—Pero el St. Thomas te gustaba, ¿no? —le preguntó la periodista al final.
—Sí —contestó ella, sabiendo que no había transmitido lo que el señor Fairbrother quería que transmitiera, y lamentó que él no estuviera allí para ayudarla—. Sí, me gustaba.)
—¿Cómo es que querían que les hablaras de los Prados? —preguntó Fats.
—Fue idea del señor Fairbrother.
Tras una pausa de varios minutos, Fats preguntó:
—¿Tú fumas?
—¿Qué, hierba? Sí, a veces he fumado con Dane.
—Pues he traído.
—Se la compras a Skye Kirby, ¿no?
A Fats le pareció detectar un deje de diversión en su voz; porque Skye era la opción más fácil y segura, la persona a la que recurrían los chicos de clase media. Le gustó el tono de burla de Krystal.
—¿Y tú dónde la compras? —preguntó.
—Ni idea, era de Dane.
—¿A Obbo, quizá? —insistió Fats.
—Ese puto mamón…
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
Pero Krystal no tenía palabras para explicar qué pasaba con Obbo; y aunque las hubiera tenido, no habría querido hablar de él. Obbo le ponía los pelos de punta; a veces iba a su casa y se pinchaba con Terri; otras veces se la follaba, y Krystal se lo cruzaba en la escalera, y él le sonreía con sus gafas de culo de botella mientras se abrochaba la sucia bragueta. A menudo, Obbo le ofrecía trabajillos a Terri, como esconder aquellos ordenadores, u ofrecer a desconocidos un sitio donde pernoctar, o prestar servicios cuya naturaleza Krystal desconocía, pero que obligaban a su madre a ausentarse durante horas. Hacía poco había tenido una pesadilla en la que tumbaban a su madre sobre una especie de bastidor, le separaban brazos y piernas y la ataban; Terri era casi toda ella un enorme agujero, una especie de gallina desplumada, gigantesca y desnuda; y en el sueño, Obbo entraba y salía de su cavernoso interior, y toqueteaba cosas allí dentro, mientras la cabecita de Terri ponía cara de miedo y aflicción. Krystal se había despertado mareada, furiosa y asqueada.
—Es un capullo —resumió.
—¿Es un tío alto con la cabeza afeitada y tatuajes por toda la nuca? —preguntó Fats.
Esa semana había vuelto a saltarse clases y se había pasado una hora sentado en lo alto de una tapia, observando. Aquel hombre calvo le había interesado; lo había visto hurgando en la parte trasera de una vieja furgoneta blanca.
—No, ése es Pikey Pritchard —dijo Krystal—, si es que lo viste en Tarpen Road…
—¿A qué se dedica?
—Ni idea. Pregúntale a Dane. Es amigo del hermano de Pikey.
Pero a Krystal le gustaba el interés de Fats; era la primera vez que mostraba tantas ganas de hablar con ella.
—Pikey está en libertad condicional —añadió.
—¿Por qué?
—Atacó a un tío con una botella rota en el Cross Keys.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Y yo qué coño sé. No estaba allí —contestó ella.
Estaba contenta, y eso siempre la hacía ponerse un poco chula. Dejando a un lado su preocupación por la abuelita Cath (quien, al fin y al cabo, seguía viva y por tanto tal vez se recuperara), había tenido un par de semanas bastante buenas: Terri estaba cumpliendo el régimen de Bellchapel, y Krystal se aseguraba de que Robbie fuera a la guardería. Al niño ya casi se le había curado el culito. La asistente social parecía tan satisfecha o más que ninguna de las anteriores. Y ella había asistido al instituto todos los días, aunque no a las sesiones de orientación con Tessa el lunes y el miércoles por la mañana. No sabía por qué. A veces perdía la costumbre de ir.
Volvió a mirar de reojo a Fats. Jamás se le había ocurrido que ese chico pudiera gustarle, al menos no hasta que él le había echado el ojo en la discoteca del salón de actos. A Fats lo conocía todo el mundo, y algunos de sus chistes circulaban como esos gags divertidos que ponían en la tele. (Krystal mentía a todos diciendo que en su casa tenían televisor. Veía suficiente televisión en casa de sus amigas, y en la de la abuelita Cath, para apañárselas. «Sí, vaya mierda de serie», o «Ya lo sé, casi me meo», decía, cuando los otros comentaban los programas que habían visto.) Por su parte, Fats estaba intentando imaginarse qué se sentía cuando te atacaban con una botella rota, cuando el borde irregular de cristal te cortaba la cara. Le parecía notar los nervios seccionados y la punzada del aire en la herida, el calor húmedo al brotar la sangre. Percibió un cosquilleo alrededor de la boca, una especie de exceso de sensibilidad, como si ya tuviera la cicatriz.
—¿Dane todavía lleva una navaja? —preguntó.
—¿Y yo qué sé si lleva una navaja?
—Un día amenazó con ella a Kevin Cooper.
—Ya. Cooper es un capullo, ¿sí o no?
—Sí, tienes razón —confirmó Fats.
—Esa navaja Dane la lleva por los hermanos Riordon.
A Fats le gustaba la naturalidad de Krystal; que aceptara que un chico llevara una navaja porque había una rencilla que probablemente acabaría en violencia. Aquello era la vida real, ésas eran cosas que de verdad importaban… Ese día, antes de que Arf llegara a su casa, Cuby había estado atosigando a Tessa para que le diera su opinión sobre si debía imprimir su folleto electoral en papel amarillo o blanco…
—¿Y ahí? —propuso Fats al cabo de un rato.
A su derecha había un largo muro de piedra; la cancela, abierta, dejaba entrever piedras y vegetación.
—Sí, vale —dijo Krystal.
Ya había estado una vez en el cementerio, con Nikki y Leanne; se habían sentado encima de una tumba a beber un par de latas de cerveza, un poco cohibidas por lo que estaban haciendo, hasta que una mujer les gritó y las insultó. Al marcharse de allí, Leanne le había lanzado una lata vacía.
Cuando enfilaron el ancho paseo asfaltado entre las tumbas, a Fats le pareció un sitio arriesgado, estarían demasiado expuestos: el terreno era verde y llano, y las lápidas no ofrecían prácticamente ningún cobijo. Entonces divisó unos setos de agracejo junto al muro del fondo. Atajó por el camino más corto y Krystal lo siguió con las manos en los bolsillos. Avanzaron entre lechos de gravilla rectangulares y lápidas resquebrajadas e ilegibles. Era un cementerio grande, extenso y bien cuidado. Poco a poco llegaron a donde estaban las tumbas más recientes, de mármol negro muy pulido y letras doradas, donde se veían flores frescas para los difuntos.
Lyndsey Kyle
15/9/1960 - 26/3/2008
Que descanses, mamá
—Sí, ahí detrás estaremos bien —dijo Fats observando el oscuro hueco entre los espinosos arbustos de flores amarillas y la tapia del cementerio.
Se internaron a gatas en el húmedo y oscuro recoveco de tierra y se sentaron con la espalda contra la fría tapia. Entre las ramas de los arbustos veían las pulcras hileras de lápidas, pero a nadie entre ellas. Confiando en impresionar a Krystal, Fats lió un canuto con dedos expertos.
Pero Krystal tenía la mirada perdida bajo la bóveda de hojas brillantes y oscuras y pensaba en Anne-Marie, que el jueves había ido a visitar a la abuelita Cath (se lo había contado su tía Cheryl). Si ella se hubiera saltado las clases y también hubiera ido ese día, por fin la habría conocido. Había imaginado muchas veces ese primer encuentro y cómo le diría: «Soy tu hermana.» En esas fantasías, Anne-Marie siempre se alegraba muchísimo, y a partir de entonces se veían a todas horas y Anne-Marie acababa proponiéndole que se fuera a vivir con ella. La Anne-Marie imaginaria tenía una casa como la de la abuelita Cath, limpia y ordenada, sólo que mucho más moderna. Últimamente, Krystal añadía un precioso bebé sonrosado en una cuna con volantes.
—Toma —dijo Fats pasándole el porro.
Krystal dio una calada y retuvo el humo en los pulmones unos segundos; su expresión se tornó soñadora cuando el hachís empezó a obrar su magia y relajó sus facciones.
—Tú no tienes hermanos, ¿no?
—No —respondió Fats palpándose el bolsillo para comprobar que llevaba los condones.
Krystal empezó a notar una agradable sensación de mareo y le devolvió el canuto. Él dio una larga calada y exhaló anillos de humo.
—Soy adoptado —reveló al cabo de un rato.
Krystal lo miró con ojos como platos.
—¿Adoptado? ¿Lo dices en serio?
Con los sentidos embotados, las confidencias brotaban casi solas; todo se volvía más fácil.
—A mi hermana también la adoptaron —dijo Krystal, maravillada ante la coincidencia y contentísima de hablar de Anne-Marie.
—Sí, probablemente vengo de una familia como la tuya.
Pero ella no le hizo caso; tenía ganas de hablar.
—Tengo una hermana mayor y un hermano mayor, Liam, pero se los llevaron antes de que yo naciera.
—¿Por qué?
De pronto, Fats le prestaba toda su atención.
—Mi madre estaba entonces con Ritchie Adams —continuó. Dio una buena calada al porro y exhaló el humo en una larga y fina bocanada—. Es un psicópata. Le ha caído la perpetua. Se cargó a un tío. Se ponía muy violento con mamá y los niños, y entonces vinieron John y Sue y se los llevaron. Los sociales se metieron en medio, y al final John y Sue se los quedaron.
Dio otra calada y se puso a pensar en aquella época anterior a su nacimiento, plagada de sangre, rabia y oscuridad. Había oído algunas historias acerca de Ritchie Adams, sobre todo a través de la tía Cheryl. Ritchie apagaba las colillas en los bracitos de Anne-Marie cuando ésta sólo tenía un año, y le daba patadas en las costillas. Le había partido la cara a Terri, y el pómulo izquierdo le había quedado más hundido que el derecho. La adicción de Terri había alcanzado cotas catastróficas. La tía Cheryl se refirió con toda normalidad a la decisión de quitarles los dos críos a aquellos padres que los desatendían y maltrataban.
—Estaba cantado —había dicho.
John y Sue eran unos parientes lejanos que no tenían hijos. Krystal nunca había sabido dónde o cómo encajaban en su complejo árbol genealógico, o cómo habían llevado a cabo lo que, según la versión de Terri, era un vulgar secuestro. Tras mucho batallar con las autoridades, les habían permitido adoptar a los niños. Terri, que siguió con Ritchie hasta que lo detuvieron, no volvió a ver a Anne-Marie o Liam, por motivos que Krystal no acababa de comprender; la historia en sí estaba repleta de odio, comentarios y amenazas imperdonables, mandatos judiciales y montones de asistentes sociales.
—¿Y quién es tu padre? —quiso saber Fats.
—Banger. —Hizo un esfuerzo por recordar su verdadero nombre—. Barry —murmuró, aunque tuvo la sensación de que no era ése—. Barry Coates. Pero yo llevo el apellido de mi madre, Weedon.
A través del humo dulce y denso, flotó hasta ella el recuerdo de aquel joven muerto por sobredosis en la bañera de Terri. Le pasó el canuto a Fats y apoyó la cabeza contra la tapia, alzando la vista hacia la franja de cielo moteada de hojas oscuras.
Fats pensaba en Ritchie Adams, que había matado a un hombre, y se planteó la posibilidad de que su propio padre biológico estuviera también en alguna cárcel; lleno de tatuajes, como Pikey, flaco y musculoso. Comparó mentalmente a Cuby con aquel hombre fuerte, duro y auténtico. Sabía que era un bebé cuando lo habían separado de su madre biológica, porque había fotografías de Tessa con él en brazos, frágil como un pajarito y con un gorrito de lana blanca en la cabeza. Había sido prematuro. Tessa le había contado algunas cosas, aunque él nunca le hacía preguntas. Su madre era muy joven cuando lo tuvo, eso sí lo sabía. Quizá fuera como Krystal, la fácil de la escuela…
Ya llevaba un buen colocón. Asió a Krystal de la nuca, la atrajo hacia sí y la besó, con lengua. Tanteó con la otra mano para tocarle los pechos. Se notaba la cabeza embotada y los miembros pesados; hasta su sentido del tacto parecía afectado. Le costó un poco meterle la mano bajo la camiseta, y luego bajo el sujetador. La boca de Krystal estaba caliente y sabía a tabaco y hachís; tenía los labios secos y agrietados. La droga mitigaba levemente la excitación de Fats; parecía recibir cualquier información sensorial a través de un manto invisible. Tardó más rato que la otra vez en quitarle la ropa, y le costó ponerse el condón, porque tenía los dedos torpes y entumecidos; entonces apoyó sin querer el codo, con todo su peso, en la parte blanda del brazo de Krystal, que chilló de dolor.
Estaba más seca que la otra vez. Fats la penetró con brusquedad, decidido a conseguir lo que había ido a buscar. El tiempo discurría despacio, como si se hubiera vuelto viscoso, pero Fats oía su propia respiración agitada, y eso lo puso nervioso, porque imaginó que había alguien más agazapado en el oscuro recoveco con ellos dos, alguien que los observaba, jadeándole en la oreja. Krystal soltó un débil gemido. Con la cabeza hacia atrás, su nariz parecía muy ancha, como un hocico. Él le subió la camiseta para verle los pechos, pálidos y tersos, que se estremecían un poco bajo el sujetador desabrochado. Fats se corrió de repente y sin previo aviso, y le pareció que su gruñido de satisfacción surgía del mirón agazapado.
Se dejó caer sobre un costado, separándose de Krystal; se quitó el condón y lo arrojó a un lado, y luego se subió la cremallera. Le entró miedo y miró alrededor para comprobar que no había nadie por allí. Ella se subió las bragas con una mano y se bajó la camiseta con la otra; después se llevó ambas a la espalda para abrocharse el sujetador.
Mientras estaban detrás de los arbustos, varias nubes habían oscurecido el cielo. Fats tenía mucha hambre y notaba un zumbido distante en los oídos; su cerebro funcionaba despacio, pero sus oídos parecían hipersensibles. No conseguía sobreponerse al temor de que los hubieran visto, quizá desde lo alto de la tapia. Quería irse de allí.
—Vamos —murmuró, y, sin esperar a Krystal, gateó entre los arbustos y se incorporó, sacudiéndose la ropa.
A unos cien metros divisó a una pareja de ancianos, agachados ante una tumba. Quería alejarse de inmediato de espectrales miradas que pudiesen haberlo visto follar con Krystal Weedon; pero, al mismo tiempo, el proceso de ir a la parada y subirse al autobús de Pagford le parecía insoportablemente arduo. Ojalá pudiera ser simplemente transportado, en aquel mismo instante, a su habitación de la buhardilla.
Krystal salió tras él, tambaleante. Se tironeaba del borde de la camiseta y miraba fijamente un punto en la hierba.
—Joder —murmuró.
—¿Qué pasa? Anda, vámonos ya.
—Es el señor Fairbrother —dijo ella sin moverse.
—¿Qué?
Krystal señaló el túmulo que tenían delante. Aún no habían colocado la lápida, pero estaba rodeado de flores frescas.
—Mira, ¿lo ves? —Se agachó para señalarle las tarjetas grapadas al celofán—. Ahí pone Fairbrother. —Reconocía fácilmente ese nombre por todas las cartas que habían llegado a casa del colegio, en las que Barry pedía autorización a su madre para las salidas en el minibús—. «Para Barry» —leyó, pronunciando muy despacio—. Y ésta es «Para papá», de… —Los nombres de Niamh y Siobhan la superaron.
—¿Y qué? —dijo Fats.
Pero lo cierto era que aquello le había puesto los pelos de punta. Aquel ataúd de mimbre estaba allí mismo, a unos palmos por debajo de ellos, y en su interior, el cuerpo achaparrado y la cara risueña del mejor amigo de Cuby, al que tanto había visto en casa, se pudría lentamente. «El Fantasma de Barry Fairbrother…» Fats lo encontró perturbador. Era una especie de castigo.
—Vamos —insistió, pero Krystal no se movió—. ¿Qué te pasa?
—Yo remaba para él, ¿vale? —soltó.
—Ya, ya.
Fats dio unos pasos nerviosos hacia atrás, como un caballo asustado.
Krystal miraba fijamente el túmulo, abrazándose a sí misma. Se sentía vacía, triste y sucia. Ojalá no hubieran hecho aquello allí, tan cerca del señor Fairbrother. Tenía frío. Fats llevaba chaqueta, pero ella no.
—Anda, vamos —insistió él.
Ella lo siguió y salieron del cementerio sin dirigirse la palabra. Krystal iba pensando en Fairbrother. Siempre la llamaba «Krys». A ella le gustaba, porque nadie la había llamado nunca así. Se reía mucho con él. Tuvo ganas de llorar.
Fats pensaba en cómo convertir aquel episodio en una historia divertida para contársela a Andrew. Estar colocado, tirarse a Krystal, la paranoia del mirón, salir del escondite para encontrarse prácticamente encima de la tumba del viejo Barry Fairbrother… Pero de momento no le veía mucha gracia. De momento.